Ser docentes
Nuestra mirada como docentes deberá cambiar y no vernos como eruditos que nos paramos frente a un grupo de “ignorantes” en quienes vamos a depositar los conocimientos (la concepción bancaria de la educación de Paulo Freire)
Parafraseando al poeta español Antonio Machado podría decir que el docente se hace al andar, y es la experiencia adquirida a lo largo del tiempo, y la conciencia que se tenga de ella y cómo nos realimenta, la que nos permitirá ser docentes universitarios en toda su amplia acepción lingüística y humana.
No es docente universitario el que gana un concurso de credenciales o de oposición: ese hecho, relevante, por supuesto, es el que marca el inicio del camino, y es a partir de entonces cuando esa persona deberá abrirse al mundo y a los otros para hacerse merecedora de tamaña distinción. Ser docente es una dignidad y, lamentablemente, muchos no la merecen y más les valdría apartarse para que no se erijan en factores de destrucción de la vida de muchos jóvenes. Déjenme decirles: un buen profesor puede marcar la vida de otra persona, y convertirse en factor de cambio y de crecimiento; un mal profesor puede llevar a los otros a insondables abismos existenciales.
Mi vida académica la desplegué con muchachos de los semestres intermedios y siempre hallaba en ellos una mirada limpia y cristalina; una sonrisa diáfana y esperanzada. Años después, cuando me topaba con ellos en los pasillos o en el cafetín, casi a punto de graduarse, observaba con preocupación que su mirada ya no era la misma, que había perdido el brillo propio de la juventud. No les preguntaba nada, los felicitaba por la meta que estaban a punto de coronar, pero por dentro me embargaba la tristeza, sabía que la experiencia los había hecho perder los ímpetus y quebrar los sueños. Sabía que habían sufrido más de lo debido, que pasaron por grandes decepciones, que los acallaron en sus inquietudes y en sus fantasías juveniles. Mientras conversaba con ellos me decía a lo interno: “¡Dios, no hay derecho a que les hagamos esto!” ¿Que cómo lo sabía? Porque a mí me lo hicieron, y sufrí lo indecible.
Ha llegado el momento del despertar, tenemos en nuestras manos las herramientas para hacer de nuestros estudiantes factores de cambio social y civilizatorio. La docencia no es una ciencia exacta; es más, no es en sí misma una ciencia, forma parte de las Ciencias de la Educación, que entran en la gran área humanística. Es decir, somos docentes en distintas carreras, pero es el humanismo el deberá prevalecer a la hora de erigirnos en formadores del talento humano. Y esas son palabras mayores.
Podremos tener doctorado y productos: libros, capítulos de libros, páginas Web, patentes, lo que sea, pero si nos creemos el centro del universo y que nuestra palabra no acepta réplicas, y si somos arrogantes y autosuficientes, todo aquello se desvanece como castillos de arena. Se requiere por parte de los docentes una actitud pluridimensional, horizontal, sinérgica, empática que nos haga saber, que quienes tenemos al frente en el aula no son robots, ni tontos, ni alienígenas, sino seres humanos pensantes, con sueños e ilusiones como nosotros.
En la medida que bajen nuestras ínfulas de “Profes” y de “Doctores” y tomemos conciencia de la importancia de nuestra labor como docentes, en esa misma proporción irán emergiendo de nosotros todos aquellos factores que nos harán coprotagonistas del hecho educativo y, por ende, del cambio epocal que vivimos. Créanme, por muy pequeña que sintamos nuestra labor en nuestra aula o en nuestro laboratorio, allí estamos construyendo el mundo.
Recuerdo que una vez un eximio profesor nos dijo algo que cambió para siempre mi visión del aula de clases: “hagan del aula prisión un aula nación”. Me quedé en shock. En el instante eran tantas las imágenes que llegaban a mi mente y tantas las emociones, que no podía sopesar en toda su magnitud aquel mazazo. Lo que nos decía el profesor era el giro copernicano que necesitaba para seguir adelante y darle un vuelco a mi propia docencia y a mi vida. De qué nos valía a nosotros ser duchos en las áreas de experticia profesional, si aquel espacio en donde estábamos reunidos era ni más ni menos una prisión física, para la mente y para el alma. Aquella hermosa frase nos invitaba a abrirnos al mundo, a quitarnos las anteojeras, a mirar hacia la vastedad y la complejidad que se nos muestra a cada instante.
Nuestra mirada como docentes deberá cambiar y no vernos como eruditos que nos paramos frente a un grupo de “ignorantes” en quienes vamos a depositar los conocimientos (la concepción bancaria de la educación de Paulo Freire). Si en lugar de eso asumimos la mirada de quien está frente a un par en formación: frente a alguien quien posiblemente en poco tiempo alcance elevadas cimas de realización personal y profesional, la perspectiva se eleva sobre la media. Si asumimos que los estudiantes y los profesores formamos parte de un mismo binomio, y que tenemos que interaccionar con respeto, pero con franqueza y horizontalidad, nos quitaremos de los hombros la pesada carga de considerarnos los “más importantes” y redimensionaremos así ese espacio académico que deberá ser muestra inequívoca de la realidad que afronta el mundo, y no solo una alícuota de él.
