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El tiempo y sus huellas

Solemos hacernos los locos con el tiempo y sus grandes implicaciones, como si tapar el sol con un dedo hubiera resuelto los problemas del ser humano desde sus inicios sobre la Tierra. Por la historia sabemos que no es así...

  • RICARDO GIL OTAIZA

29/05/2022 05:03 am

A pesar de que la noción de un tiempo medido que nos otorga a las personas una “cronología” de vida, es una mera invención del ser humano, su peso sobre todos los seres vivientes es inconmensurable. Las grandes civilizaciones se ocuparon de él: los griegos y los romanos, y hasta los pueblos de Mesoamérica. Si se quiere, nadie puede excluirse del tiempo, porque su isócrono pendular sobre nosotros es inexorable y terrible.

Vivimos hundidos en una cotidianidad que nos empuja siempre a resolver, a alcanzar metas, a ir de aquí a allá intentando dirimir todos nuestros afanes. Sin embargo, la vorágine de todo ese corre-corre es engañosa, porque nos sustrae de lo esencial: vivir en profundidad cada momento y estar en sintonía con nuestro tiempo histórico. Ese tiempo histórico implica, sin más, nuestras relaciones interpersonales en el presente: padres, hijos, pareja, amigos, y todos aquellos quienes forman parte de un abanico de acción más o menos universal.

El tiempo nos arrolla en una dinámica desenfrenada, y sin percatarnos nos perdemos en sus márgenes. La vida pasa y no pasamos por ella, sencillamente estamos reactivos y en piloto automático, sin percibir muchas veces el inmenso espectro que tenemos por delante de enriquecer las horas y los días, de hacer más gratas nuestras relaciones e intercambios. Siempre estamos atendiendo urgencias, apagando fuegos, y vamos dejando lo más relevante, la esencia de nuestro paso terrenal: ser sencillamente más humanos.

El tiempo pasa, y con él la vida misma. Cuando abrimos los ojos frente a la realidad es que nos cercioramos del error: envejecimos, dejamos pasar las oportunidades, los hijos se marcharon de casa a realizar su destino, y el cambio nos hunde en la perplejidad. Nuestro mundo se ha transformado, se ha hecho añicos, nada de lo anterior ha quedado, todo ha sufrido una metamorfosis impactante, y esto nos hace sufrir. Como mecanismo de defensa nos negamos, rechazamos lo que vemos, pero poco a poco vamos cayendo en la cuenta de que nos hemos perdido en un maremágnum de cosas que eran supuestamente las importantes, dejando de lado lo que más tenía valor: los afectos.

Nos miramos en el espejo y creemos que somos los mismos, pero no es así. Actuamos por mapas mentales y ellos son terriblemente insinceros. Solo vemos lo que queremos ver. Al dejar enfriar los procesos y cerrar un poco la página del día a día, es cuando nos enteramos de que ya no somos los que éramos, y hallamos hondas cicatrices que llegan directo al alma. Si como siempre se ha dicho “los ojos son el reflejo del alma”, pues nuestra mirada acusa sin rubor la interioridad y la pesada carga de todo lo vivido.

Unos más que otros nos angustiamos por el tiempo. Hay quienes lo dejan pasar sin mucha tribulación, mientras que otros acusan una enorme perspectiva. Cuando leemos a Jorge Luis Borges, por ejemplo, vemos cómo el tiempo, entre muchas otras variables y temáticas, está presente en buena parte de su obra en prosa y en poesía. Tanta es la presencia del tiempo en Borges, que podría decirse que es uno de sus leitmotive, todo lo cual conjunta, qué duda cabe, disquisiciones de carácter filosófico, que se entremezclan con relatos, poemas, anécdotas y humoradas. El tiempo es en Borges angustia existencial, apresuramiento frente a lo no acabado, reflexión ontológica que nos lleva a densas honduras.

El paso del tiempo como realidad y como noción filosófica ha marcado huella civilizatoria, lo que nos hace entrever, sin mucho esfuerzo, lo que implica en nuestra vidas y cómo los seres humanos nos mecemos entre vivirlo a plenitud y despilfarrarlo en trivialidades. Suele prevalecer lo segundo, con la tonta excusa de que “ya habrá tiempo para eso”, cuando sabemos de antemano que contra su paso nada podemos hacer, y que los minutos y las horas perdidas no tienen vuelta atrás. El tiempo como misterio y como verdad absoluta, no es reversible.

Si bien los antiguos estoicos y algunos otros filósofos más o menos recientes, como Schopenhauer y su seguidor Friedrich Nietzsche, por ejemplo, plantearon la interesante noción del eterno retorno, sabemos por la experiencia humana que la causalidad no nos exime de recibir las arremetidas y los bandazos de su transcurrir. Puede que regresen circunstancias y hechos, y hasta sentimientos e ideas, que la humanidad viva de nuevo episodios lejanos, pero suelen ser con otros actores y connotaciones. La circularidad del tiempo no nos exime de caer abatidos frente a él, y a fin de cuentas eso es lo que más debería contar para nosotros que nos sabemos finitos.

Solemos hacernos los locos con el tiempo y sus grandes implicaciones, como si tapar el sol con un dedo hubiera resuelto los problemas del ser humano desde sus inicios sobre la Tierra. Por la historia sabemos que no es así. Nos queda, por ensayo y error, que asumir las tareas del vivir con la mirada puesta en la esencialidad de la existencia, sin perder de vista las no tan sutiles circunstancias que se nos van presentando como resultado del paulatino transcurrir de los días y de los años. Vivir bajo una óptica poética debería ser nuestra estrategia, porque ella nos permite el disfrute de cada momento, el atisbar más allá de nuestro acotado horizonte lo mejor y lo perdurable en nuestra más cercana realidad, así como la del planeta en su más certera e inequívoca completitud y grandeza.

rigilo99@gmail.com
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