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Hacerse el loco, recostar la carga o soltarla, tres formas muy venezolanas de dejar pasar las cosas

Ifigenia, la novela de Teresa de la Parra tropezó con la parte más sombría de nuestra historia psíquica: socarronería, rapacidad, resentimiento

  • Diario El Universal

29/03/2019 11:39 am

Ser más pobre es estar más rodeado por el milagro, 
es precisar el animismo de cada forma; es la espera, 
hasta que se hace creadora de la distancia entre las cosas.
–José Lezama Lima. 

Hasta cuándo estaremos esperando lo que no se nos debe… 
–César Vallejo 

Con mis ojos espantados les miré a los dos 
y seguí luego contemplando interiormente 
la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir, 
como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza! 
–María Eugenia Alonso 


 “¡Por fin te escribo, querida Cristina! No sé qué habrás pensado de mí. Cuando nos despedimos en el andén de la estación de Biarritz, recuerdo que te dije mientras te abrazaba llena de tristeza, de suspiros y de paquetes: —¡Hasta pronto, pronto, prontísimo!” 

Así se despide María Eugenia de su infancia y así entra en el viaje de regreso: llena de tristeza, de suspiros y de paquetes, Ifigenia comienza con esta figura que algunos llaman silepsis y otros zeugma, pero que, en todo caso, es una enumeración “coja”, en donde hay un miembro que desentona: esos paquetes en medio de suspiros y tristezas dan, de inmediato, un tono de humor a la frase y la llenan de esa gracia espontánea que será el rasgo dominante del estilo de la joven narradora. 

Pero la imagen nos dice también que debemos conectar su tristeza con esos “paquetes”; que en lo más gracioso está justamente lo cojo del asunto, la llaga por donde podremos leer el drama de María Eugenia. Esos paquetes que ella trae despreocupada y orgullosamente como equipaje, son la metáfora de la “carga” que la esperaba al regreso. Cuando los abre en la sala de la casa y muestra los regalos que trajo de París junto con sus ideas de independencia y demás “disparates”, Abuelita le destapa ese otro paquete con el que no contaba: el de la herencia de su padre; una herencia hecha de despilfarro y despojo; aquella que, según Pancho, fue “la parte que se comió el gato” 

Con esa imagen entramos de lleno en lo oscuro de la vida de María Eugenia, en lo empaquetado que los hechos no pueden precisar pero la imagen sí. Y es siguiéndole el rastro a esta imagen que podremos, como pedía Lezama, llegar al mito; es decir, a Ifigenia. En efecto, el hilado de la imagen nos lleva una vez más a enlazar subterráneamente la historia y a buscar aquella primera sensación de orfandad que tuvo María Eugenia al despedirse de su infancia. Ese paquete que cargaba sin saberlo era el de su propia orfandad. Tiene razón Teresa de la Parra, ella siempre dice más de lo que sabe porque sus palabras están cargadas de ese destino que ella ignora. 

Un sábado, día “de repasar”, después de la fatiga física y moral que significó para María Eugenia arreglar su cuarto para exorcizar la huella inmaculada, simétrica y “pavosa” de tía Clara, se entera, por “casualidad”, que es la manera como el destino nos entera siempre de sus planes, de que ha perdido su hacienda: “San Nicolás es de Eduardo, mi hija”. Y la abuela se lo dijo compasiva, como quien le habla a un niño muy pobre que ve un juguete muy caro. Porque eso era hasta ese momento la hacienda para María Eugenia: un juguete. La hacienda como ese juguete caro que un buen día perdimos o nos quitaron, por descuido, por “vivezas” de un pariente o un administrador, es una imagen en la que podemos intuir buena parte de lo que a la historia le cuesta tanto explicar. Y María Eugenia lo acepta como una “fatalidad”, antes de preguntar cómo ni por qué, traduce su pobreza en “dependencia”: 

…yo que me creía rica, yo, que había aprendido a gastar con la misma naturalidad con que se respira o se anda, no tenía nada en el mundo, nada, fuera de la protección severa de Abuelita, que se inclinaba ahora sacando la aguja por entre las hebras del pañuelo de seda, fuera del cariño jovial de tío Pancho, que también callaba enigmático, recostado en la mecedora apretando entre los dientes el tabaco encendido y oloroso… Con mis ojos espantados les miré a los dos y seguí luego contemplando interiormente la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir, como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza!… ¿Comprendes bien Cristina, todo lo que esto significaba?… Era la dependencia completa con todo su cortejo de humillaciones y dolores. Era el adiós definitivo a los viajes, al bienestar, al éxito, al lujo, a la elegancia, a todos los encantos de aquella vida que había entrevisto apenas durante mi última permanencia en París, y a la que aspiraba yo con vehemente locura. Era también el adiós definitivo para ti, para tantas otras cosas y personas que no había conocido nunca y que presentía esperándome gloriosas por el mundo… ¡el mundo!… ¿sabes?… ¡todo el caudal de felicidad y de alegría que se agita más allá de las cuatro paredes de hierro de esta casa de Abuelita!… ¡Ay! la alegría, la libertad, el éxito ¡ya no serían míos!… Y ante semejante idea sentí que un nudo me apretaba espantosamente la garganta y que un torrente de lágrimas me asediaba impetuoso y terrible... 