Que el ser docentes hoy, en el punto más bajo de nuestro espectro como nación, no arrastre consigo lo peor de nosotros, sino que la sociedad vea un espejo en el que le agrade mirarse, y que las venideras generaciones encuentren en nosotros la llama que nunca se extinguió, la voz que no se apagó, el camino que no fue cerrado.
rigilo99@gmail.com
No es docente universitario el que gana un concurso de credenciales o de oposición: ese hecho, relevante, por supuesto, es el que marca el inicio del camino, y es a partir de entonces cuando esa persona deberá abrirse al mundo y a los otros para hacerse merecedora de tamaña distinción. Ser docente es una dignidad y, lamentablemente, muchos no la merecen y más les valdría apartarse para que no se erijan en factores de destrucción de la vida de muchos jóvenes. Déjenme decirles: un buen profesor puede marcar la vida de otra persona, y convertirse en factor de cambio y de crecimiento; un mal profesor puede llevar a los otros a insondables abismos existenciales.
Mi vida académica la desplegué con muchachos de los semestres intermedios y siempre hallaba en ellos una mirada limpia y cristalina; una sonrisa diáfana y esperanzada. Años después, cuando me topaba con ellos en los pasillos o en el cafetín, casi a punto de graduarse, observaba con preocupación que su mirada ya no era la misma, que había perdido el brillo propio de la juventud. No les preguntaba nada, los felicitaba por la meta que estaban a punto de coronar, pero por dentro me embargaba la tristeza, sabía que la experiencia los había hecho perder los ímpetus y quebrar los sueños. Sabía que habían sufrido más de lo debido, que pasaron por grandes decepciones, que los acallaron en sus inquietudes y en sus fantasías juveniles. Mientras conversaba con ellos me decía a lo interno: “¡Dios, no hay derecho a que les hagamos esto!” ¿Que cómo lo sabía? Porque a mí me lo hicieron, y sufrí lo indecible.
Ha llegado el momento del despertar, tenemos en nuestras manos las herramientas para hacer de nuestros estudiantes factores de cambio social y civilizatorio. La docencia no es una ciencia exacta; es más, no es en sí misma una ciencia, forma parte de las Ciencias de la Educación, que entran en la gran área humanística. Es decir, somos docentes en distintas carreras, pero es el humanismo el deberá prevalecer a la hora de erigirnos en formadores del talento humano. Y esas son palabras mayores.
Podremos tener doctorado y productos: libros, capítulos de libros, páginas Web, patentes, lo que sea, pero si nos creemos el centro del universo y que nuestra palabra no acepta réplicas, y si somos arrogantes y autosuficientes, todo aquello se desvanece como castillos de arena. Se requiere por parte de los docentes una actitud pluridimensional, horizontal, sinérgica, empática que nos haga saber, que quienes tenemos al frente en el aula no son robots, ni tontos, ni alienígenas, sino seres humanos pensantes, con sueños e ilusiones como nosotros.
En la medida que bajen nuestras ínfulas de “Profes” y de “Doctores” y tomemos conciencia de la importancia de nuestra labor como docentes, en esa misma proporción irán emergiendo de nosotros todos aquellos factores que nos harán coprotagonistas del hecho educativo y, por ende, del cambio epocal que vivimos. Créanme, por muy pequeña que sintamos nuestra labor en nuestra aula o en nuestro laboratorio, allí estamos construyendo el mundo.
Recuerdo que una vez un eximio profesor nos dijo algo que cambió para siempre mi visión del aula de clases: “hagan del aula prisión un aula nación”. Me quedé en shock. En el instante eran tantas las imágenes que llegaban a mi mente y tantas las emociones, que no podía sopesar en toda su magnitud aquel mazazo. Lo que nos decía el profesor era el giro copernicano que necesitaba para seguir adelante y darle un vuelco a mi propia docencia y a mi vida. De qué nos valía a nosotros ser duchos en las áreas de experticia profesional, si aquel espacio en donde estábamos reunidos era ni más ni menos una prisión física, para la mente y para el alma. Aquella hermosa frase nos invitaba a abrirnos al mundo, a quitarnos las anteojeras, a mirar hacia la vastedad y la complejidad que se nos muestra a cada instante.
Nuestra mirada como docentes deberá cambiar y no vernos como eruditos que nos paramos frente a un grupo de “ignorantes” en quienes vamos a depositar los conocimientos (la concepción bancaria de la educación de Paulo Freire). Si en lugar de eso asumimos la mirada de quien está frente a un par en formación: frente a alguien quien posiblemente en poco tiempo alcance elevadas cimas de realización personal y profesional, la perspectiva se eleva sobre la media. Si asumimos que los estudiantes y los profesores formamos parte de un mismo binomio, y que tenemos que interaccionar con respeto, pero con franqueza y horizontalidad, nos quitaremos de los hombros la pesada carga de considerarnos los “más importantes” y redimensionaremos así ese espacio académico que deberá ser muestra inequívoca de la realidad que afronta el mundo, y no solo una alícuota de él.
Que el ser docentes hoy, en el punto más bajo de nuestro espectro como nación, no arrastre consigo lo peor de nosotros, sino que la sociedad vea un espejo en el que le agrade mirarse, y que las venideras generaciones encuentren en nosotros la llama que nunca se extinguió, la voz que no se apagó, el camino que no fue cerrado.
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