Mitterrand, figura perdurable
Nadie sabía que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados afectivos de una lozana joven que despertó en él un amor inconmensurable y eterno...
La Historia no es repetición de sucesos, sino un espejo en el que cada cierto tiempo debemos mirarnos. Cicerón señalaba: “El que no conoce la historia de antes que él naciera, toda su vida será un niño”.
Estos días en la ciudad mediterránea en que veo cruzarse mis noches, he vuelto a leer unas páginas amorosas de François Mitterrand, presidente francés desde 1981 hasta 1995, y por quien sigo sintiendo admiración. Su acción política necesitaría otras cuartillas aparte, pero en estos instantes de dudas y vacilaciones en la añeja Europa, él, sin mella, volvería a reencarnarse en el estadista que había sido, aún tenido ante sí a otro gigante: Charles De Gaulle.
El creía en el destino de Europa. Tanta ha sido su lucha por ese ideal, que hoy, sin su descomunal esfuerzo, el continente sería diferente.
El país galo no entró dentro de mi ser por los ojos; lo hizo, y de una forma brutal, como un huracán impetuoso. Un grupo de españoles exilados, anarquistas unos, comunistas otros, me llevaron un buen día –era igualmente otoño, las hojas amarillas cubrían los fríos bulevares– a un mitin de un hombre llamado François Mitterrand que se celebraba en Toulouse.
En la ciudad del Garonne esa noche estreché su mano y le escuché hablar. La forma de decir “libertad” –nadie pronuncia esa palabra como un francés– caló hondo en aquel imberbe que salía al encuentro de la vida.
Ahora he revisado su faceta humanitaria y enamoradiza. ¡Ay, l’amour! Tengo la certeza que el país galo es la tierra incomparable del amor apasionado y carnal. Leer ahora las 1.200 cartas de amor de un político supuestamente de figura dura e impávida, hace recordar que del amor y sus dubitativas consecuencias se sabe mucho y poco a su vez.
Mitterrand vivió en su domicilio conyugal con su esposa, la incombustible Danielle Gouze e hijos, manteniendo en todo momento una relación extraconyugal secreta con la que sería el verdadero amor de su existencia. Cuando la pasión desbordada llegó tenía 46 años, y la joven que le hizo la sangre hirviente se llamaba Anne Pingeot. Contaba con 19 años recién cumplidos.
Ya pasado el tiempo de esas epístolas encendidas, sabemos que esa ternura duraría hasta la muerte de uno de los políticos más enigmáticos de Europa. Él y el silencio mantenían un pacto irrompible sobre ese amor ardiente.
Nadie sabía que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados afectivos de una lozana joven que despertó en él un amor inconmensurable y eterno.
El poeta Rainer María Rilke nos dejó dicho: “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.”
El estadista y la joven Anne no serían una reencarnación de Romeo y Julieta, Dante y Beatriz o Tristán e Isolda, aunque una vez conocida su pasión irrompible cruzó las puertas del edén terrenal, lugar elevado donde el amor habla sin bajar la mirada ante los dioses del Olimpo.
Al leer las cartas enviadas durante años a esa afinidad encendida, sabemos cuanta devoción poseía esa figura dura y hasta despiadada en el arroyo de la política, hacia aquella muchachita apenas salida de la pubertad y cuyo lazo febril perduró hasta su muerte.
En homenaje a ellos, leamos alguna de las frases de Mitterrand: “Siento hacia ti la ternura total que exige sin duda nuestra extraña condición: el incesto absoluto. Mi hija, mi amante, mi mujer, mi hermana, mi Anne, mi siempre y mi para siempre”.
Las esquelas son una alianza amorosa inflamada, esplendorosa, inmensa; nadie la pudo frenar. Cada pensamiento de François en Anne –tuvieron una hija de nombre Mazarine– pervive sobre el mundano ruido de la política diaria, y así, en medio de una importante reunión en el palacio del Elíseo, el presidente se encierra en sí mismo, no escucha nada, toma una cuartilla y subraya a su ardor incandescente: “Escribo estas líneas desde la sala del Consejo. Alrededor de la mesa redonda, los dirigentes europeos charlan en voz baja. La señora Thatcher prepara sus armas. Chirac, mi vecino de la derecha, va y viene. A mi izquierda se sienta González (Felipe) el español. Kohl, que preside, suspira”.
Los líderes europeos en ese momento son meras sombras, mientras la mente del adalid de Francia va al encuentro de su ternura enardecida.
Mitterrand, ya expresidente, sabe que el corazón mencionado por Blaise Pascal posee razones que la razón ignora, y así, en sus noches de duermevela debido al cáncer de próstata que padecía y le llevaría a la muerte, va desgranando a la galanteada amada otras misivas ardientes. Francia terminó sabiendo -estando ya él en la sepultura- que el hombre de tesón de acero, espíritu indomable, luchador a tiempo completo, estadista admirable y temido, orgulloso sin freno, tiene sus pensamientos definitivos reposando sobre el corazón de Anne Pingeot y su pequeña Mazarine, niña tierna como un tallo de romero a la que llama “rocío de mar”.
Sabemos que al expresidente galo le han escarbado su vida sin misericordia, pero la historia no olvidadiza le considera hoy un valor del siglo XX.
