La verdad de una vieja sentencia
En las farmacias centramos nuestra actividad profesional en la “dispensación del medicamento”, que implica la delicada tarea de orientar a las personas en el correcto uso de los mismos, evitando así la automedicación, los efectos adversos y colaterales...
La historia de la Farmacia y de la Medicina, es la historia de la humanidad. Desde que el hombre y la mujer hacen vida sobre el planeta han tenido una estrecha relación con el entorno natural, no en vano todos los vestigios que arrojan las indagaciones arqueológicas así lo demuestran. Cuando leemos acerca de la prehistoria de la humanidad no deja de sorprendernos que el instinto de supervivencia, azuzado por la necesidad, haya jugado un papel primordial en la utilización de todos aquellos recursos que la Tierra ha puesto desde siempre a nuestra disposición. El Jardín del Edén, entregado a nuestros ancestros, en algún momento fue escenario de duras realidades, cuando el hombre y la mujer, atenazados por el hambre y las inclemencias del tiempo, ensayaron con éxito la utilización de la flora y de la fauna.
Todo nos conduce a pensar que por su propia naturaleza haya sido el hombre quien se adentrara en los peligrosos territorios de la caza, mientras que la mujer se diera a la tarea de ir a los campos para recolectar plantas, o tal vez sus flores, brotes, bejucos, ramas, raíces, sumidades floridas, y los frutos. Suponemos, que el echar mano de los recursos de la naturaleza no se quedó sólo en el terreno del alimento y del abrigo, sino que tuvo que extenderse a resolver los ingentes problemas de salud, que muy temprano hicieron su aparición, para decirnos a los hombres y a las mujeres que nuestro tiempo es finito.
Es en este preciso momento en el que hacen su debut los precursores del farmacéutico y del médico, es decir, en la misma humanidad de la mujer, cuando impelida por la enfermedad de los suyos (o de su propio cuerpo) sale al campo en busca de plantas medicinales, las mezcla con otros elementos (agua, por supuesto, y quizás vísceras de animales) y se da a la tarea de confeccionar mediante técnicas rudimentarias como el macerado y el machacado, los primeros medicamentos, que lleva hasta la cueva, es decir su hogar, y se los aplica con sus propias manos al caído en desgracia.
Si analizamos con atención lo relatado, vemos cómo en una misma persona convergen entonces los oficios del farmacéutico y del médico, y así permanece durante muchos siglos, hasta que en la civilización árabe se separen para siempre y se conviertan lentamente (no sin reveses ni traumas) en las prácticas que hoy conocemos. Aquellas hierbas, arbustos y ramas de los árboles utilizadas por nuestros padres milenarios, son ni más ni menos que los denominados fármacos, cuyos principios activos, y a través de complejos mecanismos, hacen su recorrido por el interior de nuestro organismo para traernos un beneficio terapéutico, pero potencialmente también una toxicidad, y quizás la muerte. No en vano Nietzsche, en su obra titulada Así habló Zarathustra, nos dice: “Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para un morir agradable.”
No yerra el celebérrimo y agudo filósofo alemán, ya que pharmacon significa veneno y también medicamento. Para decirlo con palabras de Theophrastus (llamado también Paracelso por la historia), quien fue alquimista, médico y astrólogo suizo: “Todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo sea. La dosis diferencia un veneno de un remedio”.
En mis clases de la universidad nunca me cansé de repetirles a mis estudiantes esta vieja sentencia, ya que en ella se conjunta lo que es en esencia el correcto uso del medicamento y sus grandes extremos: vida o muerte. Una verdad tan grande como la existencia misma, que nos obliga a asumir esta herramienta terapéutica con la seriedad debida. Es una lucha permanente entre los profesionales de la salud la denominada “automedicación”, que lleva a las personas, generalmente desconocedoras de las potencialidades de un fármaco, al abuso de los mismos, y no contentas con esto, se dan a la tarea de inducir a los otros a consumirlos, lo que trae, sobre todo en los extremos de la cadena (niños y ancianos) el inminente riesgo de intoxicación.
La tarea en las farmacias no resulta nada fácil, ya que los clientes-pacientes buscan con frecuencia que el farmacéutico (o los otros miembros del personal) les prescriba fármacos, cuestión para la cual no estamos autorizados por la ley, ni es nuestra misión profesional. Si bien conocemos en profundidad a los fármacos, incluso más que los otros miembros de los denominados profesionales de la salud, ya que nuestra formación se adentra precisamente en la confección de esta herramienta y en su tránsito en el interior del organismo (farmacología) y en sus potenciales efectos adversos (toxicología), en las farmacias centramos nuestra actividad profesional en la “dispensación del medicamento”, que implica la delicada tarea de orientar a las personas en el correcto uso de los mismos, evitando así la automedicación, los efectos adversos y colaterales, así como también las posibles interacciones que se puedan dar entre fármacos de similar o de distinta naturaleza, o las prescripciones erradas (que suelen ser más comunes de lo que pensamos).
