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El hombre que voy siendo

El hombre de hoy cuya juventud quedó muy atrás, pero que se reconoce y se palpa en cada palabra puesta con suma dificultad en la obra, y que lo relativiza, lo contextualiza y lo lleva en volandas a otear otros caminos...

  • RICARDO GIL OTAIZA

05/06/2022 05:03 am

Mi infancia no fue feliz, las intemperancias de mi padre así como su endemoniado carácter, hacían que viviera aterrado y presa de fantasmas que me acechaban por doquier. Eso generó en mí un oscuro rencor, que se prolongó hasta bien entrada la adolescencia, cuando comenzó a desvanecerse ese abismo abierto entre los dos y que llegó a su culmen cuando yo ya era un adulto, y él comenzó entonces a verme de manera distinta al díscolo hijo menor que se empeñaba en contradecirlo, porque en el fondo no se parecía a él.

Pero el tiempo pasa y es cuando uno comienza a ver la realidad con otros ojos. Ahora que me aproximo a la temprana edad que mi padre tenía cuando se fue de este mundo, mi mirada introspectiva luce deslastrada de rencores y de críticas, y me acerco a su figura con otros lentes: los de la comprensión y la nostalgia. A la luz de mi madurez de hoy siento que él tenía razón en muchas de las cuestiones que en aquel entonces me desarticulaban y sacaban de las casillas, pero que no podía entender, porque no estaba preparado para ello en la dura y auspiciosa escuela de la vida.

En el 2020, en plena pandemia, terminé de corregir un libro que me costó demasiado trabajo escribir, que titulé Pronto llega octubre. Memorias, que publicó en hermosa edición JustFiction! Edition ese mismo año. Sí, me costó mucho escribir. Lo había comenzado a redactar años atrás, y cada vez que me acercaba a sus páginas terminaba cambiando todo y reescribiéndolo, en un afán de precisar sin ruidos lo que ha sido mi vida.
 
No hay nada más complejo en este mundo que escribir un libro autobiográfico y de memorias. Y lo digo yo que no soy principiante en las artes de la escritura, y que tengo sobre mis hombros una extensa obra literaria. La dificultad que hallé estaba en el tono que no lograba articular, y con el que estuviera identificado y me hiciera sentir en plena libertad de expresar lo que llevaba dentro. Primero ensayé con la tercera persona del singular (tratando de buscar distancia), y terminé por fastidiarme y aburrirme al sentir que todo resultaba impostado, como aquellos sonetos que tienes que ponerles una camisa de fuerza para que rimen, y terminan perdiendo su encanto y la poesía misma.

Poco a poco fui depurando el libro (no tan extenso: 230 páginas). Y como el oficio me ha enseñado, lo dejaba enfriar y regresaba a él para encontrarme con la penosa sensación de estar errado en la perspectiva. Un ruido gigantesco se atravesaba en mi camino y terminaba por rehacer de nuevo lo escrito. En ese proceder transcurrieron unos tres o cuatro años, hasta que me pregunté a mí mismo, qué era lo que pasaba, y la respuesta no tardó en llegar: no es fácil desnudarse frente a los lectores y temía mostrarme, caer en el vacío.
 
Cuando lo entendí, y tomé la decisión de lanzarme sin frenos ni atavismos, todo comenzó a fluir. Como por arte de magia se desvanecieron las brumas, y con la excusa de la pandemia y de su larga encerrona, logré por fin ponerle punto final a un libro que me parecía imposible terminar. No obstante, a pesar de lo alcanzado, algo flotaba en las páginas y no daba con ello. Dejé enfriar el texto por enésima vez y con la claridad de una versión definitiva, capté lo que había pasado: mi padre regresaba del pasado y me interpelaba con cariño.

Sin proponérmelo mi padre era el gran protagonista de la obra. No hallé un solo capítulo en el que él no apareciera jugando un papel importante y articulando hechos. No podía creerlo, pero allí estaba, patentizado en la obra, traído de nuevo a la vida y esta vez para saldar nuestras cuentas pendientes. Su figura en cada página me mostraba, no ya al hombre de carácter atrabiliario que marcó con fiereza mi niñez, sino al hombre generoso, capaz de dar a los demás lo que tenía y lo que no tenía, el hombre desprendido que disfrutaba haciendo el bien, aunque en casa sacara sus peores humores.
 
Comprendí entonces su manera de ser, el porqué de sus drásticas decisiones, y le agradecí por hechos que en mi juventud me parecieron que me dañaban, pero que a la postre fueron por mi bien. Mis memorias se convirtieron así en una carta de despedida, en un cierre de ciclos, en un mágico reencuentro en el que la palabra reconciliación no está presente, pero no hacía falta, porque es el eje central de un libro que escribí de memoria, sí, pero con adrenalina y sobresalto, con la certeza de avistar nuevos horizontes, así como cerrar hiatos presentes desde mi lejana niñez, y que no había podido conjurar por el temor a destapar la botella y dejar así escapar los demonios que nos atenazan a todos.
 
El niño que llevo dentro renació en mis páginas, así como también el adolescente tímido que se ruborizaba con facilidad, y el adulto que se abrió camino sin tirar codazos a nadie, pero eso sí: ayudando a los otros sin mezquindad. El hombre de hoy cuya juventud quedó muy atrás, pero que se reconoce y se palpa en cada palabra puesta con suma dificultad en la obra, y que lo relativiza, lo contextualiza y lo lleva en volandas a otear otros caminos. El hijo que se ve en el espejo de su padre, al que ya se parece en lo físico, aunque los distancien estilos y atavismos. El hombre que en definitiva voy siendo en medio de alegrías y tristezas, de aciertos y de errores, pero sin perder las esperanzas por un nuevo renacer del país y del mundo, que hoy se caen a pedazos.
 
rigilo99@gmail.com  
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