La sociedad de los trabajadores
A Proudhon le agobia el gentío de los boulevares construidos por Haussmann. John Ruskin cuando va a París se aloja en Trocadero para no ver la “monstruosa” Torre Eiffel
La revolución industrial pobló el mundo de ciudades, máquinas y puentes en apenas ciento veinte años (1730 y 1850). Fue el cambio más violento vivido por la humanidad hasta ese día (la llamada revolución neolítica a pesar de su condición “revolucionaria” se lleva diez mil años, y ambas cambiaron el mundo). Las revoluciones industriales no se detienen desde entonces, van cuatro que barrieron los proyectos socialistas improductivos que asomaron la nariz. Europa sale de mil años de estancamiento tecnológico y en ese corto período su fisonomía se hizo irreconocible. Después de siglos de transición, hibridación, mercantilismo, metalismo, con la industria es el arranque lo que los marxistas llamaron “sociedad capitalista” o “burguesa”. Las villas se hacen ciudades, las carretas ferrocarriles. La servidumbre desaparece y ya los siervos no se vendían ni compraban con la tierra y el ganado. Ni a sus mujeres las penetraba la primera noche el señor feudal por derecho de pernada. Ni entregaban parte de las cosechas por la corvée. Ahora obreros libres vivían en urbes, hasta hacía poco aldeas, eran ahora políticos, luchaban y alcanzaban el poder y militaban en partidos, sindicatos y ligas. Un gran salto civilizacional
Para los pobladores urbanos tradicionales, la invasión obrera era una gran molestia. El proletariado luchaba por la democratización de los parlamentos que dejan de ser elitescos, gracias a las conquistas del sufragio y la representación proporcional. Los alimentos, la salud y otros bienes se multiplican por miles gracias al maquinismo y la farmacología, y si en 1730 Inglaterra tenía cinco millones de hbts., en 1830 triplica la `población por caída de la mortalidad. Y se da un golpe mágico cuando la expectativa de vida, congelada desde la alta Edad Media en 20 años, se duplica en el período hasta 42. Pero igualmente violento, el estallido reaccionario de los intelectuales contra la modernización. Como analiza Benévolo en su clásico Historia de la arquitectura moderna, la migración los trastorna y a la “gente decente”. Nadie antes de la revolución urbana veía a los pobres en aldeas donde familias de 10 personas vivían hacinadas en chozas de 12 metros cuadrados y dormían en una estera común.
Ahora invadían el espacio urbano de las antes bucólicas ciudades ahora plagadas de proletarios mal vestidos en trenes trepidantes a las fábricas y suburbios. Crece la leyenda negra rousseauniana contra la ciudad, el industrialismo, el sigo XIX, la sociedad abierta, el llamado kapitalismus (una sociedad gobernada por el kapital). Ver pobres despierta remordimientos y conflictos morales en las buenas conciencias. También perturba la tranquilidad, porque están asociados a delitos y enfermedades. Las élites urbanas odiaban el cambio plebeyo. De allí la avalancha de rechazo al kapitalismus entre escritores y artistas del romanticismo y el realismo. Retornan el culto al pasado, a la vida pura del campo. Thomas Carlyle, Charles Dickens, Charles Baudelaire, Víctor Hugo, Emilio Zolá, William Morris; Stendhal, Daniel Defoe, Heine.
A Proudhon le agobia el gentío de los boulevares construidos por Haussmann. John Ruskin cuando va a París se aloja en Trocadero para no ver la “monstruosa” Torre Eiffel (“olvida el resoplido del vapor, el golpe del pistón/ olvida el crecimiento de la odiosa ciudad/ Y sueña en Londres, pequeño, blanco y limpio”) Reivindicaba la edición artesanal de libros en papel de seda y cuero repujado. Pero el lugar relevante como distorsionador del siglo XIX lo merece Víctor Hugo (y su cohorte, los “hugólatras”, porque Marx era un ideólogo sin interés por la verdad). De Hugo es una de las obras más vendidas, difundidas e influyentes de la historia moderna, dos mil páginas de puerilidades: Los miserables se convirtió para la posteridad gracias al cine, en la postverdad sobre un siglo XIX aberrante, inhumano, cruel y aterrador. A Jean Valjean. versión masculina de Justine, la masoquista de la novela de Sade, lo condenan a trabajos forzados por robar un pan (¿). Un sujeto tan tonto, no tenía como sobrevivir ni siquiera en DisneyWorld. Cossette representa la bondad hasta que al final, !también! da la espalda a Valjean.
