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Descomposición de la Venezuela saudita

El presente extracto forma parte de La ciudad enel imaginario venezolano IV. Prologado por Ana Teresa Torres, la escritora destaca la labor de “entretejido” del último tercio del siglo XX

  • Diario El Universal

21/11/2018 07:48 am

"La rigidez que a veces presenta la organización de los partidos, 
el efecto que cumplen sobre la psicología colectiva los medios de comunicación y 
los costosos recursos empleados para provocar determinados resultados, 
debilita la fe en el sistema y lo hace vulnerable a las críticas formuladas 
por los partidarios de otras maneras de gobernar." 
–RAFAEL CALDERA, Reflexiones de La Rábida (1976) 

1. En el mediodía andaluz de una España que despertaba del franquismo, con ocasión de asistir a un foro organizado por la Universidad Iberoamericana, relevado ya de una presidencia antecedente de la Gran Venezuela en desarrollo, Rafael Caldera retomó, en Reflexiones de La Rábida (1976), una ensayística sociológica cultivada desde sus tempranos años como pionero de la democracia cristiana. 

Siempre preocupado por la relación entre ciencias sociales y política, pero viendo ahora en perspectiva el discutido nivel de desarrollo del país que había conducido, el expresidente hizo notar que el ingreso nominal no era determinante del estatus social de la familia venezolana, ya que cantidad de beneficios provistos por el Estado –educación básica, media y universitaria; atención médica, hospitalaria y farmacéutica; «vivienda higiénica, gratuita o subsidiada; la que dispone de servicios subsidiados»– alcanzaba un ingreso real y un estatus social muy superior. 

El razonamiento era correcto desde el punto de vista económico, aplicable a muchos Estados de bienestar de los países industrializados ya desde la segunda posguerra –desde el temprano modelo de Suecia hasta el más reciente de Japón– donde la madurez del desarrollo, tras el despegue distinguido por Walt Rostow, se había traducido en una modernización y tecnologización de sectores industriales, mientras se diseminaban beneficios sociales allende el incremento en el consumo. Pero estas reflexiones no eran extensibles lamentablemente para el caso de la Venezuela petrolera, «despegada» desde los sesenta pero distante de alcanzar esa «madurez» económica y social; seguía siendo un país subdesarrollado, donde muchos de los supuestos beneficios señalados por Caldera eran atendidos deficitariamente por las agencias estatales, o mediatizados por las maquinarias clientelares de los partidos políticos. 

Ya como Presidente se había preocupado por un informe de la Oficina Municipal de Planeamiento Urbano (OMPU), donde se señalaba que Caracas, para comienzos de la década de 1970, exhibía 130 mil ranchos, equivalente al 30 por ciento del total de viviendas capitalinas. Era una cifra alarmante y hasta vergonzosa, especialmente al considerar que el Nuevo Ideal Nacional se jactaba de haber dejado apenas siete mil, según recordara el mismo Pérez Jiménez desde su exilio madrileño. Pero la situación era peor de lo que el entonces Presidente llegó a pensar: frisando incluso las 580 mil unidades en zonas de ranchos definidas en el Plan general urbano de Caracas 1970-1990, elaborado por la misma OMPU –lo que representaba 22% de la población del Área Metropolitana de Caracas (AMC) para 1966– la magnitud de la vivienda informal confirmaba un déficit habitacional que –para un experto como Leopoldo Martínez Olavarría, director del Banco Obrero– ya para finales del período de Rómulo Betancourt alcanzaba 800 mil viviendas a nivel nacional, según las estimaciones más dramáticas. 

Después de convocar al Director de la OMPU, Caldera se alivió pensando que en los así llamados «ranchos» estaban siendo incluidas «muchas viviendas con piso de mosaico, platabanda, varias plantas, diversas habitaciones y todas las comodidades, pero ubicadas en áreas marginales». Era un ejemplo, para el otrora profesor de sociología, de que las ciencias sociales debían hacer más ajustadas y precisas sus definiciones, ya que la diferencia de conceptuaciones implícitas en el criterio «podía conducir a una evaluación sustancialmente diferente del problema y, consecuencialmente, a una programación totalmente distinta». 

