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Curso (rápido y sentimental) de italiano

Avance editorial de la obra ganadora del XVIII Premio Anual Transgenérico, escrito por Slavko Zupcic otorgado por la Fundación para la Cultura Urbana

  • Diario El Universal

13/02/2019 12:27 pm

(Fragmento) 

3 

Esa misma tarde fue a la agencia de viajes de la universidad. A Youseff no le gustaba comprar los billetes por Internet. Tuvo suerte y consiguió un vuelo económico, Barcelona-Napoli. Suerte por lo económico y porque el avión llegaba a Napoli y no a Roma: era mucho el trayecto que se ahorraba. 

 —Cuidado en Napoli —le advirtió Nonna Rosa cuando la llamó para anunciarle su visita y saber si era posible permanecer en su casa. 

Le pareció una alerta innecesaria ya que, según pensaba, de Napoli solo conocería el aeropuerto: una exageración producto quizá de la rivalidad antigua entre dos ciudades vecinas y, aunque diferentes en medida, que compartían la misma cultura. 

Tenía miedo. Menos mal que el vuelo fue relativamente rápido. Gracias a la azafata, que tenía por los menos cincuenta y cinco años, Youseff recordó el argumento de una novela de Álvaro Mutis. Definitivamente, los aviones habían perdido todo glamour con los vuelos low cost y esta mujer nunca habría podido trabajar en el burdel creado por Ilona y Maqroll. Cuando finalmente recordó el título de la novela, Ilona llega con la lluvia, el piloto anunció que en quince minutos aterrizarían en Napoli: aunque carentes de glamour, los aviones seguían siendo rápidos. 

Napoli desde el cielo era grande y caótica: lo más parecido a los restos de un naufragio. Quizá seguía influenciado por Nonna Rosa, pero le parecía que se trataba de una pizza gigante construida al lado del Vesubio. Como si en la ciudad más grande del mundo hubiesen tirado una bomba. A pesar de eso, según le habían dicho los compañeros de la universidad, sus habitantes conservaban una especial vitalidad y, en medio de las ruinas, la alegría y el orgullo de haber sido alguna vez una ciudad tan grande. Esa seguramente era la causa de los prejuicios salernitanos advirtiéndole que no se relajara hasta llegar a Salerno. De todas maneras Youseff estaba tranquilo. El aeropuerto le pareció igual que los otros aunque con el estacionamiento un poco más caótico y los taxistas demasiado insistentes. Solo empezó a sentir miedo cuando recordó que no había trenes que lo llevasen del aeropuerto a Salerno y que tendría primero que ir en autobús al puerto de Napoli y allí abordar a otro autobús que lo llevaría a Salerno. 

Mientras esperaba el primer autobús, vio hacer todo tipo de trapicheos, pero se consoló pensando que eso podía suceder en cualquier ciudad del mundo. Cuando pudo subir al autobús y este arrancó, lo único que lamentó fue no entrar en la ciudad. De hecho, siguiendo un trayecto periférico el autobús lo llevó del aeropuerto al puerto. Fueron apenas cinco minutos y Youseff se quedó con las ganas de ver algo de Napoli. En el Molo Mergellina estaba la parada de autobuses que iban a Salerno. Allí fue, viendo a los otros posibles pasajeros, que comenzó su aprendizaje sentimental del italiano. 

Ya dentro del autobús ("Si chiama pullman", le diría luego Nonna Rosa) se sentó junto a un hombre que habló al teléfono durante todo el trayecto. Hizo más o menos cinco llamadas y recibió otras tres y en todas el tema de conversación era el dinero. Pero no hablaba de cientos de euros, sino de miles y millones, contratos que al menos a él le parecían imposibles, cheques estratosféricos y transacciones inimaginables. El hombre vestía bastante bien, con ropas de marca ("Tutto griffato, vero?", le preguntaría Nonna Rosa cuando le comentó la circunstancia) y él comenzó a pensar que se trataba de un banquero o de un gran inversor. Inicialmente le pareció admirable que un hombre así hiciese el trayecto en pullman y no en un coche privado. Luego comenzó a dudar: ¿quién le garantizaba que esas llamadas fuesen verdaderas? ¿Y si el hombre era más bien un paciente psiquiátrico o simplemente un fanfarrón? "Hombre fanfarrón: poco aceite y mucho algodón", decía un refrán español que había encontrado en un libro sobre olivos milenarios. Pero inmediatamente disipó esa idea de su cabeza: no tenía sentido pensar mal de una persona que no conocía en un medio que tampoco conocía. Sencillamente había tenido la mala suerte de compartir asiento con un millonario. "Cada uno de nosotros tiene una capacidad limitada y a veces no estamos en condiciones de juzgar a otros que tienen capacidades mayores que nosotros". Eso era lo que alguna vez le había comentado su padre cuando él le preguntó sobre el posible origen de la fortuna de los padres de un compañero de la Facultad. 