Y allí está toda la crisis del regreso: ella sólo sabía “gastar con la misma naturalidad con que se respira o se anda”. Esa queja resume todo lo que constituye el verdadero drama de María Eugenia: la pobreza. Los conflictos sentimentales, las confusiones amorosas, no serán más que la trama superficial del asunto. La pobreza es el agente que destruye lo que hasta ese momento conformaba la endeble conciencia de María Eugenia: sus fantasías de independencia. Le bastó saberse pobre para sentirse “dependiente” y experimentar dentro la sensación de “agobio” que antes había sentido surgir de las calles, los techos y los cargadores del puerto. Pero hay algo más: esta súbita revelación de su pobreza la regresa por un instante al sentimiento que la sobrecogió al salir del internado y recuerda cómo al mirarse en la ventanilla del tren tuvo por primera vez “la conciencia intensa de su soledad y su abandono”. 

Sin embargo, este sentimiento de orfandad no pasó de ser un pensamiento pasajero que París dispersó. La súbita riqueza que le proporcionó el equívoco cheque de veinte mil francos, junto a la inesperada libertad que le concedieron sus liberales guardianes, los Ramírez, interrumpieron aquella conciencia de abandono que había aflorado en el tren. En París María Eugenia empaquetó su orfandad y se llenó de trapos, de souvenirs, de expectativas, iniciando lo que ella misma llamó su vida “alegre y feliz de pájaro a quien por fin le han crecido las alas”. Pero si la orfandad no se hizo conciencia, tampoco sus alas terminaron de crecer; así que al llegar a la casa de Abuelita dirá: “me dormí prisionera y triste como si en el espíritu me hubiesen cortado una cosecha de alas”. 

María Eugenia, la niña pájaro, apenas llega, resiente la jaula. Por lo visto, como en una telemaquia invertida, es en la casa donde podemos lidiar con el sentimiento adolescente de soledad y abandono. Allí el náufrago que todos somos a esa edad se hace presente. En efecto, a veces parece que la familia es lo más remoto a la conciencia; y a los dieciocho años, cuando todos somos en cierta forma niños abandonados, la familia es el centro mismo de toda lejanía. 

La figura de María Eugenia nos deja ver cómo en la cultura criolla, la casa y la familia lidian con esa conciencia de abandono, con la orfandad y el abandono del adolescente que hay en todos nosotros. Ese sentimiento de orfandad es uno de los tópicos más interesantes en nuestra literatura, pero Teresa de la Parra ha sido quizá la única en conectarlo con nuestra íntima pobreza y con esa pobre conciencia de nuestras limitaciones. Como el huérfano se sabe sin nada, no puede abarcar más allá de sus propias fronteras. Algo que, como sabemos, es todavía nuestra gran carencia. Y en Ifigenia parece que Teresa de la Parra fue a fondo, hasta dar con toda esa herencia ignorada o rechazada de ausencias, pérdidas y despojos familiares. 

En Ifigenia parece que ella tropezó con la parte más sombría de nuestra historia psíquica: socarronería, rapacidad, resentimiento. Pocaterra y Gallegos también hablaron de esto, sólo que en ellos el tema los dispara hacia actitudes morales o didácticas, perdiendo el claros curo de la imagen. Sin ambigüedad, la imagen, no se hace psíquica. Creo que sólo Teresa de la Parra, desde la “ingenuidad” de su narradora, nos hace ver cómo la virginalidad colonial de la familia ha servido para ocultarnos esa pobreza esencial; para hacerla más inconsciente, hasta enterrarla, junto con el oro, en los cimientos de la casa. Cuando María Eugenia regresa, siente su herencia como un peso. Y pesa, justamente, porque no existe; pesa porque, literalmente, es pérdida. Pero sobre todo, pesa porque esa pérdida es “intangible”, lo cual es otra manera de decir inconsciente. Resulta, pues, que su herencia es pobreza inconsciente. Es más, esa pobreza, como en las buenas alegorías, tiene sus filiaciones muy claras: se nos dice que es hija de Descuido, Despilfarro y Despojo. El feliz de su padre “descuidó” su patrimonio: lo despilfarró en París mientras se lo cuidaba aquí, metódicamente, su cuñado: el “vivo” del “infeliz de Eduardo”. Porque Teresa de la Parra no cae en la trampa culpabilizadora de todo venezolano (corruptos versus honestos) ni en la trampa futurista (atraso versus progreso). 