Quizás era también un escamoteo del político hábil frente a una herencia nefasta, engrosada por su propia administración, a pesar de que uno de sus lemas electorales había sido la construcción de «100 mil casas por año». Si bien esta meta fue superada en 1973, devendría legendaria entre las incumplidas promesas políticas en la Venezuela de Puntofijo. 


2. Beneficiado en parte por los ofrecimientos incumplidos de Caldera, así como por el fortalecimiento de Acción Democrática (AD) –escindido desde mediados de los sesenta– el delfín de Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez (CAP), logró contundente victoria en las elecciones de 1973, ensombrecida empero por el fantasma de la polarización y el bipartidismo que alternaría a adecos y copeyanos hasta finales de los años ochenta. El enérgico candidato había dejado de usar «sus sombríos trajes oscuros de Ministro de Relaciones Interiores» de Betancourt, sustituyéndoles por llamativos fluxes a cuadros con toques de «marginal urbano», según contrapone Luis Britto García con sarcasmo desde la izquierda radical. Excluida del pacto de Puntofijo, ésta no olvidaría el pasado represivo del ministro, dando pábulo al resentimiento contra el líder carismático y controversial de las décadas venideras. 

Disponiendo de ingresos de más de 45 millardos de dólares, el primer gobierno de CAP (1974-79) se dio el lujo de crear el Fondo de Inversiones de Venezuela (FIV) –destinado a administrar el excedente de renta producido por los altos precios del crudo desatados por la crisis de 1973–71, así como de nacionalizar el hierro y el petróleo en enero de 1975 y 1976, respectivamente. Fueron hitos históricos de ese período de frenesí económico y social conocido como la «Gran Venezuela», cuyo manifiesto prospectivo fuera el V Plan de la Nación, concebido desde el Cordiplán de Gumersindo Rodríguez

Uno de los más espectaculares escenarios regionales de ese proyecto desarrollista fue Guayana, donde se domicilió el holding de empresas básicas agrupadas por la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), incluyendo la Siderúrgica del Orinoco (Sidor), Aluminios del Caroní (Alcasa), Venezolana de Aluminios (Venalum), entre otras. Ellas pasarían a estar bajo el comando de Leopoldo Sucre Figarella, otrora Ministro de Obras Públicas, así como titular de Transporte y Comunicaciones durante los años setenta, designado Presidente y Ministro de Estado de la CVG desde 1984. El así llamado «zar» de Guayana no pudo, sin embargo, recuperar económicamente el consorcio de empresas básicas, como una prefiguración del agotamiento de la Gran Venezuela. Porque ese Estado corporativo hipertrofió la administración central y descentralizada: si durante la primera década democrática se habían creado, aproximadamente, unas 90 fundaciones, compañías anónimas, asociaciones civiles –incluyendo aluminios Alcasa, Cementos Guayana y la línea aérea Viasa– en los setenta esa cifra pasó a 154 empresas estatales, 28 compañías de economía mixta y 30 institutos autónomos, incluyendo el FIV y Corpoindustria. 

Con un presupuesto tan acelerado como el paso de CAP el caminante, la Gran Venezuela devino ese descomunal e improductivo «Estado blando», asociado por el economista sueco Gunnar Myrdal, desde la década de 1950, con los desbalances del subdesarrollo y el creciente Tercer Mundo. Después de las nacionalizaciones del hierro y del petróleo, saludadas por Arturo Uslar Pietri como señeras oportunidades de enrumbarse hacia el progreso sostenido, la Gran Venezuela trocose en ese leviatán administrativo, que para comienzos de los ochenta, el otrora ministro de Isaías Medina Angarita señalaba como una de las patologías de nuestro subdesarrollo: 

«Un adiposo Estado, sin esqueleto ni músculos, que crece como los protozoarios por adición y segmentación cubriendo un espacio inerte». 

Sin importar los intentos por generar industria básica y de capital, la industrialización se concentró en bienes de consumo final, altamente dependientes de ciudades aglutinantes de mercados urbanos, acentuando el proceso de concentración demográfica en el territorio. Al mismo tiempo, más que el aparato productivo, fue el Estado quien terminó jugando rol «determinante a través de la difusión del gasto corriente»; a esa debilidad estructural del ingreso se sumó la distorsión causada por la demanda de bienes y servicios suntuarios de una sociedad crecida como rica sin verdaderamente serlo, lo que llevó, por ejemplo, al incremento desmesurado de importaciones suntuarias y, en siete veces, el consumo directo en el extranjero durante la década de 1970. 


3. Al recibir de CAP, en 1979, una «Venezuela hipotecada» por una deuda pública que, según el presidente saliente no llegaba a 74 millardos de bolívares, pero que según el entrante superaba los 110,78 el gobierno de Luis Herrera Campins (1979-84) se propuso «sincerar la economía» mediante la eliminación de subsidios y liberación de precios, en medio de una inflación rayana en el 20 por ciento. 

Mientras la productividad laboral declinaba, no se incrementaron las inversiones públicas, siguiendo un relativo enfriamiento de la economía, según una política «monetarista» influida en parte por el libre mercado de los Chicago Boys en Chile. La famosa Venezuela hipotecada denunciada por Herrera no solo no pudo con la deuda externa, sino que ésta más bien aumentó; el fin de la prosperidad de la Gran Venezuela llevó al fatídico Viernes Negro, 18 de febrero de 1983, cuando comenzando el año de celebraciones bicentenarias del natalicio del Libertador, el gobierno hubo de devaluar el bolívar y controlar el cambio para frenar la fuga de capitales. Desde la década de 1960, la libre convertibilidad de la divisa venezolana había permanecido en torno a 4,30 por dólar, suerte de piedra angular de la estabilidad económica, política y hasta psicosocial de la democracia venezolana, inmune en apariencia a las hiperinflaciones y dictaduras de los vecinos latinoamericanos. 

Pero con 128 millones de bolívares fugados del país entre el 7 de enero y el 4 de febrero de 1983, el Banco Central debió suspender la venta de divisas el viernes 18, por primera vez en décadas, para proceder a devaluar de 4,30 a 6,50, según decreto 1.841 del 22 de febrero. «La decisión tenía no solo implicaciones económicas sino políticas y hasta psicológicas», al decir de Manuel Felipe Sierra

«Una larga estabilidad de la moneda había convertido al bolívar en una suerte de fetiche o referencia mítica».

Junto a la devaluación de la moneda emblemática, después del sonado caso del buque Sierra Nevada que ensombreciera la salida de CAP de la presidencia, continuaron los escándalos de corrupción durante las administraciones de Herrera y Jaime Lusinchi (1984-89). Fueron epitomados por los chanchullos en el control cambiario de Recadi y las intrigas palaciegas de Blanca Ibáñez, secretaria privada de Lusinchi, a pesar de que erradicar la corrupción había sido consigna electoral de ambos presidentes. 

La descomposición en esta segunda etapa del Estado liberal democrático pareció así conducir a un desengaño y frustración colectivos, agravados por la hipertrofia burocrática: ya para 1980 había 300 entes descentralizados, los cuales consumían 70% del presupuesto nacional, participación que solo alcanzaba el 30 por ciento en 1960. El gasto público socavó las reservas internacionales de 10 millardos a apenas 300 millones de dólares para 1988. El cuadro político se había vuelto asimismo inestable y tercermundista, especialmente durante el folletinesco gobierno de Lusinchi, cuyas cuitas secretariales daban pábulo al culebrón palaciego, como el de las telenovelas venezolanas que comenzaban a ser famoso producto de exportación. 