Durante el resto del trayecto intentó aislarse de su voz y concentrarse en otras cosas. En el asiento de adelante, una joven morena sacudía permanentemente la cabellera y cada vez que lo hacía un perfume antiguo (su madre, hacía tanto tiempo, alguna vez había tenido un perfume semejante y decía, quizá metafóricamente, que tenía oro líquido) llegaba a su nariz. Siempre había escuchado de lo maravillosas que eran las mujeres italianas y, delante de él, había un claro ejemplo de esa belleza. Pero mucho mejor, el paisaje y, sobre todo, los carteles de pueblos y ciudades que el autobús iba dejando atrás. Cuando vio Pompei, inmediatamente recordó las clases de historia del arte del bachillerato y el instinto lo hizo mirar a la izquierda. Los ventanales del pullman eran gigantescos: aquella montaña era el Vesubio y el autobús, circulando a toda velocidad, atravesaba el fragmento de tierra que alguna vez fue simplemente un chorro de lava a punto de sepultar Pompei y Ercolano.

Luego el autobús comenzó a trazar varias curvas muy seguidas y rápidas y fue necesario cerrar los ojos. Durmió un poco y al final lo despertó una primera parada. Habían llegado a Salerno. Leyó en el cartel que daba nombre a la calle: Principessa Sighelgaita. Allí bajó el banquero. Luego, en la segunda parada (Piazza San Francesco) bajó la morena perfumada. Recordó que él debía bajar en la tercera parada (Piazza della Concordia, así se lo había dicho Nonna Rosa). Allí llegó el autobús a los dos minutos y, antes de bajar, a través del parabrisas, vio el mar del que ya le habían hablado en Barcelona ("En el fondo está el paseo marítimo, pero no le llaman así: le dicen Lungomare", le dijo el jefe). 

Como se hizo fila detrás de él pudo escuchar que alguno se lamentaba: 
 —Questo anche é rimasto incantato con il Lungomare. Claro que sí, a él la belleza del paseo marítimo lo impresionaba: no solo lo detenía en el tiempo sino que lo hacía retroceder a las visitas que de pequeño había hecho con sus padres a Marruecos, cuando en verano visitaban a los tíos. Cerraban la tienda en la rambla, estaban toda la noche contando y asegurando la mercancía —chapas, bufandas, postales de la Sagrada Familia— y luego partían en la furgoneta grande llena de pantalones, colchas y camisetas. Tantas horas hasta llegar al estrecho y, luego, en el mar, sobre el ferry, viendo cómo Marruecos se acercaba cada vez más. 

—Scendi già— le dijo una mujer rubia a la que no había visto durante la espera ni durante el trayecto y él comprendió que debía bajar, que interrumpía a los demás, que era necesario bajar y buscar Via Arce y, frente a la oficina postal, el edificio en que Nonna Rosa lo esperaba. 

No fue difícil. Si en Barcelona le había resultado siempre tan difícil orientarse y eso que decían los catalanes de banda de mar y banda de montaña le resultaba incomprensible, el mapa de Salerno parecía que estaba tatuado en su cerebro: atravesó el parking, comenzó a subir por la Vía Pio Undicesimo, pasó por debajo del Arco del Diablo y caminó quinientos metros hasta llegar al edificio de correos ("Della Posta", le había dicho Nonna Rosa). Frente a él estaba el palazzo de Nonna Rosa y, junto a la puerta, una anciana robusta que lo invitaba a atravesar la calle. 

—Venga, vamos. 

La saludó con un abrazo y recibió en ese mismo momento una primera lección de italiano. Primer beso en la mejilla izquierda, segundo beso en la derecha. Su abrazo y sus besos le inspiraron confianza. Sin saber cómo ni por qué Youseff se encontró hablándole de Izet Sarajlic. 

—¿Usted lo conoció? 
—No —le respondió Nonna Rosa y él dio por válida su respuesta: conocer un poeta bosnio de obra discreta era más asunto de especialistas que de personas comunes. 
—¿A Sandor Marai sí? ¿Sabe que vivió doce años aquí en Salerno? 
—Tampoco. 

Luego, cuando Nonna Rosa le enseñó la habitación y su baño (sobre la cisterna alguien había olvidado un recetario de pizzas), recordó que sus padres no fueron capaces de permanecer en Barcelona, sino que cerraron el negocio de las ramblas y, dos meses después de la exhumación de Ahmed, se fueron detrás de sus huesos a Marruecos. Él ya estaba en Sabadell. Aun así fue terrible. Se había quedado solo, absolutamente solo: sin Ahmed, sin sus padres, sin amigos aunque quizá nunca los había tenido. Cuando se despidieron, su padre le refirió una anécdota de la época en que tenían la lavandería en el Ensanche: un profesor universitario que venía todos los viernes, se desvestía en el baño y esperaba allí un servicio. 
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