En mi mundo de los años 60
Nací en la década de los años 60, me nutrí de verdades inconmovibles, el relativismo era sencillamente una quimera y todo lo que recibíamos por la vía de la casa o de la escuela solía ser considerado taxativo. A pesar de haber sido una década convulsa...
Formo parte de una generación vapuleada y escindida por la vida, perdida si se quiere en el otrora llamado Mar Tenebroso, ya que casi todos nuestros referentes fueron a parar con las décadas (hechos añicos) al cesto de la papelera histórica, convertidos en sobrevenidos cargos de conciencia, y en un horripilante mea culpa.
Nací en la década de los años 60, me nutrí de verdades inconmovibles, el relativismo era sencillamente una quimera y todo lo que recibíamos por la vía de la casa o de la escuela solía ser considerado taxativo. Y a pesar de haber sido una década convulsa, de revoluciones, de guerras y magnicidios, de fuerte quiebre y de ruptura con el pasado, los referentes filosóficos, religiosos, políticos, educativos, económicos, culturales y fácticos aún lucían “incólumes” y con buena salud, aunque con sus esperados y necesarios cambios.
En mi mundo se nacía mujer u hombre, y eso no admitía discusión, ni era una decisión personal, ni una abstracción, ni algo que se peleaba en un tribunal, era un hecho demostrable desde la ciencia y bastaba con echarse un vistazo para corroborarlo.
En mi mundo la economía no era una veleta, lucía una robustez envidiable si se la comparaba con las de otros países. Un lápiz Mongol de grafito costaba medio (un cuatro de bolívar) y un cuaderno a rayas marca Caribe un real (medio bolívar), y eso era una realidad del tamaño del océano y nos podían hipnotizar y lo podíamos afirmar como una verdad revelada y sacrosanta.
En mi mundo la iglesia era un poder y un referente moral y ético, y nada de la pasión mundana podía salpicarla y torcer este designio, porque sencillamente lo contrario no cabía en la cabeza, era un sacrilegio, y los que pontificaban supuestamente no lo hacían desde la finitud de sus cuerpos ni de sus mentes, sino que les venía del propio altísimo. En mi mundo era inaudito preguntarse (como no lo es hoy): ¿pero qué pasa con la iglesia? (ya que abochorna y avergüenza lo que vemos por los medios y las redes).
En mi mundo era posible soñar con el ascenso social por la vía de los estudios, y nuestros padres lo recalcaban hasta la saciedad, cuando satisfechos con sus vidas nos decían que la mejor herencia que nos dejaban era una buena educación, porque sabían por experiencia propia, o por lo visto en otros contextos, que con ella llegaríamos muy lejos, y haríamos nuestra vida sin las dificultades por las que ellos habían pasado.
En mi mundo leíamos la prensa todos los días y lo que en ella aparecía era para nosotros una suerte de oráculo, la veracidad hecha papel y tinta; la noticia que nos movía el piso y nos lanzaba por los caminos de la reflexión y del análisis familiar. Hoy tal premisa es imposible, y a menudo nos preguntamos cabezones si no nos estarán metiendo gato por liebre, o si serán fake news.
En mi mundo nuestros padres eran los ejemplos a imitar, ellos representaban el espejo en donde nos veíamos en nuestra pequeñez o en nuestra grandeza, y eran ellos quienes marcaban el rumbo de nuestra vida, y lo hacían de tal modo que nuestro agradecimiento y entrega filial eran para siempre.
En mi mundo los héroes lo eran porque así lo decía y lo demostraba la historiografía, porque la ciencia y la tradición lo certificaban, y para nosotros, por ejemplo, Cristóbal Colón era el descubridor de América, el gran navegante genovés quien con sagacidad e intrepidez atisbó nuestras costas y a partir de entonces la historia universal fue otra (sabíamos que otros navegantes ya habían pasado por aquí, pero era otra historia).
A los de mi generación no se nos hubiera ocurrido jamás derrumbar las estatuas de los próceres, ni siquiera denigrar con inquina de sus procederes, o acusarlos de genocidas, y no porque fuéramos acríticos y poco incisivos, éramos agudos y batalladores (y a veces al extremo, recordemos el Mayo Francés que despertó conciencia en todo el mundo), sino porque sabíamos que había pasado mucho tiempo y no podíamos juzgar con la mirada del presente hechos tan remotos, porque sencillamente sus mentalidades y sus realidades eras muy distintas a las nuestras.
En mi mundo no denostábamos de la conquista ni de la colonización porque fueron hechos que marcaron nuestro devenir, y se tradujeron en la amalgama de culturas y de cosmovisiones hasta hacer de nosotros lo que somos. ¿Se cometieron atrocidades en todo aquel largo proceso? Claro que sí. Y muchas. Y hoy nos interpelan como humanos y nos causan horror. Pero son hechos pasados (que no deberían repetirse en ningún contexto planetario), y ya no podemos retroceder el tiempo. Somos, eso sí, producto de todo aquello y echamos mano de lo que aquí había como realidad y de lo que nos legaron los conquistadores y colonizadores, amén de la cultura africana, y construimos nuestro mundo. Bueno o malo, es discutible, pero nuestro mundo al fin.
