Nuestra efímera valija cultural
Leer con poco orden, cuando la soledad es el sostén vivencial de nuestros días en la ciudad mediterránea de Valencia en la que hicimos parada y posada, es ver parte de la existencia con diversos matices
Pudiera ser un sequeral el que nos hace refugiarnos en los libros, en esta España en que moramos una vez alzado el vuelo ajironados por los eventos políticos y económicos en Venezuela.
De Caracas nos acompañaron docenas de tomos, siendo el mejor soporte posible en nuestro exilio interior. Es innegable: uno se arraiga sobre lo que va conociendo, y en esa heredad criolla afloraron en nosotros las vivencias que nos ayudan a sentir la esencia interior que nos mantiene erguidos.
Somos reflejo de los folios que admirables autores han cimentado en nuestro bagaje cultural.
Una vez hemos hallado -y eso será para siempre, no hay retroceso- el tabernáculo que traspasa el tiempo del humano aliento, nos envolvemos en un Cervantes dialogando con Shakespeare, al que el manchego confunde con el dramaturgo Marlowe, mientras el acto de pasar unas páginas, las cuartillas de “El nombre de la Rosa", “El péndulo de Foucault” y “El cementerio de Praga”, nos arropan, tras saltar de Descartes y Pascal al humanista Montaigne, siendo ese sendero el buen don de la lectura.
Leer con poco orden, cuando la soledad es el sostén vivencial de nuestros días en la ciudad mediterránea de Valencia en la que hicimos parada y posada, es ver parte de la existencia con diversos matices.
Recordando a Jorge Luis Borges, al que Umberto Eco convirtió en el “Jorge de Burgos”, monje ciego en la detectivesca obra medieval colmada de códices, estaba ansioso por hablar con el milanés de inmortalidades y definirle cada uno de los códigos ocultos en “Funes el memorioso”.
Ignoramos si lo pudieron realizar, y tampoco importa mucho cuando eso nos lleva a una conclusión: leer libros es la insuperable receta que nos abre las puertas del inconmensurable “Aleph”, lugar en que la vida se expande hasta el infinito y la hacemos arrebatadoramente nuestra para no sentirnos llenos de nuevas sensaciones, algunas, si pudieran ser, amorosas, al ser rayos de sol que atraviesan la carne.
Actualmente leemos con avidez y desmedido desorden como si intentáramos recuperar el tiempo disipado, aún a sabiendas de que a cierta edad es exiguo lo que absorbe la mente cansada y las pupilas ennegrecidas.
Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un texto, es ahora, con un cuenco lleno de otoños encima, cuando nos damos cuenta de lo poco que hemos trillado.
La pasada noche, en esta orilla del Mediterráneo inundada de albuferas, arrozales, marjales, campos de naranjas y flor de azahar, costas en las que venimos haciendo fonda, nos volvimos sofistas mundanos de andar y ver. Es decir, de poco viento.
Boot de Condillac, el francés creador de la escuela sensualista, decía que “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”. El mar ayuda a eso.
Recordamos, a razón de esa frase, la sencilla escritura del ruso Tchinguiz Aitmatov. Es sabido que cuando el invierno era inclemente en las heladas tierras de los kirguises -el grupo de los turcos-mongoles- Aitmatov escribió un texto corto llamado “Yamilia”, basado en la lucha inclemente de un amor, una familia y una tierra. Igualmente un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas.
En ese tiempo, Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra de duros pinos, llanuras hacia el Sur, abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
Se retornaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más en los escritos “Padres e Hijos” de Iván Turgueniev. A partir ese entonces el problema es el mismo: líderes que creen asumir la solución a los problemas cruciales de los pueblos mientras alrededor todo se hunde.
Hace días, paseando sudoroso al sol inclemente de julio que lanzaba fuego en la rosaleda valenciana cercana al apartamento en que moramos, dimos con una caja de cartón enmarañada en unos arbustos. Acurrucada, había una paloma de las que tanto abundan en la zona. Le levantamos su encierro, y el ave pareció agradecer el aire ante el vaho que quemaba. La miramos y comprendimos, solamente había una salida: llevarla a casa. Allí estuvo unos días hasta que mejoró.
En eso consiste la querencia. Amar para ser amados, por insignificante que esa acción nos parezca, al saber a recuento de la vida que si desaparece -un árbol, una flor, un pájaro, una collareja- algo nuestro se despedaza.
No deseamos con estas líneas hacer una epístola, sino recordar que las cosas espontáneas y en apariencias insignificantes, nos abren hacia la trascendencia de nuestros actos más vivenciales.
En “Cartas desde la Rue Taitbout”, William Saroyan, después de haber sido un batallador, desea congratularse con los seres más cercanos a él, y así envía misivas a Dios, a un amigo armenio, a su padre y a cada una de las personas que le ayudaron de una forma u otra a forjar su carácter no siempre acorde con criterios heredados de sus antepasados.
La obra literaria hacia la que sentimos respeto, es las memorias apócrifas del emperador Adriano, de Marguerite Yourcenar. Esas páginas obligan a ver la soledad del poder y encontrar en las acciones de esos seres únicos, y siempre trágicos, la genuina catadura moral de la raza humana.
