Poseía una sólida cultura académica y una memoria prodigiosa. Pese a eso y muchas oportunidades, Casanova no quería ser nada, pues le bastaba con parecerlo. Amaba la libertad y nada le retenía. Su verdadera profesión era no tener profesión, y quería vivir cien vidas en una sola existencia. Es cierto que cortejaba a las mujeres; a todas las mujeres. Podía amar perdidamente a una princesa francesa, de la misma forma cariñosa en que adoraba a la mucama italiana que le hacía la habitación en una posada. La feminidad era su culto, su mejor motivo de vivir. Nunca prometió nada a ninguna enamorada. Dejaba claro desde el principio que su sonrisa y sus modales irresistibles no eran para ninguna mujer en particular, sino para la mujer en general. Aun así todas las mujeres le amaban, tal vez por hablarles sinceramente y seguramente por su físico cautivador combinado con un encanto personal indiscutible. Fue un maestro, casi un mago, en una sola cosa: en el amor. Nunca dejó novias desechas ni muchachas desesperadas. Casanova hizo feliz a muchas mujeres, pero a ninguna la hizo histérica, anota Zweig. El amor-pasión de Stendhal era lo que practicaba este carismático italiano, opuesto a la vida rutinaria de las parejas establecidas. 

Zweig apunta que Casanova se convirtió en el símbolo del vencedor a toda resistencia en las mujeres, del conquistador incansable y maestro de la seducción, como lo fueron Elena de Troya, o Ninón de Lenclos en lo femenino. Ese mito lo comparte con Don Juan, el hidalgo español que también fue un ave de rapiña para las mujeres. Pero el español era un hombre demoníaco que en el fondo las odiaba. Para Don Juan la mujer era el instrumento del pecado, y se lo quería demostrar al mundo a través de sus seducciones. Don Juan era enemigo mortal de las mujeres, y sus triunfos eran solamente para quitarles su honra, para rebajarlas, humillarlas y someterlas al escarnio público. Casanova muy al contrario hacía felices a las mujeres, que compartían sus encantos con amigas, parientes, hermanas y hasta entre madres e hijas. Este seductor empedernido escribió: “Los cuatro quintos del placer han sido siempre, para mí, el hacer gozar a la mujer”. Les enseñaba que su cuerpo, que ellas miraban en esa época con indiferencia, era una formidable fuente de placer. Zweig se pregunta: ¿Era bueno o malo Casanova? Ni una cosa ni la otra, se contesta. No era moral ni inmoral, sino amoral. En sus decisiones nunca apareció la razón ni la lógica, sólo su carne. No jugaba para ganar, sino solamente por jugar. Él necesitaba por su naturaleza el contraste de ganar y perder, de conquistar y abandonar, de ser rico y después pobre. Casanova era “la aventura que se extiende hasta el infinito”. Su tragedia fue llegar a viejo, convertirse en una sombra, en un recuerdo. El aventurero murió como una pieza de museo, que pasó a convertirse en leyenda con el tiempo.

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