En mi mundo de los años 60 valorábamos el castellano como lengua común (pero también a las lenguas originarias), a nuestros ancestros locales, ibéricos y africanos, al cruce de caminos dado a desde 1492, al mestizaje que nos constituye y que forma parte de nuestra esencia y de nuestros genes, porque todo, querámoslo o no, gústenos o no, dice de nosotros y de nuestra hechura, nos amalgama y es parte indisoluble de nuestro ser.
rigilo99@gmail.com
Nací en la década de los años 60, me nutrí de verdades inconmovibles, el relativismo era sencillamente una quimera y todo lo que recibíamos por la vía de la casa o de la escuela solía ser considerado taxativo. Y a pesar de haber sido una década convulsa, de revoluciones, de guerras y magnicidios, de fuerte quiebre y de ruptura con el pasado, los referentes filosóficos, religiosos, políticos, educativos, económicos, culturales y fácticos aún lucían “incólumes” y con buena salud, aunque con sus esperados y necesarios cambios.
En mi mundo se nacía mujer u hombre, y eso no admitía discusión, ni era una decisión personal, ni una abstracción, ni algo que se peleaba en un tribunal, era un hecho demostrable desde la ciencia y bastaba con echarse un vistazo para corroborarlo.
En mi mundo la economía no era una veleta, lucía una robustez envidiable si se la comparaba con las de otros países. Un lápiz Mongol de grafito costaba medio (un cuatro de bolívar) y un cuaderno a rayas marca Caribe un real (medio bolívar), y eso era una realidad del tamaño del océano y nos podían hipnotizar y lo podíamos afirmar como una verdad revelada y sacrosanta.
En mi mundo la iglesia era un poder y un referente moral y ético, y nada de la pasión mundana podía salpicarla y torcer este designio, porque sencillamente lo contrario no cabía en la cabeza, era un sacrilegio, y los que pontificaban supuestamente no lo hacían desde la finitud de sus cuerpos ni de sus mentes, sino que les venía del propio altísimo. En mi mundo era inaudito preguntarse (como no lo es hoy): ¿pero qué pasa con la iglesia? (ya que abochorna y avergüenza lo que vemos por los medios y las redes).
En mi mundo era posible soñar con el ascenso social por la vía de los estudios, y nuestros padres lo recalcaban hasta la saciedad, cuando satisfechos con sus vidas nos decían que la mejor herencia que nos dejaban era una buena educación, porque sabían por experiencia propia, o por lo visto en otros contextos, que con ella llegaríamos muy lejos, y haríamos nuestra vida sin las dificultades por las que ellos habían pasado.
En mi mundo leíamos la prensa todos los días y lo que en ella aparecía era para nosotros una suerte de oráculo, la veracidad hecha papel y tinta; la noticia que nos movía el piso y nos lanzaba por los caminos de la reflexión y del análisis familiar. Hoy tal premisa es imposible, y a menudo nos preguntamos cabezones si no nos estarán metiendo gato por liebre, o si serán fake news.
En mi mundo nuestros padres eran los ejemplos a imitar, ellos representaban el espejo en donde nos veíamos en nuestra pequeñez o en nuestra grandeza, y eran ellos quienes marcaban el rumbo de nuestra vida, y lo hacían de tal modo que nuestro agradecimiento y entrega filial eran para siempre.
En mi mundo los héroes lo eran porque así lo decía y lo demostraba la historiografía, porque la ciencia y la tradición lo certificaban, y para nosotros, por ejemplo, Cristóbal Colón era el descubridor de América, el gran navegante genovés quien con sagacidad e intrepidez atisbó nuestras costas y a partir de entonces la historia universal fue otra (sabíamos que otros navegantes ya habían pasado por aquí, pero era otra historia).
A los de mi generación no se nos hubiera ocurrido jamás derrumbar las estatuas de los próceres, ni siquiera denigrar con inquina de sus procederes, o acusarlos de genocidas, y no porque fuéramos acríticos y poco incisivos, éramos agudos y batalladores (y a veces al extremo, recordemos el Mayo Francés que despertó conciencia en todo el mundo), sino porque sabíamos que había pasado mucho tiempo y no podíamos juzgar con la mirada del presente hechos tan remotos, porque sencillamente sus mentalidades y sus realidades eras muy distintas a las nuestras.
En mi mundo no denostábamos de la conquista ni de la colonización porque fueron hechos que marcaron nuestro devenir, y se tradujeron en la amalgama de culturas y de cosmovisiones hasta hacer de nosotros lo que somos. ¿Se cometieron atrocidades en todo aquel largo proceso? Claro que sí. Y muchas. Y hoy nos interpelan como humanos y nos causan horror. Pero son hechos pasados (que no deberían repetirse en ningún contexto planetario), y ya no podemos retroceder el tiempo. Somos, eso sí, producto de todo aquello y echamos mano de lo que aquí había como realidad y de lo que nos legaron los conquistadores y colonizadores, amén de la cultura africana, y construimos nuestro mundo. Bueno o malo, es discutible, pero nuestro mundo al fin.
En mi mundo de los años 60 valorábamos el castellano como lengua común (pero también a las lenguas originarias), a nuestros ancestros locales, ibéricos y africanos, al cruce de caminos dado a desde 1492, al mestizaje que nos constituye y que forma parte de nuestra esencia y de nuestros genes, porque todo, querámoslo o no, gústenos o no, dice de nosotros y de nuestra hechura, nos amalgama y es parte indisoluble de nuestro ser.
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