Desde la familia, los hilos de la historia se anudan y el complejo muestra la tensión de los opuestos: donde hay negligencia hay rapacidad; don de hacemos el papel de señores estamos haciendo, a la vez, el papel de imbéciles; donde hay un rentista se consteliza, de inmediato, un tramposo; y donde veamos un administrador abnegado, podremos hallar también un estafador y un derrochador. Así que “el ladrón de Eduardo” es inseparable del “bala perdida” de Antonio Alonso, y en la novela ambos forman la figura de la herencia de María Eugenia: “la estofa de la que están hechos sus sueños” y sus pesadillas, la maraña que le oculta su pobreza esencial. La noticia golpea de sorpresa a la muchacha aquel “infausto día” en que “tuvo noticias de su absoluta ruina”. 

Pero ella se impone una conducta heroica: “decidí aceptarla desde el principio con valentía y con altivez” y en lugar de averiguar qué pasó, resuelve aguantarla encolumnada, “inmóvil y heroica como el Estilita” ante “las cuentas del gran Capitán”. Es decir, “hace como si nada”, o “se hace la loca”. Y esa actitud es típica del venezolano y por típica quiero decir que expresa algo muy viejo o arcaico, algo fijado y repetitivo que, por lo mismo, expresa algo muy serio. “Como quería triunfar de mi emoción me dije que se burlaban de mí” —dice María Eugenia—. 

Parece que el venezolano siempre traslada su queja a alguna cosa inatrapable y vaga como el clima. O quizá es el calor, ese demonio lugareño, quien está allí atrapándonos, ahogando siempre nuestra queja, oprimiéndonos de una manera más invisible, como el cansancio de los cargadores del puerto. Y decimos entonces que es el calor, que son los tiempos, que es esta ciudad o este pueblo; en fin, siempre algo indefinido, casi informe, volátil como el fastidio, lo que se lleva el peso de las cosas y lo dispersa en el ambiente, bien lejos de la conciencia. Así, cuando María Eugenia, aplastada por la noticia exclama: “¡Ay! ¡qué calor!” no sólo está ahuyentando, como dijimos antes, su reacción emocional directa, sino que de paso, con puntada invisible, la novela vuelve sobre el motivo atmosférico de la “carga invisible” y el agobio haciéndonos ver cómo la violencia del hecho pierde su filo personal (“lo que Eduardo me hizo”) para dispersarlo en el ambiente como parte de este irremediable “calor” nuestro. 

Hacerse el loco, recostar la carga o soltarla, tres formas muy venezolanas de dejar pasar las cosas (¿laisser faire, laisser passer?), de que las cosas no “nos” pasen, sino que ocurran siempre afuera, cargando la atmósfera, para que sea la situación o el país quien cargue con todo. María Eugenia, por temor al ridículo, no reacciona; o no tiene cómo reaccionar directamente y la emoción se desplaza y se pospone para reventar un poco más allá, cuando la abuela le toca el complejo al preguntarle si trajo los dos mil pesos. Es allí cuando explota y suelta una chorrera de disparates. Así, la emoción reprimida salta en forma de disparate, destemplada y a destiempo. 

Prestando atención a esos disparates, la psicología profunda nos ha enseñado a leer los complejos. En la letra del disparate nos distanciamos de la yoica noria de reclamos y malentendidos, dejando que surja la imagen (no el trauma) que subyace al complejo: el mito en que estamos atrapados, la historia impersonal que nos tiene sujetos. Toda la rabia que María Eugenia quiso disimular reaparece al sesgo, en una frase que la delata: “¡Ah!, ¡es que yo no regalo pa-cotilla!”. Y calificando de “miserables” aquellos pobres veinte mil francos que le quedaron de su fortuna, empobrece aún más su situación. Ya sea por orgullo, amor propio, altivez, inmadurez o estupidez, lo cierto es que su conciencia no se ha dado por enterada de lo que pasó. Como tampoco le hizo mucho caso a aquel sentimiento de abandono que sintió al dejar el colegio. La raíz de esa reacción diferida parece estar en un sentimiento de “humillación” que podría haber secado toda la emoción del golpe. 