Liderando a duras penas el anquilosado establecimiento partidista de Puntofijo, AD «estaba pasando aceite», según las imágenes petroleras y carburantes de Manuel Bermúdez para captar la fatiga de los motores gubernamentales y la ineptitud de los conductores; un poco como ocurría con aquellas cacharras que, al lado de los lujosos LTD y Caprices de los últimos millonarios sauditas, cruzaban las ya deterioradas autopistas venezolanas: La libertad se puso resbalosa. Y en el motor del gobierno se sentía un golpe de biela, porque el mecánico era alfarero. Tal vez por eso el doctor Lusinchi guardaba las morocotas del tesoro en rústicas botijas como los ricos de antes. Y su Secretaria y segunda esposa, mandaba como Manuelita Sáenz. Ruidos de esferas y de sables se oían por los cuarteles. Pero la libertad era una diana de atención firrm.

Tras el espejismo desarrollista de la Gran Venezuela, las promesas incumplidas y los malestares consecuentes proliferaron con la descomposición iniciada, paradójicamente, por el boom de los precios del crudo. Sin importar los atiborrados tanques que pudo tener como productor de petróleo, el avión venezolano perdió la brújula desarrollista después de los logros iniciados con la dictadura, los cuales habían permitido confirmar el despegue económico de comienzos de los sesenta, emblematizado en las aeronaves naranjas de Viasa. 

Por contraste, el Viernes Negro evidenció el extravío y agotamiento de la «petrodemocracia», con funestas consecuencias para el ciclo económico, político y social iniciado con el crac. Pero no todo fue malo, por supuesto. En el dominio económico, la consolidación del Estado corporativo permitió reformas de corte socialista introducidas en los años setenta, las cuales incluyeron, entre otros logros, la institucionalización de la planificación centralizada, con sus intentos de ordenación territorial. Asimismo, en el campo cultural, se fundaron instituciones emblemáticas de la Venezuela moderna hasta comienzos del siglo XXI, desde la Biblioteca Ayacucho y el Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles, tan laureado posteriormente, hasta el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (MACC), la Galería de Arte Nacional (GAN) y la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, mecenas de varias generaciones profesionales formadas en el exterior. 

Principalmente entrenadas en Norteamérica y Europa, estas élites profesionales que sirvieron en diversos sectores –desde la industria petrolera y otras empresas clave, hasta las universidades y los medios de comunicación– hicieron que, junto al significativo acceso a la prensa y la televisión, la sociedad venezolana fuese considerada, hasta finales de los ochenta y dentro del contexto latinoamericano, como «modernizada» en mucho, a pesar de su anclaje en el subdesarrollo. 

En vista de esos logros modernizadores y de las capas de «identidad formada en la época de éxitos» –desarrollismo de los cincuenta, democracia de los sesenta, Gran Venezuela de los setenta– la sociedad posterior a 1983 se rehusaba aceptar que ya no éramos un país rico. Bien lo resumiría la economista estadounidense Janet Kelly, llegada al país en aquella década saudita, utilizando un tiempo presente que realzaba, con acentos dramáticos, su perspectiva desde finales de los noventa: 

Somos un país rico, democrático, igualitario, pujante. Nos negamos a quitar esa capa que tanto nos gusta. Los taxistas conservan el discurso del perezjimenismo, los adecos conservan el discurso de la lucha democrática, los fundayacuchos conservan el discurso de la globalización y la ilustración —todos se resistían a ver la realidad presente. 


5. En aquel país que no podía dejar de percibirse como rico, las respuestas de la democracia representativa en Venezuela, además de socavadas por la corrupción endémica, estuvieron condicionadas por el «bajo nivel de las exigencias populares y la exigua expresión política efectiva de las necesidades sociales, unida a la incapacidad por expresar las reivindicaciones fuera del cauce de los partidos».

