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El maestro de Borges

...se justifica hoy, cuando hallamos un panorama literario sujeto a lo superfluo, a la literatura complaciente (pero que vende), que no requiere del lector el menor esfuerzo intelectual, y que produce una suerte de aletargamiento

  • RICARDO GIL OTAIZA

02/01/2022 05:03 am

Traigo para este comienzo de año la reseña de un libro que termino de leer, y que me ha dejado una impresión si se quiere ambigua. Se trata de Una novela que comienza, del celebérrimo autor argentino Macedonio Fernández, editada por la casa madrileña Drácena (2021), en su colección Singulares, con Prólogo de Alicia Borinsky y Epílogo de Gastón Segura. Si bien el título de la obra hace referencia a una “novela”, se trata de textos rompedores de lo establecido, que más que narrativa se perfilan como una suerte de prólogos, en los que el lector deberá tener un papel estelar, ya que se le conmina a ser parte de ese juego creativo (a veces obtuso) que nos presenta un autor, a quien el propio Jorge Luis Borges se refirió como a un “maestro”.

Más que novela, repito, todo lo que contiene el pequeño tomo son breves disquisiciones de carácter filosófico, meros ejercicios (más de las veces retazos), ajenos por lo tanto al canon de lo novelesco, en los que el hipérbaton como recurso incisivo rompe la lógica y la coherencia de lo expresado, para invitarnos a pensar, a reflexionar una y otra vez sobre lo mismo, a dialogar con el autor en un intento por descifrar y comprender lo leído (lo que a veces no conseguimos).
 
Hallamos en el libro de Fernández fragmentos transgresores, contradictorios, que junto al resto de su escasa obra se erigen en una especie de catecismo de una posible nueva estética literaria, que insignes figuras como Ramón Gómez de la Serna, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ricardo Piglia y Roberto Arlt, siguieron a lo largo de su camino intelectual y creador, y que de alguna manera marcaron sus prosas y sus improntas autorales, y dejaron honda huella en los derroteros de la literatura de la Argentina y de este lado del mundo, durante buena parte del siglo XX (e incluso en las dos primeras décadas del presente).

Si bien el Prólogo de Alicia Borinsky y el magnífico Epílogo de Gastón Segura ratifican el halo de humor del texto en cuestión, y nos dan luces y claves para adentrarnos sin mayores traumas en el enrevesado libro, en lo particular no hallé esa veta humorística, ocupado como estaba en darle un sentido y una lógica a un conjunto de ideas que suenan geniales, y que nos hacen recapacitar desde la “excesiva” lucidez (hiperlucidez, la llama Borinsky), y desde lo metafísico, pero que no presentan orden ni concierto a la hora de hilvanar una posible secuencia desde el absoluto vacío argumental.
 
Hay, eso sí, un profuso deseo por parte de Macedonio Fernández de establecer comunicación con sus lectores, y para ello echa mano del recurso de la teatralidad, para inventarse diálogos con quienes desvelamos atónitos sus páginas, sin la posibilidad cierta de llegar íntegros a la otra orilla y dar fe de lo leído. En todo caso, hay, qué duda cabe, desconcierto con un texto confuso, a veces ilegible, que busca ser pedagógico (o más bien didáctico) en el ideal macedoniano de alcanzar lo que él llama como la “primera novela buena”, pero que se queda en la mera intención dialógica con el supuesto lector, quien ante los ojos del autor de este inaudito y autárquico libro debería constituirse además en creador a partir de lo leído.

Al inicio de su Epílogo Segura expresa algo que nos lleva a la reflexión: “Ante el actual panorama literario, publicar a Macedonio Fernández, es una absoluta provocación.” Y luego entendemos el porqué. La propuesta macedoniana de construir una nueva estética de lo novelesco se justificó ayer, con la emersión de los cuentos transgresores de Borges y de Cortázar, por ejemplo, que produjeron remezón en el panorama literario, no solo en la Argentina, sino en el mundo de habla hispana. Ni decir Rayuela, del segundo.
 
Con respecto al caso Borges, fue él, qué duda cabe, quien impregnó a sus compañeros de la generación ultraísta del espíritu de ese viejo estrafalario llamado Macedonio (a quien conoció en la infancia al ser amigo de su padre), de su extraña filosofía y explicación de la vida, de su desdén por los honores y por la obra literaria como un monumento al ego, de su anhelo por hacer de lo escrito un medio y no un fin, lo que lleva inexorablemente a no apurarse por publicar si no se tiene la conciencia clara acerca de lo que ello significa.
 
Podríamos incluir también a Augusto Monterroso (por la vía de Alfonso Reyes), cuya impronta del texto infractor, breve e incisivo, es decir, con gran economía de lenguaje y profuso impacto psicológico y estético, trajo consigo una manera “distinta” de ver al denostado género del cuento, que suele tomarse como a un hermano menor de la novela. Influyó además en la construcción de su única y pretendida novela: Lo demás es silencio, en donde nos cuenta la vida (¿biografía?) de Eduardo Torres; siendo éste el más macedoniano de los textos del autor guatemalteco nacido en Tegucigalpa, cuyo centenario de nacimiento conmemoramos el 21 de diciembre.
 
Y se justifica hoy, cuando hallamos un panorama literario sujeto a lo superfluo, a la literatura complaciente (pero que vende), que no requiere del lector el menor esfuerzo intelectual, y que produce una suerte de aletargamiento que le permite consumir los textos de manera pasiva, como quien se instala frente a la pantalla y devora sin perturbación los programas y las series.
 
rigilo99@gmail.com
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