Entre nuestras asignaturas pendientes está Francia, no en el sentido de nación, sino a recuento de una fogosidad venida de las postrimerías del siglo V, con aquellos amoríos de Clodoveo y Clotilde de Borgoña. Y finalizamos con la voz perenne: ¡Ay, l’amour!
rnaranco@hotmail.com
Estos días en la ciudad mediterránea en que veo cruzarse mis noches, he vuelto a leer unas páginas amorosas de François Mitterrand, presidente francés desde 1981 hasta 1995, y por quien sigo sintiendo admiración. Su acción política necesitaría otras cuartillas aparte, pero en estos instantes de dudas y vacilaciones en la añeja Europa, él, sin mella, volvería a reencarnarse en el estadista que había sido, aún tenido ante sí a otro gigante: Charles De Gaulle.
El creía en el destino de Europa. Tanta ha sido su lucha por ese ideal, que hoy, sin su descomunal esfuerzo, el continente sería diferente.
El país galo no entró dentro de mi ser por los ojos; lo hizo, y de una forma brutal, como un huracán impetuoso. Un grupo de españoles exilados, anarquistas unos, comunistas otros, me llevaron un buen día –era igualmente otoño, las hojas amarillas cubrían los fríos bulevares– a un mitin de un hombre llamado François Mitterrand que se celebraba en Toulouse.
En la ciudad del Garonne esa noche estreché su mano y le escuché hablar. La forma de decir “libertad” –nadie pronuncia esa palabra como un francés– caló hondo en aquel imberbe que salía al encuentro de la vida.
Ahora he revisado su faceta humanitaria y enamoradiza. ¡Ay, l’amour! Tengo la certeza que el país galo es la tierra incomparable del amor apasionado y carnal. Leer ahora las 1.200 cartas de amor de un político supuestamente de figura dura e impávida, hace recordar que del amor y sus dubitativas consecuencias se sabe mucho y poco a su vez.
Mitterrand vivió en su domicilio conyugal con su esposa, la incombustible Danielle Gouze e hijos, manteniendo en todo momento una relación extraconyugal secreta con la que sería el verdadero amor de su existencia. Cuando la pasión desbordada llegó tenía 46 años, y la joven que le hizo la sangre hirviente se llamaba Anne Pingeot. Contaba con 19 años recién cumplidos.
Ya pasado el tiempo de esas epístolas encendidas, sabemos que esa ternura duraría hasta la muerte de uno de los políticos más enigmáticos de Europa. Él y el silencio mantenían un pacto irrompible sobre ese amor ardiente.
Nadie sabía que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados afectivos de una lozana joven que despertó en él un amor inconmensurable y eterno.
El poeta Rainer María Rilke nos dejó dicho: “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.”
El estadista y la joven Anne no serían una reencarnación de Romeo y Julieta, Dante y Beatriz o Tristán e Isolda, aunque una vez conocida su pasión irrompible cruzó las puertas del edén terrenal, lugar elevado donde el amor habla sin bajar la mirada ante los dioses del Olimpo.
Al leer las cartas enviadas durante años a esa afinidad encendida, sabemos cuanta devoción poseía esa figura dura y hasta despiadada en el arroyo de la política, hacia aquella muchachita apenas salida de la pubertad y cuyo lazo febril perduró hasta su muerte.
En homenaje a ellos, leamos alguna de las frases de Mitterrand: “Siento hacia ti la ternura total que exige sin duda nuestra extraña condición: el incesto absoluto. Mi hija, mi amante, mi mujer, mi hermana, mi Anne, mi siempre y mi para siempre”.
Las esquelas son una alianza amorosa inflamada, esplendorosa, inmensa; nadie la pudo frenar. Cada pensamiento de François en Anne –tuvieron una hija de nombre Mazarine– pervive sobre el mundano ruido de la política diaria, y así, en medio de una importante reunión en el palacio del Elíseo, el presidente se encierra en sí mismo, no escucha nada, toma una cuartilla y subraya a su ardor incandescente: “Escribo estas líneas desde la sala del Consejo. Alrededor de la mesa redonda, los dirigentes europeos charlan en voz baja. La señora Thatcher prepara sus armas. Chirac, mi vecino de la derecha, va y viene. A mi izquierda se sienta González (Felipe) el español. Kohl, que preside, suspira”.
Los líderes europeos en ese momento son meras sombras, mientras la mente del adalid de Francia va al encuentro de su ternura enardecida.
Mitterrand, ya expresidente, sabe que el corazón mencionado por Blaise Pascal posee razones que la razón ignora, y así, en sus noches de duermevela debido al cáncer de próstata que padecía y le llevaría a la muerte, va desgranando a la galanteada amada otras misivas ardientes. Francia terminó sabiendo -estando ya él en la sepultura- que el hombre de tesón de acero, espíritu indomable, luchador a tiempo completo, estadista admirable y temido, orgulloso sin freno, tiene sus pensamientos definitivos reposando sobre el corazón de Anne Pingeot y su pequeña Mazarine, niña tierna como un tallo de romero a la que llama “rocío de mar”.
Sabemos que al expresidente galo le han escarbado su vida sin misericordia, pero la historia no olvidadiza le considera hoy un valor del siglo XX.
Entre nuestras asignaturas pendientes está Francia, no en el sentido de nación, sino a recuento de una fogosidad venida de las postrimerías del siglo V, con aquellos amoríos de Clodoveo y Clotilde de Borgoña. Y finalizamos con la voz perenne: ¡Ay, l’amour!
rnaranco@hotmail.com
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones