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Una nueva aventura vacacional: El pajarraco, el niño y el abuelo

A veces los temores que sienten los niños tienen base en la forma de percibir los estímulos. Si el adulto le da confianza, el miedo se disipa

  • Diario El Universal

31/07/2018 05:33 pm

DAVID MONTILLA

El camino estaba despejado, las hojas secas de los árboles descendían lentamente por la suavidad de la brisa. Keyén, de 6 años, caminaba de la mano de su abuelo. De vez en cuando, el niño se agachaba a recoger alguna flor y la guardaba en el bolsillo para llevársela a su mamá. El abuelo le tumbaba la gorra a cada rato para hacerlo enojar y así poder enrollar sus dedos en los crespozos rulos del muchacho. 

La tarde avanzaba mientras el sendero se hacía más estrecho; la niebla que descendía de las montañas se colaba entre las raíces de los árboles de abeto que abundan por el camino. El andar del niño y su abuelo mantenían constante el crujir del las hojas secas. 

—Abuelo, ¿no te da miedo andar por estos caminos?—preguntó Keyén.
 —¡No, hijo! Aunque parezca tenebroso, este camino es tranquilo y seguro. Respondió el abuelo con serenidad. 
—A mí sí me da miedo—dijo Keyén con voz temblorosa. 
 —¿Por qué?, estoy aquí para cuidarte—expresó el abuelo con una leve sonrisa en su rostro. 
 —Igual estoy asustado, abuelo. Llévame a caballito en tus hombros—pidió el niño mientras le halaba el pantalón.

El anciano lo puso de espaldas hacia él, lo tomó por debajo de sus pequeños brazos, de un solo envión, le dio media vuelta en espiral y lo sentó en sus hombros. El niño le rodeó el cuello con las piernas y prosiguieron su marcha. 

Lo sujetó por sus pequeños zapatos, de aspecto ortopédico. Con el niño en los hombros, el crujir de las hojas disminuyo. La gorra del niño cayó de nuevo sobre los pies del abuelo. 

—¿Por que me tumbas la gorra otra vez? —inquirió el niño enojado. 
—¡Yo no fui, hijo, te tengo agarrado por los pies con las dos manos! ¿Cómo lo haría?, ripostó el abuelo con cierta ironía y tono burlón. 

El niño asustado soltó su pierna derecha del cuello de su abuelo, descendió por su cuerpo, como si bajara de un árbol. Se paró firme frente al abuelo, con los manos en la cintura y mirándolo fijamente a los ojos y con el ceño fruncido le dijo.  
 
—Entonces, ¿quién me quitó la gorra?
—¡No sé!—expresó el abuelo con una carcajada a flor de labios.

El niño tomó su gorra del suelo, se la puso de nuevo y echó a correr. Al llegar a un recodo en el sendero, se detuvo al escuchar de nuevo el resonar de hojas distinto al que provocaban sus pisadas y la gorra cayó de nuevo frente a él.  

—Un fantasma, abuelo, un fantasma me tumba la gorra a cada rato y viene hacia nosotros—gritó el niño. 
 —Es un pajarraco quien te la tumba hijo, y lo que viene hacia nosotros es tu viejo perro Manchita—, dijo el abuelo, con risa burlona. 
Lo subió de nuevo en sus hombros, y continuaron su rumbo, mientras Keyén reía sin parar. 
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