El sagrado derecho de sufrir. Trabaja 16 horas al día pero no gana para alimentar un pajarito. Fantine otra bondadosa destruida por el mundo kapitalista, termina como prostituta en manos de chulos que le sacan los dientes para venderlos, peor que una telenovela cubana de los 50s del siglo pasado. Zola se contagia en Germinal pero Flaubert repudia a Los miserables por ser “un libro “mentiroso, para crápulas…alimañas”. Dice Baudelaire que es una obra “inepta y de mal gusto”. Su amigo (de Hugo) Lamartine considera “lamentable que haga de ese hombre imaginario un antagonista y víctima de la sociedad…adulando al pueblo en sus más bajos instintos”. Vargas Llosa dice que despierta “apetito de irrealidad”. Proudhon escribe que “libros semejantes envenenan un país”. Mientras los trabajadores luchaban en todos los frentes, construían el mundo democrático, acumulaban poder, Hugo creó la idea del “pobrecitismo” o “victimología” sobre los sectores masivos y manchó uno de los siglos más esplendorosos de la historia humana como una vergüenza, con el mito contra la sociedad abierta. La sociedad en la que vivimos es tan burguesa como de clases media o de los trabajadores.
@CarlosRaulHer
Para los pobladores urbanos tradicionales, la invasión obrera era una gran molestia. El proletariado luchaba por la democratización de los parlamentos que dejan de ser elitescos, gracias a las conquistas del sufragio y la representación proporcional. Los alimentos, la salud y otros bienes se multiplican por miles gracias al maquinismo y la farmacología, y si en 1730 Inglaterra tenía cinco millones de hbts., en 1830 triplica la `población por caída de la mortalidad. Y se da un golpe mágico cuando la expectativa de vida, congelada desde la alta Edad Media en 20 años, se duplica en el período hasta 42. Pero igualmente violento, el estallido reaccionario de los intelectuales contra la modernización. Como analiza Benévolo en su clásico Historia de la arquitectura moderna, la migración los trastorna y a la “gente decente”. Nadie antes de la revolución urbana veía a los pobres en aldeas donde familias de 10 personas vivían hacinadas en chozas de 12 metros cuadrados y dormían en una estera común.
Ahora invadían el espacio urbano de las antes bucólicas ciudades ahora plagadas de proletarios mal vestidos en trenes trepidantes a las fábricas y suburbios. Crece la leyenda negra rousseauniana contra la ciudad, el industrialismo, el sigo XIX, la sociedad abierta, el llamado kapitalismus (una sociedad gobernada por el kapital). Ver pobres despierta remordimientos y conflictos morales en las buenas conciencias. También perturba la tranquilidad, porque están asociados a delitos y enfermedades. Las élites urbanas odiaban el cambio plebeyo. De allí la avalancha de rechazo al kapitalismus entre escritores y artistas del romanticismo y el realismo. Retornan el culto al pasado, a la vida pura del campo. Thomas Carlyle, Charles Dickens, Charles Baudelaire, Víctor Hugo, Emilio Zolá, William Morris; Stendhal, Daniel Defoe, Heine.
A Proudhon le agobia el gentío de los boulevares construidos por Haussmann. John Ruskin cuando va a París se aloja en Trocadero para no ver la “monstruosa” Torre Eiffel (“olvida el resoplido del vapor, el golpe del pistón/ olvida el crecimiento de la odiosa ciudad/ Y sueña en Londres, pequeño, blanco y limpio”) Reivindicaba la edición artesanal de libros en papel de seda y cuero repujado. Pero el lugar relevante como distorsionador del siglo XIX lo merece Víctor Hugo (y su cohorte, los “hugólatras”, porque Marx era un ideólogo sin interés por la verdad). De Hugo es una de las obras más vendidas, difundidas e influyentes de la historia moderna, dos mil páginas de puerilidades: Los miserables se convirtió para la posteridad gracias al cine, en la postverdad sobre un siglo XIX aberrante, inhumano, cruel y aterrador. A Jean Valjean. versión masculina de Justine, la masoquista de la novela de Sade, lo condenan a trabajos forzados por robar un pan (¿). Un sujeto tan tonto, no tenía como sobrevivir ni siquiera en DisneyWorld. Cossette representa la bondad hasta que al final, !también! da la espalda a Valjean.
El sagrado derecho de sufrir. Trabaja 16 horas al día pero no gana para alimentar un pajarito. Fantine otra bondadosa destruida por el mundo kapitalista, termina como prostituta en manos de chulos que le sacan los dientes para venderlos, peor que una telenovela cubana de los 50s del siglo pasado. Zola se contagia en Germinal pero Flaubert repudia a Los miserables por ser “un libro “mentiroso, para crápulas…alimañas”. Dice Baudelaire que es una obra “inepta y de mal gusto”. Su amigo (de Hugo) Lamartine considera “lamentable que haga de ese hombre imaginario un antagonista y víctima de la sociedad…adulando al pueblo en sus más bajos instintos”. Vargas Llosa dice que despierta “apetito de irrealidad”. Proudhon escribe que “libros semejantes envenenan un país”. Mientras los trabajadores luchaban en todos los frentes, construían el mundo democrático, acumulaban poder, Hugo creó la idea del “pobrecitismo” o “victimología” sobre los sectores masivos y manchó uno de los siglos más esplendorosos de la historia humana como una vergüenza, con el mito contra la sociedad abierta. La sociedad en la que vivimos es tan burguesa como de clases media o de los trabajadores.
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