El género en la literatura
No porque yo sea un hombre mi literatura tiene que hablarle solo a los de mi sexo, porque amén de ridículo sería castrante y una suerte de espejo deformante de la realidad del existir. Las letras tienen que estar dirigidas a todos, sin distingos...
Se nos dice que por haber más lectoras, pues las editoriales les dan preeminencia a sus escritos, quedando los hombres en desventaja. Se ha de suponer, bajo esta noción del mercado, que las mujeres son las que más compran libros. Todo esto me parece que tiene cierta lógica, ya que el mercado editorial no es distinto al resto de los rubros: entre mayor demanda hay así una mayor oferta. Hasta aquí, todo bien. Sin embargo, de un tiempo a esta parte pareciera que la dinámica del mundo de las letras haya tomado otros derroteros, ya que se nos habla de literatura femenina y masculina, lo que a mi manera de entender el hecho literario, no solamente es un absurdo, sino una completa aberración, al tergiversarse las bellas letras y responder así a una moda que busca escindir la concepción que tenemos sobre la vida y las artes.
En lo particular, cuando me acerco a una obra (pintura, escultura, música, película, libro, etcétera) no me preocupa ni me interesa el género de quien la firma, sino su belleza y su calidad para atraparme entre sus garras y conmoverme en lo más profundo de mi ser. Creo, eso sí, en el carácter universal de la cultura: sin etiquetas, sin dogmas, sin ideologías y sin intereses tribales. En lo particular, considero que como escritor no dirijo mi obra al segmento masculino ni al femenino en particular, sino a un “todo” que deberá hacerse presa de lo que cuento, y que ese “todo” se sienta identificado con mi propuesta estética.
De un tiempo a esta parte observo con cierta cautela que muchas de las escritoras centran sus escritos para atraer a sus pares: es decir, “feminizan” sus obras de tal manera que sean las mujeres quienes se acerquen a los libros (historias de heroínas, personajes femeninos, anhelos femeninos y paremos de contar). Amén de arribismo y de oportunismo, por el punto de inflexión cultural que vivimos, me parece que es un criterio sesgado, sin riqueza de miradas y de una chatura inconmensurable. No me canso de repetirlo: la vida nos junta, nos mezcla, nos hace dependientes unos de otros; nos cría y nos educa juntos, nos hace complementarios.
Mi literatura no es masculina ni dirigida a mis iguales, sino que busca la universalidad genérica. Es más, los personajes de mayor peso de dos de mis libros más representativos en mi obra son mujeres. En Una línea indecisa (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1999) el personaje central es Elodia Carolina Pérez Bonalde, una nonagenaria extraordinaria, que lleva todos los hilos de la narración, aunque la excusa sea contar las vicisitudes de su hermano Juan Antonio Pérez Bonalde, el poeta lírico venezolano, autor del hermosísimo poema Vuelta a la Patria, aposentado en Nueva York, hundido en una profunda melancolía y atenazado por los opiáceos. Es Elodia Carolina la que cautiva al lector, la que se gana su confianza, la que le insufla verosimilitud a lo narrado. Es un personaje hermoso pero complejo, ha habido varias tentativas para llevarlo a las tablas en unos monólogos, pero no se ha podido concretar, porque se requiere que la actriz que la encarne sea de muchos quilates, con una memoria extraordinaria, con una capacidad histriónica excepcional, y eso a veces es un tanto difícil de hallar. No pierdo la esperanza de ver a mi Elodia Carolina en las tablas, contándonos al poeta, narrándonos su soledad y su riqueza espiritual.
Mi segundo personaje femenino de gran pegada es doña Josefa Ramírez de la Parra, esposa de Gregorio Rivera y Sologuren, de mi novela Sabía que era inmortal (Equinoccio y El Estilete, 2016, que circuló entre nosotros en el 2018). Si bien la novela tiene a Gregorio como protagonista, al haber cometido un hecho criminal que trastocó para siempre su vida, la de su familia y la de la ciudad, es Josefa la que toma los espacios narrativos y se apodera de la atención de los lectores, es ella la que sufre las consecuencias directas del crimen de su esposo, pero no se amilana, sino que se redimensiona para convertirse en una suerte de heroína, adelantada a su tiempo, dándole así a su perfil y a su impronta un inesperado giro copernicano.
Es decir, no porque yo sea un hombre mi literatura tiene que hablarle solo a los de mi sexo, porque amén de ridículo sería castrante y una suerte de espejo deformante de la realidad del existir. Las letras tienen que estar dirigidas a todos, sin distingos de ninguna especie. No obstante, son más las autoras con las que me topo a diario cuyas propuestas son una suerte de “feminismo literario” que me aburre y muy pronto abandono.