La pobreza transformada en “dependencia” la hiere, dice ella, “con todo su cortejo de humillaciones y dolores”. Pero, por debajo del sentimiento de humillación se va creando otra herida que le impide sentir el dolor de la primera. El humillado se resiente pero no siente: evita el sufrimiento enconando la herida dentro y buscando soluciones afuera: todo, con tal de no cargar con esa afrenta, con ese “plomo en las alas”; todo con tal de no cargar el fardo de esa pobreza que es la vida cuando se la mira desde sus limitaciones (abandono, despojo, soledad). 

Y tenemos la impresión de que ese sentimiento de humillación se refugia mecánicamente en la inteligencia, tal como le ocurre a María Eugenia, que embiste contra la “humillante realidad” con brillantes justificaciones. En efecto, la formidable intuición de Teresa de la Parra hizo que María Eugenia, acorralada por la “fatal evidencia”, reaccionara con su “Diccionario Filosófico”, hallando en su “ilustración” de colegiala interminables argumentos y posturas para espantar esa realidad que amenazaba llevarse sus sueños de éxito, fortuna y felicidad. Pero si la reacción diferida de María Eugenia resulta aleccionadora, no menos interesantes serán las actuaciones de Abuelita y tío Pancho. 

Juntos, los tres, entonan el canon de la familia criolla: esa mezcla de disparates y vaporones, portazos y silencios donde queda enjaulada, como un canario, la desgracia. Pero María Eugenia, obviamente, no se da cuenta de que su rebeldía, lejos de provocar desconcierto, es parte integrante del concierto. En efecto, ella interpreta el silencio y la indiferencia de Abuelita después de la tormenta, como una muestra de “poca penetración y sutileza psicológicas”. Ella, la recién llegada, ajena a los rituales y misterios del habla casera, se empeña en sacar conclusiones y batallar con argumentos; mientras la abuela sigue calando y Pancho se marcha sonriente. Ambos comprenden y callan, compasivamente, dejando que la muchacha “resuelle por la herida”. Abuelita recurre a una elocuencia simbólica o emblemática, no argumentativa, que apunta a la emoción a través del gesto, y esto la convierte en custodia de esos valores colectivos, conservadores e inconscientes que educan a María Eugenia por canales muy poco intelectuales. Ella es la piedra de tranca que resiste al aguacero verbal de María Eugenia e impide que toda la “rebeldía de palabra” que la ilustrada muchacha aprendió, justamente, en París, se desparrame por la casa. 

En efecto, después de que Pancho insinúa que Eduardo se aprovechaba de la ausencia de su hermano para robarla, Abuelita le responde, indignada, con una vehemente apología de su hijo y remata con una típica puya: “No ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego”. Entonces, Pancho no sigue discutiendo y se bate en retirada, recurriendo también a una fórmula ritual: 

—¡Diablo!, ¡si ya van a dar las doce! 
Y muy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido, tomó del colgador su bastón, su sombrero; se puso el sombrero: se asomó un segundo al espejo angosto del colgador; se despidió sonriente: 
—¡Hasta mañana!. 

Esta escena es un ejemplo clarísimo de cómo funciona la peculiar economía psíquica de la familia criolla: Pancho se marcha después del puntazo, ni herido, ni molesto, dejando que la hora disuelva una discusión que era imposible resolver con argumentos. Una discusión que de seguir se remontaría a los primeros pobladores de estas tierras, y quién sabe si al pecado original. Es decir, parece que en casa sabemos que no hay manera de resolver esas discusiones, que nadie tiene la razón y todos la tienen. Entonces, la “culpa” rebota como una pelota, pasando de mano en mano, sin que nadie cargue exclusivamente con ella. Sospechamos que Pancho puede tener razón, en parte; pero también suponemos que Abuelita, en parte, dice la verdad, porque los Alonso muy bien podrían estar acusando sin mucho fundamento a Eduardo. Pancho, sin aspaviento alguno, dio un metonímico “portazo” a la discusión. El portazo: un gesto ritual y ancestral con que el alma se defiende para rechazar y “no dejar pasar” ciertas cosas sin bloquearlas del todo, sin “reprimirlas”. El portazo es quizá la única manera de indignarnos y mantener abierta otra puerta para regresar, sin necesidad de ceder o explicar nada. Así, en las batallas caseras no hay vencidos; quizá porque, entre otras cosas, el triunfador termina siempre derrotado por la terquedad o indiferencia del vencido, por ese portazo que nos deja hablando solos.

Para el lenguaje de la casa las explicaciones como que sobran; y cuando, a pesar de todo, consiguen entrar, la atmósfera familiar desaparece para dejarle el campo al aburrido pugilato de lo personal. Se pierde esa sanción invisible del ambiente que hace que las verdaderas “soluciones” se cocinen solas, sin que tengan que intervenir las racionalizaciones, la culpa o los terapeutas. 


María Fernanda Palacios.

Verbigracia, sábado 16 diciembre de 2001.
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