Cómo se cuece una obra
Siento que he cerrado un importante proceso en mi vida. La novela lleva por título La bendición final (que no varió con el tiempo) y es breve (aunque llegó a tener casi trescientas páginas)
Suelo afirmar que soy autor de treinta y seis libros en distintos géneros, cuestión que es cierta, pero quiero precisar. De entrada me parecen demasiados libros, aunque conozco colegas que con menos edad tienen muchos más, pero siempre he pensado que la actividad literaria no es una carrera por llegar a un top de publicaciones, sino de detenerse a saborear la escritura, a depurar, a podar aquí y allá; de no publicar lo que no está listo para ser leído, por más apuro que tengamos. En este sentido, es mucho el respeto que siento por la palabra escrita, y casi podría decir que es algo reverencial y sublime, lo que me empuja a frenar mis ansias de publicar cuando no siento que lo escrito esté a la altura de mis propias expectativas autorales.
Repito, no es cuestión de sumar libros a nuestro currículo, eso cualquiera puede hacerlo, sino de entregar aquellos libros que sean expresión profunda y honesta de nuestro pensamiento y creatividad y, déjenme decirles, que este aspecto no es nada sencillo de alcanzar, de allí la escala de grises; de allí lo que dicen sus páginas. Hay libros sin alma, vacíos de espíritu, ajenos a la sensibilidad de los lectores, porque solo responden a las ansias del ego o del bolsillo. Publicar por el único interés de vender, es una mácula profunda a la esencia de lo literario.
Por experiencia sé que muchos de nuestros libros no nacen en el momento de la escritura, sino que han estado dentro de nosotros; quizás desde las tiernas edades. Hay libros que no fueron pensados, sino que emergen de la conjunción de páginas que sí lo fueron para que terminaran en libro, y no por ello son menos representativos de una determinada obra. Es decir, el nacimiento de un libro no es cuestión de una fecha impresa en la página legal, y suele ser confuso para un autor, porque bien sabe que venía dando vueltas en su cabeza desde hacía años, y por diversas causas se materializa décadas después.
Siempre pensé que la mejor escuela para un escritor era la lectura, y en eso he sido un poseso, he leído a escala superlativa y he batido mis propios récords. Si bien es cierto que quise estudiar letras en la universidad, pronto me percaté que había sido acertada mi decisión de no hacerlo, ya que las escuelas de letras no forman escritores, sino que sus perfiles están orientados al estudio del hecho literario, a la crítica, a la teoría literaria. Y eso no era lo que anhelaba. Es más, sé de potenciales escritores que vieron morir su gusanito literario, luego de haber hecho carrera académica, porque fueron desviados de sus objetivos personales y luego de los años terminaron por ser estudios de la literatura, y no escritores. Sé de casos que sí lo lograron: bien por ellos, algunos son mis amigos.
En mi veintena escribí una novela en una pequeña máquina portátil, y esas cuartillas han rodado durante décadas de un lado a otro, y es ahora que alcanzan su concreción. En aquel entonces, a pesar de mi inexperiencia, sentía que dicho libro no era digno de la imprenta. Confieso que en materia literaria soy autodidacto, jamás me formé en escuela alguna para ello, ni asistí a talleres literarios, ni me hice asesorar de “expertos”. ¿Autosuficiencia? No lo creo. Más bien timidez a mostrarme y abrir mi corazón.
Sí, fui muy tímido en mi juventud, me sonrojaba por cualquier razón, y me moría de miedo por el solo hecho de pensar que alguien leyera mis escritos y descubriera mi intimidad. Eso de desnudarme en público no va conmigo (y lo digo literalmente, jamás me han gustado las piscinas, aunque sí el mar), así como tampoco aquello de hablar de mis cosas íntimas y personales, sin embargo, la timidez de mostrar mis escritos la fui venciendo a medida que tomé confianza en mi propia capacidad, y hoy tengo que morderme la lengua para no meterme en líos, porque suelo decir, sin sonrojos, lo que me viene en gana. En otras palabras: el tiempo y la experiencia en la escritura me hicieron un tanto “desvergonzado”.
Volviendo a esa novela primigenia, pues un día, malhumorado porque era un auténtico bodrio, y rechazada como fue por una editorial (la remití para echar un tirito al aire, sin prever que estaba plagada de inconsistencias de toda laya), la tiré a la basura. Años después, cuando llegó la añoranza, me arrepentí de haberlo hecho, pero mi buena esposa, precavida como es, sin que yo lo advirtiera, la recogió del cesto y la guardó en un sobre manila para cuando llegaran tiempos mejores. Cuando la tuve nuevamente frente a mí, agradecí a los cielos por lo que había hecho mi esposa, y me dispuse a reescribirla.
Debo confesar que la novela en cuestión fue renaciendo lentamente de las cenizas, y bajo la égida de las intermitencias propias de mis buenos y malos humores. Sin mentirles, el año pasado casi finalicé su reescritura (en octubre, aunque ahora en febrero la retomé y le hice profundos cambios), y este 2022 cumple el texto novelesco treinta años de su primera versión. Y lo sé porque tuve la precaución entonces de poner al pie del mismo la fecha de finalización: 24 de octubre de 1992.
