El bicentenario de Gustave Flaubert
Rindamos homenaje a ese genio universal de la literatura en estos 200 años de su nacimiento, releyendo cualquiera de las obras maestras de Flaubert, quien murió a los 58 años de una hemorragia cerebral en su casa de Normandía...
El 12 de diciembre de este año se cumplen 200 años del nacimiento de uno de los mejores novelistas de todos los tiempos, el francés Gustave Flaubert, quien en el siglo XIX cambió para siempre la forma de ver el romanticismo. Nacido en Normandía en el seno de una buena familia -su padre era cirujano jefe del hospital de Rouen y su madre emparentada con la aristocracia normanda– el joven que creció en un ambiente de protección, nunca se caracterizó por ser un buen estudiante. Su salud fue precaria, con ataques de epilepsia constantes, y su carácter siempre fue complicado. Muy tímido y a la vez arrogante, con ciertas patologías neuróticas que lo llevaron a comportamientos obsesivos. Probablemente de esa mezcla de factores tan disímiles nació su genialidad literaria.
Nunca se casó, pero tuvo amores que lo marcaron. El primero fue platónico durante su juventud hacia Elisa Schlésinger, con quien se inspiró para crear el personaje de Marie Amoux en su obra “La educación sentimental”. A los 24 años conoce a la poetisa Louise Colet, con quien mantuvo una apasionada relación durante una década. En la correspondencia a esta enamorada se descubre la mayoría de pensamientos íntimos de Flaubert, quien nunca vertía opiniones propias en sus obras: “Quiero que no haya en mi libro un solo movimiento ni un solo comentario del autor”.
Amigo de Victor Hugo y de George Sand, Flaubert fue un perfeccionista obsesivo y además un inconforme. De carácter melancólico, utilizaba la tristeza y el escepticismo como herramientas para mirar el mundo de una forma especial. Así a los 30 años escribió su obra más reconocida, Madame Bovary, en la cual accede a una belleza nacida del conflicto producido por el aburrimiento humano y la insatisfacción vital. Con la heroína de la novela, Emma Bovary, Flaubert dibujó un síndrome estereotipado –el bovarismo– que se conoce como un trastorno de comportamiento llamado insatisfacción crónica afectiva.
Siempre minucioso, en su correspondencia a Louise le anotaba que: “Ahora he chocado con una escena de las más sencillas: una sangría y un desvanecimiento. Es muy difícil; y lo que es desolador es pensar que, incluso logrado a la perfección, no puede ser sino pasable y nunca será hermoso, a causa del propio fondo”. El estilo se convirtió, de manera obsesiva y enfermiza, en la razón de ser de su literatura. En otra carta a Louise fechada 6 de agosto de 1846 le confiesa: “Lo que me gusta por encima de todo es la forma, con tal que sea hermosa, y nada más”.
La mirada melancólica de Flaubert frente a la viscosidad de la vida, probablemente viene de un complejo afectivo, como sugiere el inglés Julián Barnes en su libro “El loro de Flaubert”: “Tuve desde muy joven un presentimiento completo de la vida. Era como el nauseabundo hedor que se escapa de la cocina por un tragaluz. No hace falta haber probado la comida para saber que te daría náuseas”. Flaubert se refugiaba en una objetividad científica nacida de una especie de odio a los hombres y a las cosas (tristeza melancólica – melancolía poética), muy diferente al realismo de Balzac, que se nutría de una curiosidad extrema por la vida cotidiana.
Sin embargo sus nervios, siempre tensos que no le daban reposo, lo llevaban a las profundidades de un alma atormentada y creadora. “Si quieren buscar a la vez la felicidad y la belleza no alcanzarán ni la una ni la otra, pues la segunda no llega más que con el sacrificio”. O a una visión única de la vida, que le hizo escribir diferente. “Jamás he visto un niño sin pensar que se convertiría en un anciano, ni una cuna sin imaginar una sepultura. Contemplar una mujer desnuda me hace imaginar su esqueleto”. Por eso sus otras obras llevan una huella perfeccionista y obsesiva muy personal. Para escribir Salambó viajó a Egipto, Turquía, Cartago, Grecia e Italia. La Tentación de San Antonio fue escrita tres veces antes de que le satisficiere.
En otra carta a Louise fechada el 12 de septiembre de 1853 plasma su frustración cuando se le debilitaba la energía creativa: “He pasado cuatro horas sin poder hacer ni una frase. Hoy no he escrito ni una línea, o más bien, he garabateado cien. ¡Qué trabajo atroz! ¡Qué fastidio! ¡Oh, el arte, el arte!” Como Balzac, Flaubert era un corrector infinito. Evitar las repeticiones de palabras y armar bien las articulaciones entre frases o párrafos, fueron los elementos clave de la fluidez de su discurso literario.
Según el semiólogo y filósofo del lenguaje Roland Barthes, para Flaubert pensar y escribir era la misma cosa. Pero su obsesión por la belleza y el arte resultaron proverbiales: “El arte es de todas las mentiras, la menos engañosa” “Amémonos pues en el arte, como los místicos se aman en Dios, y que todo palidezca ante ese amor”. Realista como nadie, pero mezclando la realidad con la belleza de la irrealidad, Flaubert logró un perfecto equilibrio entre el fondo y la forma. Por eso decía que “El hecho se destila en la forma y sube a lo alto como un puro incienso del espíritu, hacia lo eterno, lo inmutable, lo absoluto, lo ideal”.
