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Vencí a Hitler

Hedy Katz tiene 55 años en Venezuela y se considera, por encima de todo, venezolana. Dice que de aquí sólo se va para el cementerio. Adora a nuestra gente, porque se siente querida y aceptada

  • Diario El Universal

31/05/2020 12:12 am

CAROLINA JAIMES BRANGER
ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL

Tiene 93 años y la lucidez de alguien de cuarenta. Todavía es una mujer bella. Pero lo que más llama la atención es su fuerza, su determinación y su valentía moral. Hedy Katz escribió un libro, Mucho más que un número, de donde transcribo fielmente esta entrevista. Sobreviviente del campo de concentración y exterminio Auschwitz-Birkenau, padeció luego durante dos décadas el comunismo en Rumania. Cuando al fin logró el salvoconducto para salir, fue de Viena a Montreal, de Montreal a Nueva York y de Nueva York a Caracas. La frase que más repite es el título de esta entrevista: “vencí a Hitler”. Lo venció porque no pudo exterminarla, y ella tiene hijos, nietos y bisnietos que continuarán su linaje y su legado. Fue un gran honor conocerla y compartir con ella. 



-Hábleme de su infancia, de sus padres
-Fui hija única. Mis padres se casaron el 5 de febrero de 1926. Entre ellos había un amor, un cariño, un respeto, que no tengo palabras para describir. Fuimos los tres y nos quisimos mucho. Mi mamá era alta, muy elegante, con un pelo negro lacio y bellísimo. Ella era toda dulzura y bondad. Fue una hija, madre, esposa y hermana ejemplar, una persona sumamente fina, de enormes sentimientos. En tiempo de los húngaros, los empleados domésticos no podían estar en casas de los judíos. Por eso mi mamá siempre corría a ver si mi abuela necesitaba algo. Además, mi mamá fue una gran lectora. Leía dos y hasta tres libros a la semana. Recuerdo una vez que me enfermé –tendría nueve o diez años- y tenía que estar en cama. Entonces ella –como en aquella época no había muñecas, ni juguetes, ni televisión, ni radio- se puso el frac que usó mi papá cuando se casó y empezó a bailar y a hacer teatro: un show cómico para mí, para distraerme.

Además, mi mamá siempre tuvo una gran confianza en mí. ¡Cómo le brillaban los ojos cuando la gente le decía algo bueno de mí! ¡Cómo sentí ese cariño en sus ojos y yo crecía de esto! En la corta vida que estuve con ella, tuvimos una relación madre-hija como muy pocas. 


Sobre mi papá, el primer tema interesante es que tenía apellido Deutsch (que significa “alemán”) y le dieron de nombre Yitzchak (Ignác). El diminutivo de todos los Yitzchak fue “Nazi”, de modo que él fue Nazi Deutsch ¡y fue judío!... ¡parece una broma!... ¡qué coincidencia horrible!

Mi papá fue un hombre sumamente culto, con muchos intereses. Un hombre al que le gustaba leer, aprender muchas cosas. Él fue un léxico viviente. Además, fue un hombre muy guapo, de ojos azules, muy positivo y con un sentido del humor como muy pocos. La vida le tocó muy fuerte: él tuvo que presentarse y tomó parte en la Primera Guerra Mundial como oficial, y después le tocó la Segunda Guerra Mundial, así como me toca a mí estar en este país después de haber pasado en Rumania veinte años bajo el comunismo.



-¿Es usted rumana, o húngara?
-Nací el 19 de diciembre de 1926 en Sighet, esa pequeña ciudad donde también nació y vivió el escritor y Premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel, que fue nuestro vecino. La región siempre estuvo disputada entre los rumanos y los húngaros (ambos fueron muy chovinistas y enemigos a muerte), pero cuando yo nací estaba bajo el gobierno rumano. Pero cuando en 1940 el norte de Transilvania fue otorgado a Hungría, Sighet quedó bajo el gobierno húngaro. Y tras la Segunda Guerra Mundial, el territorio fue devuelto a Rumania. De manera que yo nací en Rumania, terminé el bachillerato en Hungría y me casé en Rumania. Mi padre fue un nacionalista húngaro, un patriota. Fue tan nacionalista que una vez, estando los rumanos en el poder, fue al gran desfile del 10 de mayo, día de fiesta nacional, y no quiso quitarse el sombrero cuando tocaron el himno rumano. Entonces lo arrestaron y lo metieron en la cárcel durante veinticuatro horas.