Estoy feliz por eso, y siento que he cerrado un importante proceso en mi vida. La novela lleva por título La bendición final (que no varió con el tiempo) y es breve (aunque llegó a tener casi trescientas páginas). No sé si algún día la publique, pero no traicioné al joven que la escribió lleno de sueños.
rigilo99@gmail.com
Repito, no es cuestión de sumar libros a nuestro currículo, eso cualquiera puede hacerlo, sino de entregar aquellos libros que sean expresión profunda y honesta de nuestro pensamiento y creatividad y, déjenme decirles, que este aspecto no es nada sencillo de alcanzar, de allí la escala de grises; de allí lo que dicen sus páginas. Hay libros sin alma, vacíos de espíritu, ajenos a la sensibilidad de los lectores, porque solo responden a las ansias del ego o del bolsillo. Publicar por el único interés de vender, es una mácula profunda a la esencia de lo literario.
Por experiencia sé que muchos de nuestros libros no nacen en el momento de la escritura, sino que han estado dentro de nosotros; quizás desde las tiernas edades. Hay libros que no fueron pensados, sino que emergen de la conjunción de páginas que sí lo fueron para que terminaran en libro, y no por ello son menos representativos de una determinada obra. Es decir, el nacimiento de un libro no es cuestión de una fecha impresa en la página legal, y suele ser confuso para un autor, porque bien sabe que venía dando vueltas en su cabeza desde hacía años, y por diversas causas se materializa décadas después.
Siempre pensé que la mejor escuela para un escritor era la lectura, y en eso he sido un poseso, he leído a escala superlativa y he batido mis propios récords. Si bien es cierto que quise estudiar letras en la universidad, pronto me percaté que había sido acertada mi decisión de no hacerlo, ya que las escuelas de letras no forman escritores, sino que sus perfiles están orientados al estudio del hecho literario, a la crítica, a la teoría literaria. Y eso no era lo que anhelaba. Es más, sé de potenciales escritores que vieron morir su gusanito literario, luego de haber hecho carrera académica, porque fueron desviados de sus objetivos personales y luego de los años terminaron por ser estudios de la literatura, y no escritores. Sé de casos que sí lo lograron: bien por ellos, algunos son mis amigos.
En mi veintena escribí una novela en una pequeña máquina portátil, y esas cuartillas han rodado durante décadas de un lado a otro, y es ahora que alcanzan su concreción. En aquel entonces, a pesar de mi inexperiencia, sentía que dicho libro no era digno de la imprenta. Confieso que en materia literaria soy autodidacto, jamás me formé en escuela alguna para ello, ni asistí a talleres literarios, ni me hice asesorar de “expertos”. ¿Autosuficiencia? No lo creo. Más bien timidez a mostrarme y abrir mi corazón.
Sí, fui muy tímido en mi juventud, me sonrojaba por cualquier razón, y me moría de miedo por el solo hecho de pensar que alguien leyera mis escritos y descubriera mi intimidad. Eso de desnudarme en público no va conmigo (y lo digo literalmente, jamás me han gustado las piscinas, aunque sí el mar), así como tampoco aquello de hablar de mis cosas íntimas y personales, sin embargo, la timidez de mostrar mis escritos la fui venciendo a medida que tomé confianza en mi propia capacidad, y hoy tengo que morderme la lengua para no meterme en líos, porque suelo decir, sin sonrojos, lo que me viene en gana. En otras palabras: el tiempo y la experiencia en la escritura me hicieron un tanto “desvergonzado”.
Volviendo a esa novela primigenia, pues un día, malhumorado porque era un auténtico bodrio, y rechazada como fue por una editorial (la remití para echar un tirito al aire, sin prever que estaba plagada de inconsistencias de toda laya), la tiré a la basura. Años después, cuando llegó la añoranza, me arrepentí de haberlo hecho, pero mi buena esposa, precavida como es, sin que yo lo advirtiera, la recogió del cesto y la guardó en un sobre manila para cuando llegaran tiempos mejores. Cuando la tuve nuevamente frente a mí, agradecí a los cielos por lo que había hecho mi esposa, y me dispuse a reescribirla.
Debo confesar que la novela en cuestión fue renaciendo lentamente de las cenizas, y bajo la égida de las intermitencias propias de mis buenos y malos humores. Sin mentirles, el año pasado casi finalicé su reescritura (en octubre, aunque ahora en febrero la retomé y le hice profundos cambios), y este 2022 cumple el texto novelesco treinta años de su primera versión. Y lo sé porque tuve la precaución entonces de poner al pie del mismo la fecha de finalización: 24 de octubre de 1992.
Estoy feliz por eso, y siento que he cerrado un importante proceso en mi vida. La novela lleva por título La bendición final (que no varió con el tiempo) y es breve (aunque llegó a tener casi trescientas páginas). No sé si algún día la publique, pero no traicioné al joven que la escribió lleno de sueños.
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