Le corresponde al farmacéutico en definitiva la noble labor de certificar que la farmacoterapia establecida por el facultativo sea efectiva, eficiente y segura para el paciente, que no es cualquier cosa, porque dirime la sutil línea existente entre la salud y la enfermedad.
rigilo99@gmail.com
Todo nos conduce a pensar que por su propia naturaleza haya sido el hombre quien se adentrara en los peligrosos territorios de la caza, mientras que la mujer se diera a la tarea de ir a los campos para recolectar plantas, o tal vez sus flores, brotes, bejucos, ramas, raíces, sumidades floridas, y los frutos. Suponemos, que el echar mano de los recursos de la naturaleza no se quedó sólo en el terreno del alimento y del abrigo, sino que tuvo que extenderse a resolver los ingentes problemas de salud, que muy temprano hicieron su aparición, para decirnos a los hombres y a las mujeres que nuestro tiempo es finito.
Es en este preciso momento en el que hacen su debut los precursores del farmacéutico y del médico, es decir, en la misma humanidad de la mujer, cuando impelida por la enfermedad de los suyos (o de su propio cuerpo) sale al campo en busca de plantas medicinales, las mezcla con otros elementos (agua, por supuesto, y quizás vísceras de animales) y se da a la tarea de confeccionar mediante técnicas rudimentarias como el macerado y el machacado, los primeros medicamentos, que lleva hasta la cueva, es decir su hogar, y se los aplica con sus propias manos al caído en desgracia.
Si analizamos con atención lo relatado, vemos cómo en una misma persona convergen entonces los oficios del farmacéutico y del médico, y así permanece durante muchos siglos, hasta que en la civilización árabe se separen para siempre y se conviertan lentamente (no sin reveses ni traumas) en las prácticas que hoy conocemos. Aquellas hierbas, arbustos y ramas de los árboles utilizadas por nuestros padres milenarios, son ni más ni menos que los denominados fármacos, cuyos principios activos, y a través de complejos mecanismos, hacen su recorrido por el interior de nuestro organismo para traernos un beneficio terapéutico, pero potencialmente también una toxicidad, y quizás la muerte. No en vano Nietzsche, en su obra titulada Así habló Zarathustra, nos dice: “Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para un morir agradable.”
No yerra el celebérrimo y agudo filósofo alemán, ya que pharmacon significa veneno y también medicamento. Para decirlo con palabras de Theophrastus (llamado también Paracelso por la historia), quien fue alquimista, médico y astrólogo suizo: “Todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo sea. La dosis diferencia un veneno de un remedio”.
En mis clases de la universidad nunca me cansé de repetirles a mis estudiantes esta vieja sentencia, ya que en ella se conjunta lo que es en esencia el correcto uso del medicamento y sus grandes extremos: vida o muerte. Una verdad tan grande como la existencia misma, que nos obliga a asumir esta herramienta terapéutica con la seriedad debida. Es una lucha permanente entre los profesionales de la salud la denominada “automedicación”, que lleva a las personas, generalmente desconocedoras de las potencialidades de un fármaco, al abuso de los mismos, y no contentas con esto, se dan a la tarea de inducir a los otros a consumirlos, lo que trae, sobre todo en los extremos de la cadena (niños y ancianos) el inminente riesgo de intoxicación.
La tarea en las farmacias no resulta nada fácil, ya que los clientes-pacientes buscan con frecuencia que el farmacéutico (o los otros miembros del personal) les prescriba fármacos, cuestión para la cual no estamos autorizados por la ley, ni es nuestra misión profesional. Si bien conocemos en profundidad a los fármacos, incluso más que los otros miembros de los denominados profesionales de la salud, ya que nuestra formación se adentra precisamente en la confección de esta herramienta y en su tránsito en el interior del organismo (farmacología) y en sus potenciales efectos adversos (toxicología), en las farmacias centramos nuestra actividad profesional en la “dispensación del medicamento”, que implica la delicada tarea de orientar a las personas en el correcto uso de los mismos, evitando así la automedicación, los efectos adversos y colaterales, así como también las posibles interacciones que se puedan dar entre fármacos de similar o de distinta naturaleza, o las prescripciones erradas (que suelen ser más comunes de lo que pensamos).
Le corresponde al farmacéutico en definitiva la noble labor de certificar que la farmacoterapia establecida por el facultativo sea efectiva, eficiente y segura para el paciente, que no es cualquier cosa, porque dirime la sutil línea existente entre la salud y la enfermedad.
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