Acaso como en ningún otro Estado latinoamericano, esa mediatización partidista siguió infestando la picaresca del clientelismo, desde las oportunidades laborales hasta la prestación de servicios sociales; tal como ha resumido Andrés Stambouli: Los partidos más relevantes desde el punto de vista del soporte del establecimiento, AD y COPEI, se constituyeron en importantes canales de ese gasto social entre el Estado y la población. Desplegaron sus redes organizativas, fundamentalmente en los núcleos sociales urbanos más deprimidos y en el campo, operando como importantes mediadores entre la población y las distintas instancias gubernamentales a los fines de lograr para su clientela bienes y servicios, así como prebendas de la más variada índole: empleos en la administración pública, becas, materiales de construcción, canastas alimenticias. En este sentido, los partidos no solo fueron maquinarias para la lucha por el poder, sino también importantes agencias de control y asistencia social de una población obligada estructuralmente a transitar sus canales. 

La democracia partidista y representativa que había acompañado al Estado social de Puntofijo exhibía así fallas atribuibles, más que al régimen democrático mismo, a la inadecuación de «su funcionamiento a las exigencias del desarrollo, a través de la configuración de efectivos sistemas políticos (electorales y de partido) y de gobierno». Las ambiciones parecieron desbordar los mecanismos, lo cual era inquietud apenas audible en el eufórico desarrollismo de mediados de los setenta, pero que se volvería estentórea en la truncada fiesta de la década siguiente. 

En este sentido, premonitorias de la descomposición de la Venezuela saudita resultan las tempranas reflexiones de Caldera en La Rábida, al ponderar su primer mandato, sobre la necesidad de corregir el partidismo y estimular la participación en la democracia representativa, cooptada por maquinarias electorales: 

No cabe duda de que una de las fallas más serias de la democracia formal está en reducir el papel de la comunidad a escoger cada cierto tiempo los candidatos para ejercer determinadas funciones, entre las opciones que se le presentan. La rigidez que a veces presenta la organización de los partidos, el efecto que cumplen sobre la psicología colectiva los medios de comunicación y los costosos recursos empleados para provocar determinados resultados, debilita la fe en el sistema y lo hace vulnerable a las críticas formuladas por los partidarios de otras maneras de gobernar.

Con su cabello siempre engominado a lo Gardel, el todavía joven y apuesto estadista avizoraba acaso que las romerías y las verbenas celebradas en los aniversarios de AD y Copei en la México y otras grandes avenidas caraqueñas; o que los apoteósicos mítines de cierre de campaña en la Bolívar, antes de proceder a sellar, cada cinco años, aquellos tarjetones estampados de coloridas e ilegibles insignias de partidos, no eran ya suficientes mecanismos de participación democrática para las masas venezolanas. Ya desde La Rábida, Caldera presentía que éstas podrían buscar, a la postre, fórmulas no solo más participativas, sino también, paradójicamente, más autoritarias. 

Críticos del establecimiento político de la guanábana, especialmente los excluidos del pacto de Puntofijo, advirtieron que aquel anquilosamiento había comenzado desde tiempos de Betancourt, cuando se sembrara entre los humildes juambimbas, «la confusa y tramposa identidad entre pueblo-partido-democracia».   



Arturo Almandoz Marte 
es Urbanista cum laude, Universidad Simón Bolívar (USB, 1982);  Diploma de Técnico Urbanista, Instituto Nacional de Administración Pública (INAP, Madrid, 1988); Magíster en Filosofía, USB (Caracas, 1992); PhD por la Architectural Association School of Architecture, Open University (Londres, 1996); Posdoctorado por el Centro de Investigaciones Posdoctorales (Cipost), Universidad Central de Venezuela (UCV, Caracas, 2004). Profesor Titular de la USB y Titular Adjunto de la Pontificia Universidad Católica (PUC) de Chile, Santiago. Además de 50 artículos en revistas y actas especializadas y 35 contribuciones en obras colectivas y enciclopedias, es autor o editor de 15 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. 
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