-¿Qué recuerda de su infancia?
-Sighet era una ciudad encantadora. Se puede decir que representaba un universo en miniatura, porque ahí había de todo: población húngara, rumana y judía. Había algo de rutenos también. Diferentes religiones, diferentes idiomas, convivíamos todos juntos sin mayores problemas.

A mí nunca me llamaron Hedy, sino Hedike, por cariño. Pero este diminutivo ya no es sino un lejano sabor, un recuerdo lejano. La primera imagen que tengo de mí es sobre la espalda de mi papá. Yo nací en casa de mis abuelos paternos y allí viví con mis padres en un apartamento separado. Pero me gustaba mucho entrar en la casa de ellos, era una casa enorme. Había una veranda con vidrios de colores y mi abuelo Leizer era muy chistoso y siempre estaba de buen humor.

Yo viví una infancia muy feliz. Fui hija única, deseada, querida. Fui el epicentro de mi familia. 

Con su esposo e hijos

-Me gustaría que me hablara de su educación, en una Europa donde ya se cernía la sombra del antisemitismo.
-Empiezo por el idioma: mis bisabuelos entre ellos hablaban yidish y todos mis abuelos también. Mis padres hablaban yidish con sus padres, pero a mí no me hablaron en yidish, y creo que fue una falla bastante grande porque no pude transmitirlo a mis hijos. Esa fue una asimilación que comenzó a darse después de la Primera Guerra Mundial. En casa se hablaba húngaro, mi lengua materna. Mis abuelo y bisabuelos lo hablaban bien. Aunque puedo decir que soy bilingüe de nacimiento, porque como Sighet está en la frontera, y siempre fue disputada entre rumanos y húngaros, estudié la primaria en rumano y el bachillerato en húngaro. Estudié dos años en el Gymnasium (liceo), pero cuando iba para tercer año aprobaron la ley de los Números Clausus o números nulos, que excluía a los judíos de los estudios y me negaron el cupo. Así, a mis trece o catorce años, padecí por primera vez y en carne propia que me degradaran y me hicieran sentir que estaba nula.

Como mis padres vieron que yo tenía tantas ganas de estudiar, hice un año en Ungvar, un colegio en Checoslovaquia con sistema de educación a distancia: estudié en la casa con profesores particulares y sólo fui a rendir los exámenes allá. Ya Checoslovaquia estaba ocupada por los alemanes.

Después me mandaron a Debrecen, una ciudad universitaria muy moderna, grande. Todavía hoy es una ciudad importante. Mis padres la escogieron porque allí quedaba un colegio (Ungarian Hebrew Gymnasium) muy especial, muy caro, exclusivo y privilegiado. Doy gracias a mis padres y me siento eternamente agradecida por los dos años que estudié allí. Fueron años estelares para mí. Todos los profesores judíos habían sido expulsados de las universidades, la élite intelectual judía, la flor y nata de los profesores universitarios, se reunieron en Debrecen.

-Y entonces llegó la Shoá...
-El 19 de marzo de 1944 los alemanes invadieron Hungría. Fue antes de Pésaj y recibí un telegrama de mis padres: “vuelve a casa, vuelve a casa”. Me negué a hacerlo inmediatamente porque ya yo estaba terminando el cuarto año de bachillerato y en mi mente graduarme y prepararme para la universidad era muy importante para mí. Pero al cabo de unos pocos días, la situación se puso fea en Debrecen y regresé a casa. Al llegar a Sighet encontré a dos oficiales alemanes alojados en la casa de mis abuelos. Como era una casa muy grande, ocuparon un cuarto. La verdad es que se portaron muy decentemente, no sentimos antisemitismo de parte de ellos, a lo mejor porque sentían compasión ya que sabían lo que nos esperaba. Pero nosotros no lo sabíamos...

La última noche de Pésaj la recordaré toda la vida. Estuvimos reunidos mis bisabuelos, mis abuelos, mis padres y yo. De un día a otro nos obligaron a usar la estrella amarilla de David, y luego nos prohibieron salir a la calle. Y de inmediato publicaron un aviso en el que se nos informaba que cada quien tenía que empacar sus cosas porque nos iban a llevar al gueto. Cuando nos mudamos, nuestras casas quedaron absolutamente a la discreción de los húngaros y los alemanes.

¿Por qué nadie quiso salvar a los judíos? Si hubiéramos tenido un país como ahora tenemos, la cosa hubiera sido diferente. Pero se trataba solamente de judíos. Además, no había alternativa. No tuvimos armas, no tuvimos conocimiento, nadie nos amparó, todo el mundo o fue hostil o fue pasivo. Fuimos como un rebaño de gente asustada. Hay personas que aún preguntan “¿cómo se dejaron llevar al matadero?”. Yo reflexiono en retrospectiva sobre cómo fue la cosa verdaderamente y no había escapatoria, no había libertad. Ni un pájaro pudo salir del país. Estábamos muy atemorizados, ser judío era un estigma, ésa fue la situación.

En el gueto faltaba comida, faltaba agua, faltaba cualquier cosa para limpiar y había mucha gente enferma. Pero la estadía allí no duró mucho, no recuerdo cuánto, pero para mí ya no tiene importancia porque cada día fue una eternidad.

En las primeras horas de la mañana del domingo 14 de mayo de 1944 nos dijeron que debíamos empacar porque nos iban a llevar a trabajar. Que no nos preocupáramos, que todo iba a estar bien. Cada uno salió con su maletica, con lo que pudo llevar y fuimos caminando como ovejas dos o tres kilómetros hasta la estación de tren. Había gente a ambos lados de la calle. Algunas personas nos miraban con compasión, otras se pasaban la mano por el cuello como diciéndonos que nos iban a degollar. Me erguí con mi maleta y con mi estrella amarilla y me sentí fuerte. Quienes tenían que sentir vergüenza eran ellos. Me sentí orgullosa de ser judía, de haber nacido y crecido en un hogar judío. ¿Qué más podía pensar una joven de diecisiete años?...

En nuestra ingenuidad, pensamos que vendría un tren para llevarnos, pero cuando llegamos a la estación lo que encontramos fueron vagones de ganado. Lo que viene ya es historia. Durante tres días y tres noches estuvimos viajando sin agua, sin comida, sin baño, sin aire, sin luz, sin nada. Solamente el olor de la muerte estaba allí. La gente hacía sus necesidades en el vagón. Estuvimos de pie durante todo el viaje. Uno cree que es una persona débil, pero no es verdad. Uno puede aguantar cualquier cosa y la gente se comportó heroicamente.

Tres días y llegamos a Auschwitz-Birkenau. En seguida comenzó la selección. Yo vi a mi papá y a mi mamá. A mis bisabuelos y a mis abuelos no volví a verlos más. Los viejos y los enfermos iban directo a las cámaras de gas. Agarré la mano de mi mamá y no la solté. Creo que ella intentó agarrar a la abuela, pero se la quitaron. Mi papá iba entre los hombres.

Cuando ocurrió la separación vi a Mengele, cara a cara. No sabía quién era, solamente vi a un uniformado sumamente elegante y pensé “si hay gente de esta clase no puede ser tan mala la cosa, seguro que nos van a llevar a trabajar”. Mengele era alto, muy guapo. Parecía un dios teutón. Después supe que era el dios del lugar, el ángel de la muerte, porque al mover la mano decidía quién iba a vivir y quién iba a morir. Alcancé a ver a mi papá, joven y fuerte, cuando lo mandaron a la derecha: “apto para trabajo”. Mi mamá y yo también fuimos seleccionadas como “aptas para el trabajo”. Yo tenía diecisiete años, y mi mamá, treinta y seis. Ambas teníamos cabelleras largas y lo primero que hicieron fue rasurarnos. Nos cortaron el pelo al rape, como ovejas. Después nos desinfectaron con un líquido y nos llevaron a tomar una ducha. Al salir de las duchas –no había toallas, claro- nos tatuaron. Mi número es A7641 y el de mi mamá A7642. Me han pedido que me lo borre, que no hace falta tenerlo. Pero yo respondo: “jamás”. Porque cuando no estoy conforme con las cosas que pasan en la vida, miro este número y estoy conforme con todo.


Un día, de repente, entraron unos guardias, me dieron en el hombro y tuve que levantarme sin chistar. Escogieron a unas treinta muchachas sanas, bien formadas. No sé bien lo que pasó. Sólo que ya no estaba con mi madre, nos separaba una cerca de electricidad. Otra noche, mientras dormía, me robaron los zapatos. Eso quería decir la muerte. Entonces desesperada, comencé a buscar y a buscar y los encontré. Una griega me los había robado. Con todo, se me congelaron los pies. Tenía un hueco con gangrena en cada pie. Algunas veces lograba hablar a través de la cerca con mi madre. Una vez le dije que no quería vivir sin ella, que me iba al alambre. Pero ella me tranquilizó y al verme los pies me dijo que tenía que ir al hospital. Allí me recibieron dos enfermeras holandesas y, aunque no había penicilina, me salvaron la vida.

A mi mamá nunca volví a verla. Se la llevaron. Una amiga me contó que se enfermó y murió después de liberarse en Ravensbrück. De mi papá supe por un familiar que estuvo con él, que fue llevado al campo de concentración de Gröss-Rosen. Cuando unos kapos alemanes le pegaron a un hombre y lo arrojaron al piso, mi padre, como gran justiciero, se salió de la fila para defenderlo y lo mataron.

-¿Cómo fue la vida después de la Shoá?
-Durante muchos meses me quedé dormida llorando, llorando. Después la vida se arregla, se acomoda, cada quien encuentra su camino. A los dieciocho años la vida está delante de uno. Aunque el dolor nunca va a pasar, cuando es colectivo, se soporta mejor. Sí, el dolor se mitiga con el tiempo y ya el recuerdo es el recuerdo. Soy una persona positiva, he querido vivir en positivo y no amargar a nadie con mis quejas. Esa actitud me ayudó a pasar la etapa más amarga de mi vida. Y quedé con la mente buena. Tengo que decir que he vivido años felices después de esto. Siento que cumplí mi misión, que cumplí con mi parte de seguir la cadena. Yo continué la vida. Hice una familia, tuve descendientes y vencí a Hitler. Mi marido, Willy Katz, fue siempre un hombre con la sonrisa en la boca, amable, educado, de nobles sentimientos, pero también tengo que decir que él no pudo superar lo que vivió en la Guerra.


A partir de nuestra boda nos fuimos a vivir a la casa de mis abuelos maternos. Willy reabrió el negocio familiar y cuando su hermano Beri regresó de Rusia, donde estuvo prisionero durante ocho años, lo agrandaron, trabajaron duro e hicieron dinero. Pero cuando empezó el comunismo, el gobierno expropió y nacionalizó todo. Yo estaba embarazada y ya después no se pudo salir. Pero tuvimos suerte: como los comunistas no tenían gente preparada, lo pusieron como director de su negocio expropiado. Cuando lo llamaron para que se inscribiera en el Partido Comunista, no lo hizo. Yo lo admiré mucho por esto. Pero no lo despidieron, estuvo quince años en ese puesto. Quince años de aplicaciones para salir de Rumania, hasta que finalmente se dio. Nos fuimos para Viena, dejando todo atrás. Y de Viena, llegamos a Montreal.

Lo que sigue solamente pasa en un cuento de hadas y nos sucedió a nosotros. Estando en Montreal mi cuñada Shari se presentó con Guettel Kahan y Bondy Steiner, dueño de la fábrica Montreal en Venezuela. Kahan era un hombre inteligente, aventurero y de gran estilo. Vivió en París antes de la guerra, durante los difíciles años 30 y allá conoció al señor Zighelboim, dueño de la fábrica Gran Colombia, quien se lo trajo a Venezuela. Como era tan capaz, pronto se independizó y fundó la fábrica de medias Hilatex y los Telares Maracay. Cuando Kahan entró a nuestro apartamento, nos dijo: “¡ustedes van a venir conmigo a Caracas!”. Nosotros no teníamos pasaportes ni dinero, pero Kahan se convirtió en nuestro benefactor. La mamá de Willy lo había ayudado y él quería retribuir de alguna manera. Así llegamos a Venezuela, con nuestros hijos Roberto y Gabi. Ya llevo aquí cincuenta y cinco años.

-¿Qué significa Venezuela para Hedy Katz?
-Adoro este país, pese a la suerte que le ha tocado vivir. Yo amo a Venezuela y de aquí me voy solamente al cementerio. Nací por casualidad en Rumania, pero los recuerdos de allá son demasiado dolorosos. Rumania no representa lo que este país representa para mí. No hay ser más noble que el venezolano. No sólo me recibieron con todo el cariño, sino que he vivido ejemplos de solidaridad únicos. Cuando voy caminando por La Florida, donde el barrendero, la manicurista y el frutero son mis amigos, siempre alguien se me acerca a ofrecerme ayuda. Son gestos pequeños que hacen un gran total.










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