Y de eso hablan los libros leídos: de fogosidades, ternura y penalidades. La existencia tal como es. Sin decorados.
rnaranco@hotmail.com
De Caracas nos acompañaron docenas de tomos, siendo el mejor soporte posible en nuestro exilio interior. Es innegable: uno se arraiga sobre lo que va conociendo, y en esa heredad criolla afloraron en nosotros las vivencias que nos ayudan a sentir la esencia interior que nos mantiene erguidos.
Somos reflejo de los folios que admirables autores han cimentado en nuestro bagaje cultural.
Una vez hemos hallado -y eso será para siempre, no hay retroceso- el tabernáculo que traspasa el tiempo del humano aliento, nos envolvemos en un Cervantes dialogando con Shakespeare, al que el manchego confunde con el dramaturgo Marlowe, mientras el acto de pasar unas páginas, las cuartillas de “El nombre de la Rosa", “El péndulo de Foucault” y “El cementerio de Praga”, nos arropan, tras saltar de Descartes y Pascal al humanista Montaigne, siendo ese sendero el buen don de la lectura.
Leer con poco orden, cuando la soledad es el sostén vivencial de nuestros días en la ciudad mediterránea de Valencia en la que hicimos parada y posada, es ver parte de la existencia con diversos matices.
Recordando a Jorge Luis Borges, al que Umberto Eco convirtió en el “Jorge de Burgos”, monje ciego en la detectivesca obra medieval colmada de códices, estaba ansioso por hablar con el milanés de inmortalidades y definirle cada uno de los códigos ocultos en “Funes el memorioso”.
Ignoramos si lo pudieron realizar, y tampoco importa mucho cuando eso nos lleva a una conclusión: leer libros es la insuperable receta que nos abre las puertas del inconmensurable “Aleph”, lugar en que la vida se expande hasta el infinito y la hacemos arrebatadoramente nuestra para no sentirnos llenos de nuevas sensaciones, algunas, si pudieran ser, amorosas, al ser rayos de sol que atraviesan la carne.
Actualmente leemos con avidez y desmedido desorden como si intentáramos recuperar el tiempo disipado, aún a sabiendas de que a cierta edad es exiguo lo que absorbe la mente cansada y las pupilas ennegrecidas.
Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un texto, es ahora, con un cuenco lleno de otoños encima, cuando nos damos cuenta de lo poco que hemos trillado.
La pasada noche, en esta orilla del Mediterráneo inundada de albuferas, arrozales, marjales, campos de naranjas y flor de azahar, costas en las que venimos haciendo fonda, nos volvimos sofistas mundanos de andar y ver. Es decir, de poco viento.
Boot de Condillac, el francés creador de la escuela sensualista, decía que “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”. El mar ayuda a eso.
Recordamos, a razón de esa frase, la sencilla escritura del ruso Tchinguiz Aitmatov. Es sabido que cuando el invierno era inclemente en las heladas tierras de los kirguises -el grupo de los turcos-mongoles- Aitmatov escribió un texto corto llamado “Yamilia”, basado en la lucha inclemente de un amor, una familia y una tierra. Igualmente un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas.
En ese tiempo, Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra de duros pinos, llanuras hacia el Sur, abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
Se retornaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más en los escritos “Padres e Hijos” de Iván Turgueniev. A partir ese entonces el problema es el mismo: líderes que creen asumir la solución a los problemas cruciales de los pueblos mientras alrededor todo se hunde.
Hace días, paseando sudoroso al sol inclemente de julio que lanzaba fuego en la rosaleda valenciana cercana al apartamento en que moramos, dimos con una caja de cartón enmarañada en unos arbustos. Acurrucada, había una paloma de las que tanto abundan en la zona. Le levantamos su encierro, y el ave pareció agradecer el aire ante el vaho que quemaba. La miramos y comprendimos, solamente había una salida: llevarla a casa. Allí estuvo unos días hasta que mejoró.
En eso consiste la querencia. Amar para ser amados, por insignificante que esa acción nos parezca, al saber a recuento de la vida que si desaparece -un árbol, una flor, un pájaro, una collareja- algo nuestro se despedaza.
No deseamos con estas líneas hacer una epístola, sino recordar que las cosas espontáneas y en apariencias insignificantes, nos abren hacia la trascendencia de nuestros actos más vivenciales.
En “Cartas desde la Rue Taitbout”, William Saroyan, después de haber sido un batallador, desea congratularse con los seres más cercanos a él, y así envía misivas a Dios, a un amigo armenio, a su padre y a cada una de las personas que le ayudaron de una forma u otra a forjar su carácter no siempre acorde con criterios heredados de sus antepasados.
La obra literaria hacia la que sentimos respeto, es las memorias apócrifas del emperador Adriano, de Marguerite Yourcenar. Esas páginas obligan a ver la soledad del poder y encontrar en las acciones de esos seres únicos, y siempre trágicos, la genuina catadura moral de la raza humana.
Y de eso hablan los libros leídos: de fogosidades, ternura y penalidades. La existencia tal como es. Sin decorados.
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