Rindamos homenaje a ese genio universal de la literatura en estos 200 años de su nacimiento, releyendo cualquiera de las obras maestras de Gustave Flaubert, quien murió a los 58 años de una hemorragia cerebral en su casa de Normandía.
alvaromont@gmail.com
Nunca se casó, pero tuvo amores que lo marcaron. El primero fue platónico durante su juventud hacia Elisa Schlésinger, con quien se inspiró para crear el personaje de Marie Amoux en su obra “La educación sentimental”. A los 24 años conoce a la poetisa Louise Colet, con quien mantuvo una apasionada relación durante una década. En la correspondencia a esta enamorada se descubre la mayoría de pensamientos íntimos de Flaubert, quien nunca vertía opiniones propias en sus obras: “Quiero que no haya en mi libro un solo movimiento ni un solo comentario del autor”.
Amigo de Victor Hugo y de George Sand, Flaubert fue un perfeccionista obsesivo y además un inconforme. De carácter melancólico, utilizaba la tristeza y el escepticismo como herramientas para mirar el mundo de una forma especial. Así a los 30 años escribió su obra más reconocida, Madame Bovary, en la cual accede a una belleza nacida del conflicto producido por el aburrimiento humano y la insatisfacción vital. Con la heroína de la novela, Emma Bovary, Flaubert dibujó un síndrome estereotipado –el bovarismo– que se conoce como un trastorno de comportamiento llamado insatisfacción crónica afectiva.
Siempre minucioso, en su correspondencia a Louise le anotaba que: “Ahora he chocado con una escena de las más sencillas: una sangría y un desvanecimiento. Es muy difícil; y lo que es desolador es pensar que, incluso logrado a la perfección, no puede ser sino pasable y nunca será hermoso, a causa del propio fondo”. El estilo se convirtió, de manera obsesiva y enfermiza, en la razón de ser de su literatura. En otra carta a Louise fechada 6 de agosto de 1846 le confiesa: “Lo que me gusta por encima de todo es la forma, con tal que sea hermosa, y nada más”.
La mirada melancólica de Flaubert frente a la viscosidad de la vida, probablemente viene de un complejo afectivo, como sugiere el inglés Julián Barnes en su libro “El loro de Flaubert”: “Tuve desde muy joven un presentimiento completo de la vida. Era como el nauseabundo hedor que se escapa de la cocina por un tragaluz. No hace falta haber probado la comida para saber que te daría náuseas”. Flaubert se refugiaba en una objetividad científica nacida de una especie de odio a los hombres y a las cosas (tristeza melancólica – melancolía poética), muy diferente al realismo de Balzac, que se nutría de una curiosidad extrema por la vida cotidiana.
Sin embargo sus nervios, siempre tensos que no le daban reposo, lo llevaban a las profundidades de un alma atormentada y creadora. “Si quieren buscar a la vez la felicidad y la belleza no alcanzarán ni la una ni la otra, pues la segunda no llega más que con el sacrificio”. O a una visión única de la vida, que le hizo escribir diferente. “Jamás he visto un niño sin pensar que se convertiría en un anciano, ni una cuna sin imaginar una sepultura. Contemplar una mujer desnuda me hace imaginar su esqueleto”. Por eso sus otras obras llevan una huella perfeccionista y obsesiva muy personal. Para escribir Salambó viajó a Egipto, Turquía, Cartago, Grecia e Italia. La Tentación de San Antonio fue escrita tres veces antes de que le satisficiere.
En otra carta a Louise fechada el 12 de septiembre de 1853 plasma su frustración cuando se le debilitaba la energía creativa: “He pasado cuatro horas sin poder hacer ni una frase. Hoy no he escrito ni una línea, o más bien, he garabateado cien. ¡Qué trabajo atroz! ¡Qué fastidio! ¡Oh, el arte, el arte!” Como Balzac, Flaubert era un corrector infinito. Evitar las repeticiones de palabras y armar bien las articulaciones entre frases o párrafos, fueron los elementos clave de la fluidez de su discurso literario.
Según el semiólogo y filósofo del lenguaje Roland Barthes, para Flaubert pensar y escribir era la misma cosa. Pero su obsesión por la belleza y el arte resultaron proverbiales: “El arte es de todas las mentiras, la menos engañosa” “Amémonos pues en el arte, como los místicos se aman en Dios, y que todo palidezca ante ese amor”. Realista como nadie, pero mezclando la realidad con la belleza de la irrealidad, Flaubert logró un perfecto equilibrio entre el fondo y la forma. Por eso decía que “El hecho se destila en la forma y sube a lo alto como un puro incienso del espíritu, hacia lo eterno, lo inmutable, lo absoluto, lo ideal”.
Rindamos homenaje a ese genio universal de la literatura en estos 200 años de su nacimiento, releyendo cualquiera de las obras maestras de Gustave Flaubert, quien murió a los 58 años de una hemorragia cerebral en su casa de Normandía.
alvaromont@gmail.com
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones