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Conversaciones con Picón-Salas

El escritor y crítico literario, Julio Ortega (Casma, 1942) aborda al ensayista venezolanao, Mariano Picón-Salas, en un archivo de Verbgiracia que lo define como un lector convertido en dialoguista

  • Diario El Universal

26/01/2019 07:19 pm

De todos los grandes ensayistas latinoamericanos a quien me hubiese gustado conocer es a Mariano Picón-Salas (1901-1965). 

Leyéndolo a lo largo de los años, uno puede reconocer, entre tantas voces, la entonación de la suya, distintiva, y volver a sus páginas como quien retoma una conversación interrumpida. Leerlo es conversar con él. Pero la suya es una charla a la vez plena y gentil; llena de actualidad aunque ligeramente desasida de las opciones de turno; sutil y compleja en su análisis y, a la vez, fluida y ajena a todo énfasis. 

Es una conversación que nos imagina como interlocutores hechos en la inteligencia del diálogo, en ese ámbito de la atención, donde el lenguaje nos hace mutuos; o sea, más humanos. Si Borges es responsable de haber renovado el ejercicio de la lectura, al conferirle el poder de la duda y la ironía; Picón-Salas debe ser responsable de haber renovado la interlocución, al convertir al lector en un dialoguista en el proyecto dialógico de hacer de lo real una conversación civilizada. De allí que las grandes y durables virtudes de este escritor no se impongan nunca al lector. Sus afirmaciones están matizadas por el protocolo de la opinión; es decir, por la modestia, la excusa, el relativismo de la afirmación personal o subjetiva. Le molestaba lo que llamó el “yoísmo”, esa primera persona que dice “yo” como quien da un puño en la mesa. Jamás sus opiniones buscan imponerse sobre las nuestras, nunca son en voz alta, y no pretenden cambiar las nuestras ni sobreimponerse como verdades a toda costa. 

Por eso uno extraña la mesura refinada de esa voz familiar, sobre todo ahora que predominan los juicios encarnizados, el monólogo de verdad única, y la promiscuidad opinadora. En su Pequeña confesión a la sordina (1953) escribió: “Y como son las palabras las que producen las más enconadas e irreparables discordias de los hombres, a veces he cuidado —hasta donde es posible— la sintaxis y la cortesía, con ánimo de convencer más que de derribar”. La sintaxis y la cortesía: ese sería el lema de este ensayista discreto. Porque si la sintaxis es el orden del mundo en el lenguaje, o sea, el espíritu geométrico que da razón del mejor entendimiento; la cortesía es el orden de la sociedad en el diálogo, es decir, el principio ético de reconocer en el otro nuestro mayor valor. 

Escribiendo sobre el "Nuevo Mundo", Montaigne lamentó alguna vez que Platón se hubiese perdido las noticias del descubrimiento de América. Pero, en verdad, no lo lamentaba por Platón sino por él mismo, porque se había perdido conocer sus reacciones y comentarios. En buena cuenta, Montaigne hubiese querido compartir la mesa de Platón para charlar sabiamente a gusto sobre tan grandes noticias. Porque parecía echar de menos una dimensión arquetípica del conocimiento: la intimidad de la charla, esa escena original del asombro pensado. 

Muchas veces, Picón-Salas parece necesitado de conversar con los héroes culturales del pasado. Y lo hace, en efecto, con Francisco de Miranda, Andrés Bello, Rubén Darío, José Martí, Domingo Faustino Sarmiento… Pero está libre de la superstición biografista, y revela su estirpe intelectual en su interés central: las ideas, los movimientos estéticos, los fenómenos históricos. Esto es, la historia de la cultura como diálogo creativo, que nos remonta al pasado pero sólo para enriquecer nuestro presente. Por eso se puede decir que Picón-Salas, en sus grandes libros (De la Conquista a la Independencia, 1944; Formación y proceso de la literatura venezolana, 1940) y en sus ensayos de reflexión americanista, hizo dialogar a Hispanoamérica consigo misma y con Europa. Fue, es cierto, un historiador de la cultura, que en lugar del tratado académico utilizó el ensayo histórico, no menos erudito pero más expositivo. 

Escribió para un público menos especializado y más venidero, un lector que estaba aún formándose como interlocutor del mundo que le había tocado en herencia y lectura. Tiene, por ello, el equilibrio moderno entre la información y la crítica, entre la historia y el ensayo, entre la enciclopedia y el periodismo. Esas armonías no descuentan la pasión crítica, que se transparenta en la alta demanda de sus opciones estéticas, pero tampoco eluden la convicción política, que se evidencia no sólo en su condición de exiliado sino en su crítica de las dictaduras y vocación de independencia. 

Pero esta intimidad equilibrada que lo distingue no deja de ser peculiarmente suya y, en sí misma, una operación intelectual. Por un lado, se trata de una virtud clásica, que cultiva la noción del término medio como más justa, base además del liberalismo serio que lo distingue. Pero también de una economía disciplinaria, ya que no se rinde a la especialización de los discursos y practica, desde la historia cultural, una mirada más objetiva y de largo alcance, que suma los procesos y gusta de los sumarios. Y, en fin, de una actitud pedagógica, ya que Picón-Salas es un escritor que siempre tiene en cuenta al sujeto de la lectura, este hispanoamericano acabado de nacer a la biblioteca de su propio mundo. 

Al releerlo, uno sospecha que Picón-Salas debe haber pasado un rato decidiendo dónde empezar su cuento, tentado por muchos comienzos, ya que es un cuento de no acabar que incluye su propio comienzo. Hay una cierta suma fecunda, por lo demás, en el origen venezolano de Mariano Picón-Salas, que no es caraqueño sino merideño. Mérida es una antigua ciudad aristocratizante enclavada en los Andes, señorial y criolla, pero también de larga gravitación nacional y reposo letrado. Cuenta Picón-Salas que los negocios paternos vinieron a menos (“Regresé a la provincia para asistir a otro drama de la consumación de la juventud: la ruina de mi familia”), y la familia sufrió ese ostracismo. En 1923, con su padre, se marcha a Chile, donde seguirá estudios de Historia en el famoso Instituto Pedagógico. 

Pronto empieza a enseñar y luego es empleado de la Biblioteca Nacional. El 28 se recibe de profesor con una tesis sobre Lima en el siglo XVIII. Su aprendizaje vital se convierte en docencia americanista. El exilio es el otro polo de la identidad intelectual de Picón-Salas, tan decisivo como sus orígenes. Aunque sin duda él hizo de ambos no una discontinuidad traumática sino una suma intensa. En 1936, a la caída del dictador Gómez, vuelve a su país. Hace su primer viaje a Europa con un cargo diplomático pero al año renuncia y regresa a Chile. Cuando Rómulo Gallegos es elegido presidente de Venezuela, le nombran embajador en Colombia, pero Gallegos es derrocado y vuelve a renunciar. Pasa varios años de profesor en universidades norteamericanas. Y esta es la prueba definitiva que hizo a este intelectual lo que es: toda su vida y obra ocurrirán en ese espacio de ida y vuelta, entre varios países latinoamericanos y Estados Unidos, espacio desarraigado pero característico del oficio intelectual y la independencia de un hombre cuyas adhesiones políticas estaban con la izquierda reformista de Rómulo Betancourt, esa corriente modernizadora y renovadora, que buscaba promediar entre el conservadurismo y el marxismo, con vocación continental y fe en los desarrollos nacionales. 

Después de la caída del dictador Pérez Jiménez, regresa en 1963 a su país y es designado embajador en México, pero enferma y retorna a Caracas, donde muere dos años después. Su obra lleva el signo de este renovado exilio: movimiento y armonía, dispersión de lo actual y reflexión articulada, intensidad política y lección clásica. El historiador Benedict Anderson en su famoso tratado sobre el nacionalismo, La comunidad imaginaria, se declaró intrigado por la Venezuela del siglo XIX. Dos cosas le llamaron la atención: el hecho de que una clase social prominente, la de los criollos ricos y educados, decidiera sacrificarse en la lucha emancipadora; y el hecho de que esa temprana vivencia de la idea de nación les hiciera reproducir la Constitución de Estados Unidos como si fuese un documento propio. 

Era una generación no sólo de conciencia continental sino de inspiración universal. Mariano Picón-Salas habría gustado de esta especulación sobre sus orígenes. Porque también él concibió al siglo XIX como el de la formación de las nacionalidades, y encontró algo más en ese proceso: que América Latina estaba más cerca de su pasado que Europa del suyo. Esa vivencia del pasado era la conciencia histórica, el gran saber americano de la pertenencia no al estado divisorio sino a la región del origen y a la nación imaginada como más grande que el origen. En esa concepción de una historia común, que era capaz de ubicar la casa paterna en la memoria, la ciudad provinciana en el mapa, y el país en el futuro, se sustenta la lectura que Picón-Salas hace de la historia intelectual de América Latina. Y es lo que le permite, además, entender que el fenómeno literario no es solamente estético, que Doña Bárbara no es mejor que Canaima, pero que Gallegos ha logrado con la primera una novela capaz de incluir al lector, al venezolano que reconoce en ella las representaciones de su propio medio como un mundo en proceso de hacerse. 

Le permite también reconocer, entre los primeros, el talento excepcional de Teresa de la Parra, la gran novelista de Venezuela, que sumó la tradición regional y la velada parisina en su lenguaje de criolla sutil y mundana. Pero en la diversa y siempre fecunda obra de Picón-Salas no sólo hay páginas de valoración e intuición, que dan la medida del crítico, sino también de permanente actualidad, que confirman al maestro. Me refiero, sobre todo, a los ensayos que dedicó al barroco. De pronto, en estos extraordinarios recuentos, Picón-Salas revela un gusto íntimo por nuestras formas más audaces y menos mesuradas. 

Más sensoriales, retóricas y alegóricas. Se demora con deleite en los “agudísimos sofismas” y en la “extravagante exageración” (los epítetos son de Gracián), en el desfile alegórico que en Lima incluye un carro de Apolo donde va un muñeco que representa a Góngora, y en la paradójica “retórica del llanto”, que dijo Sor Juana. Esa “demasía” de la forma ha tenido pocos intérpretes de apetito tan cumplido. Borges confesó alguna vez que cuando escribía una página se preguntaba qué pensaría Alfonso Reyes al leerla. Tal vez la hubiese encontrado demasiado escrita, necesitada de la duración hablada, esa medida del tiempo vivo. Pero Mariano Picón-Salas sin duda sabía cómo respondería su lector a una frase suya: como el interlocutor convocado. 

El español americano de este artista de la lengua incluye nuestras voces como la parte decisiva de su proyecto de una patria dialogada. 
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