Esta es una de las razones por la que dejé de leer hace ya bastantes años a la escritora chilena Isabel Allende. Me harté de su ceguera. Y como a ella, a muchas otras, que también se quedaron anquilosadas, petrificadas, atenazadas a una concepción plana, segmentada, unidimensional, que busca la tajada del mercado que supuestamente tienen “asegurada” en el sector femenino, pero que las aleja de la verdad verdadera, de la vida con todas sus variables y sus aristas buenas y malas, edificantes unas, pero también rastreras. Ni más ni menos: la existencia que se cuece en las calles, en los hogares, en el mundo como ambivalencia, en donde nos mecemos entre lo humano y lo divino, entre la vida y la muerte.
rigilo99@gmail.com
@RicardoGilOtaiza
En lo particular, cuando me acerco a una obra (pintura, escultura, música, película, libro, etcétera) no me preocupa ni me interesa el género de quien la firma, sino su belleza y su calidad para atraparme entre sus garras y conmoverme en lo más profundo de mi ser. Creo, eso sí, en el carácter universal de la cultura: sin etiquetas, sin dogmas, sin ideologías y sin intereses tribales. En lo particular, considero que como escritor no dirijo mi obra al segmento masculino ni al femenino en particular, sino a un “todo” que deberá hacerse presa de lo que cuento, y que ese “todo” se sienta identificado con mi propuesta estética.
De un tiempo a esta parte observo con cierta cautela que muchas de las escritoras centran sus escritos para atraer a sus pares: es decir, “feminizan” sus obras de tal manera que sean las mujeres quienes se acerquen a los libros (historias de heroínas, personajes femeninos, anhelos femeninos y paremos de contar). Amén de arribismo y de oportunismo, por el punto de inflexión cultural que vivimos, me parece que es un criterio sesgado, sin riqueza de miradas y de una chatura inconmensurable. No me canso de repetirlo: la vida nos junta, nos mezcla, nos hace dependientes unos de otros; nos cría y nos educa juntos, nos hace complementarios.
Mi literatura no es masculina ni dirigida a mis iguales, sino que busca la universalidad genérica. Es más, los personajes de mayor peso de dos de mis libros más representativos en mi obra son mujeres. En Una línea indecisa (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1999) el personaje central es Elodia Carolina Pérez Bonalde, una nonagenaria extraordinaria, que lleva todos los hilos de la narración, aunque la excusa sea contar las vicisitudes de su hermano Juan Antonio Pérez Bonalde, el poeta lírico venezolano, autor del hermosísimo poema Vuelta a la Patria, aposentado en Nueva York, hundido en una profunda melancolía y atenazado por los opiáceos. Es Elodia Carolina la que cautiva al lector, la que se gana su confianza, la que le insufla verosimilitud a lo narrado. Es un personaje hermoso pero complejo, ha habido varias tentativas para llevarlo a las tablas en unos monólogos, pero no se ha podido concretar, porque se requiere que la actriz que la encarne sea de muchos quilates, con una memoria extraordinaria, con una capacidad histriónica excepcional, y eso a veces es un tanto difícil de hallar. No pierdo la esperanza de ver a mi Elodia Carolina en las tablas, contándonos al poeta, narrándonos su soledad y su riqueza espiritual.
Mi segundo personaje femenino de gran pegada es doña Josefa Ramírez de la Parra, esposa de Gregorio Rivera y Sologuren, de mi novela Sabía que era inmortal (Equinoccio y El Estilete, 2016, que circuló entre nosotros en el 2018). Si bien la novela tiene a Gregorio como protagonista, al haber cometido un hecho criminal que trastocó para siempre su vida, la de su familia y la de la ciudad, es Josefa la que toma los espacios narrativos y se apodera de la atención de los lectores, es ella la que sufre las consecuencias directas del crimen de su esposo, pero no se amilana, sino que se redimensiona para convertirse en una suerte de heroína, adelantada a su tiempo, dándole así a su perfil y a su impronta un inesperado giro copernicano.
Es decir, no porque yo sea un hombre mi literatura tiene que hablarle solo a los de mi sexo, porque amén de ridículo sería castrante y una suerte de espejo deformante de la realidad del existir. Las letras tienen que estar dirigidas a todos, sin distingos de ninguna especie. No obstante, son más las autoras con las que me topo a diario cuyas propuestas son una suerte de “feminismo literario” que me aburre y muy pronto abandono.
Esta es una de las razones por la que dejé de leer hace ya bastantes años a la escritora chilena Isabel Allende. Me harté de su ceguera. Y como a ella, a muchas otras, que también se quedaron anquilosadas, petrificadas, atenazadas a una concepción plana, segmentada, unidimensional, que busca la tajada del mercado que supuestamente tienen “asegurada” en el sector femenino, pero que las aleja de la verdad verdadera, de la vida con todas sus variables y sus aristas buenas y malas, edificantes unas, pero también rastreras. Ni más ni menos: la existencia que se cuece en las calles, en los hogares, en el mundo como ambivalencia, en donde nos mecemos entre lo humano y lo divino, entre la vida y la muerte.
rigilo99@gmail.com
@RicardoGilOtaiza
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones