Aire, brisa y huracán
Nikolajs Sidorkovs de niño iba al cine –no a ver películas- sino a observar la construcción y el diseño de los teatros. Eso lo llevó a desarrollar sus dos grandes pasiones
CAROLINA JAIMES BRANGER





ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL
Este letón venezolano llegó a nuestro país en 1948 a los cuatro años, con una carga de recuerdos de un crudo fin de guerra. Se adaptó como un nativo, aunque compartió con personas de muchas nacionalidades. Estudió Arquitectura y Diseño. Es profesor en la Facultad de Arquitectura. Su obra consentida es el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber. Dedicó una década de su vida a escribir un libro sobre los cines de Caracas, maravillas arquitectónicas desaparecidas o que corren el riesgo de desaparecer. Sigue aquí, con la convicción de que todo cambiará y volveremos a construir.
¿Cómo fue el camino de Letonia a Venezuela?
-Nací en Riga, Letonia, el 3 de febrero de 1944, a un año del final de la Segunda Guerra Mundial. Letonia había sido invadida por la Unión Soviética de Stalin en 1940, y ésta, a su vez, desplazada por la Alemania Nazi en 1941. Por lo tanto, nací bajo la ocupación alemana, o como decimos, en el tiempo alemán.
En 1948 se fundó la International Refugee Organization (IRO), que se dedicaba a orientar a refugiados y ciudadanos comunes en cuáles países podían tener cabida. Había dos países que pagaban el viaje en avión, pero debían ser familias (para evitar el mestizaje inmediato y aumentar la población europea), uno era Australia, para donde se fueron muchos, y el otro era, Venezuela (gobierno de Rómulo Gallegos).
Venezuela era como Zimbabue o Tombuctú, nadie sabía dónde quedaba. Mi padre averiguó y le dijeron: “en la frontera de Brasil”. Los ojos se le pusieron como los del pato Donald cuando se convierten en remolinos. Toda su vida había soñado con Brasil. En Letonia se estudiaba obligatoriamente letón, alemán, ruso e inglés y mi padre cursaba por su cuenta portugués. Así es que –como decía el slogan de los carnavales del Hotel Ávila- en Venezuela era la cosa.
Llegamos a Maiquetía el 8 de septiembre de 1948 a las siete de la mañana. No se me han olvidado las imágenes y las impresiones. Unas montañas rojas (que siguen allí) y gente caminando con cosas montadas en las cabezas. El calor. Y lo más extraño, nos dieron unos conos de papel blanco e hicimos cola frente a un botellón para tomar agua, que estaba caliente. Yo venía de la frontera verde de Alemania con Austria (el mismo escenario de “La Novicia Rebelde”), y de repente, en el cambio de unos días, las montañas se convirtieron en arcilla roja.
Recuerdo que nos montaron en un autobús que nos condujo por la carretera vieja al Campo de Concentración ubicado en El Trompillo, al sur del Lago de Valencia, para hacer la cuarentena. En los tiempos del presidente Rómulo Gallegos las cosas se hacían ordenadamente, tomando como ejemplo a Ellis Island frente a Nueva York. Fue después, en el gobierno militar (24 de noviembre de 1948 al 23 de enero de 1958) que necesitaba mano de obra multitudinaria para construir todo lo que todavía hoy utilizamos todos, cuando abrieron puerta franca, y los emigrantes, en su mayoría italianos, salían como ganado de los barcos de aquel tiempo en el Puerto de La Guaira.
En El Trompillo ocurrió un fenómeno, en el sentido étnico, ya que había llegado un avión el día anterior, por lo tanto éramos alrededor de cien personas (incluida América Alonso, algo mayor que yo) de origen ruso y yugoslavo; de manera que al día siguiente se dieron cuenta de que en Venezuela ya no era obligatorio hablar alemán y, por lo tanto, como los yugoslavos podían con el idioma ruso, todos comenzaron a hablar ruso (nunca más se habló alemán) y en el mes de la cuarentena yo dominé, como cualquier niño normal, un idioma nuevo. Tuve un problema porque jugaba con tres niñas (incluida América), y como en ruso los niños hablan en masculino y las niñas en femenino, mi madre tuvo que reeducarme luego para que hablara en masculino. Por ejemplo, para decir “yo vine” el hombre dice ya prishol, en tanto que una mujer dice ya prishlá. Sidorkovs y Sidorkova.
El caso es que en mi vida pasó algo fuera de lo común. Cada vez que nos mudábamos de sitio, cambiaba el idioma. Llegué a Venezuela hablando alemán, además del dialecto bávaro; en El Trompillo, el ruso; en la comunidad estadounidense, el inglés gringo; en Campo Claro y luego La Carlota, el italiano. No sé en qué momento aprendí el español. Pienso que fue en El Rosal, ya que los niños jugábamos en la calle y los de enfrente eran venezolanos, de manera que fue jugando. Para 1955 yo hablaba cinco idiomas sin habérmelo propuesto.
Las instalaciones de El Trompillo eran muy higiénicas, y vimos iguanas y perezas en los árboles, y culebras de agua. Era absolutamente fascinante, como un viaje a la “India imaginaria”.
Un día se terminó la cuarentena y el gobierno de Rómulo Gallegos le dio a mi padre 10 bolívares para que fuera a Caracas a buscar trabajo. Cuando él llegó a El Silencio y vio el panorama, tomó un taxi y lo único que dijo fue: American Embassy. Llegó a la Embajada en San Bernardino y se puso a la orden, diciendo que era militar, que venía con esposa e hijo de Alemania, de la zona ocupada por Estados Unidos y que sabía manejar desde una bicicleta hasta un tanque de guerra.
Quedó como utility.
Nos vinimos a la zona de residencia de los estadounidenses entre Campo Alegre y El Rosal. A finales de 1949 mi padre conoció al Sr. Foss, presidente de Cauchos General y fue a parar al laboratorio de control de calidad, así mismo hizo amistad con un constructor de San Marino, Charlot Croes, el cual lo indujo a separase de los gringos y compartir con él un nuevo edificio de dos plantas y cuatro apartamentos, en una nueva zona de Caracas: Campo Claro. El 15 de julio de 1951 nos mudamos para esa “Italia”.

-Tu padre se fue de la casa y eso significó una catástrofe familiar... ¿cómo lo asumiste?
-Mi padre, como casi todos los hombres europeos de aquel tiempo de postguerra, encontró gran alivio en el ron. Da tristeza decirlo, pero es la verdad. No quiero entrar en detalles, pero la vida con un alcohólico en casa fue terrible. Nos separamos en 1955. Mi madre conoció a dos hermanos checos prominentes, Hans y Lothar Neumann, que estaban comenzando con Pinturas Montana y pasó al departamento de facturación. En ese tiempo fue frecuente el contacto con los checos y determinante, ya que mi madre conoció a un caballero muy interesante, quien además de todo, nos introdujo en la música de George Gershwin. Rhapsody in Blue se volvió cotidiana. Evidentemente al farsante Géminis/Gallo de mi padre eso le cayó mal y comenzó con una de “retorno”. El 15 de septiembre de 1956 se terminó este idílico paraje y nos juntamos nuevamente, estrenando el edificio Provincial en la conjunción de la nueva avenida Francisco de Miranda con la Principal de La Carlota.
Todo esto se precipitó, porque al aparecer los adecos también aparecieron los sindicatos que, aparte de algunos beneficios como el bono nocturno, comenzaron a fregar y la fábrica de Cauchos General no fue una excepción.
Para ese entonces, los gringos ya estaban montando la nueva planta en Río de Janeiro y así se mudaron para unos predios menos conflictivos, ya que en los tiempos de Juscelino Kubitschek, el presidente renovador de Brasil, ese país iba viento en popa. Los gringos le preguntaron a Nick si quería ir a Brasil, y él les contestó en Almodóvar: “Claro que quiero, ¿no voy a querer?”.
Se fue sin mirar para atrás, dejándonos en la mitad del camino entre Alemania y Brasil. Él se reunió conmigo diciendo que se iba, y me preguntó con quién me quería quedar yo. La perspectiva era angosta. Por eso yo contradigo cuando alguien trata de decir que la vida ya está escrita. Falso. La vida está enrumbada, pero hay momentos en los que uno está en un “binario” con un tren a cada lado, y es uno el que decide en cuál se monta. Lo que pasa es que una vez montado, ya no hay arrepentimiento. Ese es, y es hasta la próxima parada. Así me encontraba yo, en este binario, un tren que iba para Brasil, idioma nuevo, escuela nueva, vida con el protagonista de los carnavales; y el otro tren se quedaba en Caracas, con la mi madre responsable, pero ladilla. No había mucho en qué pensar. Con el dolor de mi alma le dije que me quedaba. Nos dimos un abrazo infinito y muchos besos. Era terrible, pero era así.
Parece mentira el efecto que puede hacer el abandono paternal en uno. Yo tenía dieciséis años, y con todo y la temporada de ópera del Aula Magna yo caminaba por la calle y veía pura gente desconocida. Qué podía yo hacer si me pasaba algo. ¿Quién me iba a dar la mano? ¿Cuál sería mi futuro sin los consejos de un hombre a otro?
A mi padre lo encontraron muerto en el piso de su casa en Leme (la colina de Copacabana) en octubre de 1967. Había “vivido y sobrevivido” siete carnavales desde el viernes en la madrugada hasta el miércoles de ceniza, sin parar. Tenía 46 años.

¿Qué te impulsó a estudiar Arquitectura y luego Diseño?
-Siembre he mantenido, sobre todo con los alumnos, que la arquitectura hay que vivirla desde adentro. No vale ver fotos o películas. Yo tuve esa experiencia a los siete años cuando un domingo en la mañana fuimos desde Campo Claro hasta San Agustín del Norte a un cine. Hicimos el viaje en autobús. Al llegar vi de lado un edificio grande, cuadrado y plano, de color arena, con un zócalo negro muy alto. Este zócalo tenía una serie de aberturas para entrar. Cuando entré a esa especie de pasillo, con ese zócalo negro a ambos lados y que llegaba al techo, de repente me fulminó un rayo. Yo tenía siete años de edad, vivía en un apartamento muy pobre y nunca había visto nada igual, no sabía qué era aquello, ni para qué servía: era el gran foyer de entrada del Teatro Boyacá. Este fue mi primer impacto con la gran arquitectura.
Cuando regresé a la casa mi único sueño y pesadilla era tener una miniatura de ese cine. Allí comenzó todo. Mamá fue una gran madre que comprendió que su hijo era diferente. Mientras los otros niños iban a ver la película yo iba a ver el cine y sus detalles. Para mí era terrible cuando comenzaba la película porque apagaban las luces y no veía más nada. A partir de allí solo me dedicaba a fabricar esas “maquetas” en la cuales mi madre me ayudaba con las butacas (de plastilina). Pero vino un evento que nos hizo entender que yo había nacido para eso. Se inauguró el cine Broadway en Chacaíto y los Radonski había traído a un arquitecto francés, Pierre Bled, que introdujo el color en los cines que hasta ese momento eran beige con los asientos en cuero rojo. La fachada era marrón café, el hall, violeta con negro y en la sala las paredes rojas, y el techo que bajaba detrás de la pantalla, azul petróleo con dos detalles que me mataron, uno, un cielo estrellado que nunca había visto y, dos, unas esculturas doradas de bailarinas en relieve a ambos lados de la pantalla (realizadas por Cornelis Zitman). Eso era lo más moderno y ya no quería nada del Art Deco Boyacá, cambiamos la maqueta por completo. Mi madre compró una cartulina azul para las paredes y fuimos una tarde muy temprano al cine y ella copió en dibujo las tres variantes de las bailarinas. Compró una cartulina blanca y dibujó dos parejas, de manera que las colocamos a los lados de la “pantalla” tres y tres. Yo tenía una felicidad infinita porque tenía en mi cuarto el cine más moderno de Caracas. Dicho sea de paso, mi madre siempre comentaba que en mi cuarto siempre había una maqueta de un cine o de un teatro.
La estadía en la Universidad duró ocho años (por los cambios con la Renovación Académica y por el explosivo gobierno). No había conocido nada igual. Soy un espíritu libre, totalmente libre. Soy Acuario en el horóscopo normal. Aire, brisa y huracán. Y en el chino, Mono. Libre, saltarín de rama en rama.
Perdí la cabeza cuando entré a la Universidad. Parecía un personaje de una canción de Edith Piaf: Mon ménage à moi, c’est toi (tú me das vueltas a la cabeza, tú eres mi zaranda).

Junto a Sofía Imber mostrando la maqueta del MACCSI FOTO CORTESÍA
-Eres uno de nuestros arquitectos más reconocidos. ¿Cuál es tu obra "consentida" si es que hay alguna?
-El Museo de Arte Contemporáneo de Caracas en Parque Central. En 1972 llegó Henrique Siso, todo conmocionado: “Nicolás, Nicolás, mira, Gustavo Rodríguez Amengual quiere poner un Museo de Arte Moderno en Parque Central. ¿Dónde crees que podría ser?”
Él me preguntó a mí porque sabía que yo había desarrollado Estudio Actual en el Centro Comercial Chacaito y estaba colaborando en la Sala Mendoza. Por lo tanto, quien sabía de arte era yo, pero muchos otros se molestaron.
Yo le dije a Siso que me parecía lógico que se tomara la Galería de Arte (El edificio con el techo escalonado) que había proyectado Tomás Lugo en el centro de la primera etapa, y anexarle los pasillos y locales de los dos pisos anexos, y hacerle una fachada integral desde la zona cultural. “¡Oye, fabuloso, sí vale! Hazte una maquetica”.
Allí entró Julio Obelmejías, recién contratado para la arquitectura interior. Esa maquetica dio la vuelta al mundo. Se aprobó, y se comenzó a construir.
El Museo se inauguró el 14 de febrero de 1974 y su éxito fue tal que todo lo que yo había diseñado para completar la zona cultural de Parque Central se cambió para dar cabida el verdadero edificio del museo con todos los servicios. Aquí Rita Salvestrini logró que Sofía Imber entendiera que, para hacer un museo, había que vivir los espacios interiores. Así, un día en 1979 salí para los Estados Unidos para hacer pasantías en cuatro museos: El Walker Art Institute en Minneapolis, el Hirshhorn en Washington DC, y el Metropolitan y el MoMA en Nueva York. Aquí apareció un hada madrina que me alimentó con todo, Eloisa Ricciardelli. Regresé con otra visión, ya que pude captar que en un museo la relación de espacios es uno a uno. Un metro cuadrado de exhibición por cada metro cuadrado de zona de trabajo. Hice todo el nuevo proyecto con el apoyo de Siso & Shaw, siempre tratando de conservar el idioma arquitectónico que había establecido Tomás Lugo en la Galería original. Cuando nos dieron a Tomás y a mí, en la Bienal de 1987, el Premio al Reciclaje de Arquitectura, nuestras carreras se hermanaron porque Tomás nunca pudo soñar que su proyecto iba ser un día, la entrada del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.
Cuando salí de Parque Central en 1976, me quedé con el Museo y con el Hotel Anauco como clientes míos, y allí comenzó mi verdadera carrera profesional, ya que logramos tomar todos los espacios circundantes y en vertical. De allí salió el Jardín de Esculturas, promovido por Rita Salvestrini y cuya inauguración nos otorgó a Nelson Quintero y a mí el segundo premio en una Bienal (1990) pero esta vez en Quito, Ecuador.

Dos grandes amantes del cine, José Pisano y Nikolajs Sidorkovs con su libro en la mano
-Háblame de tu libro sobre los cines de Caracas.
-En 1980 -mi año de cambio- además de lo relatado, pasó otro evento importante. En ese tiempo comencé a interesarme seriamente en lo que fue la existencia de los cines de Caracas, y como primer edificio de investigación quise conocer el Teatro Principal, ya que además de estar en una Esquina de la Plaza Bolívar, era de un Art Deco muy sutil, el desarrollo de su fachada era fascinante. Por casualidad se lo mencioné a Julio, y él me dijo que su dueña, Belén Clarisa Velutini (Beclá) era muy amiga suya, y tal como Rolando me llevó a Capuy para conocer a Julio, ahora Julio me llevaba a conocer a Beclá.
Fuimos a La Candelaria, de Miguelacho a Tracabordo, a un edificio minimalista que brillaba por su pulcritud y en el cual había, como única decoración, varios detalles en bronce (pasamanos y accesorios pulidos diariamente). Nos recibió una señora gruesa, algo cautelosa, pero amable. Pegamos al extenderme la mano. Estaba fascinada con poder ayudarme con el teatro. Aparecieron planos originales. Tuve acceso para replantear el edificio. Fue muy emocionante el contacto con un hito histórico (después de todo, en 1935, en su escenario se presentó Carlos Gardel en persona).
Lo que comenzó como una investigación del Teatro Principal, desembocó en un trabajo que me ocuparía toda una década, ya que decidí hacer la misma investigación de mis cines favoritos.
El siguiente fue, sin duda alguna, el Boyacá. Esto fue una odisea, porque la crecida del Rio Guaire (1949), que arrasó con parte de El Paraíso (inclusive los caballos del Hipódromo nadaban, y muchos niños se dedicaron a rescatarlos, recuerdo al campeón “Caimán”), inundó por completo las oficinas y depósitos de la Ingeniería Municipal destruyendo la mayoría de las copias de los planos. Por eso hay poca evidencia de antes de esta fecha. Total, que con el plano aéreo, las fotografías y los recuerdos pude armar los planos y la maqueta.
A esto, por supuesto, siguieron el Broadway y el Imperial, para lo cual tuve que entenderme con la propia Lily Radonski, una mujer imposible de determinar. Pero tenía una ventaja frente a ella, era judía polaca como mi abuela Galina, y ensayé todos los trucos que sabía por boca de mi madre, hasta que Lily se percató de que yo era inofensivo. Sin embargo, me decepcionó mucho al comprobar que los únicos recuerdos que ella conservaba -guindados en la pared de su oficina- fueron los momentos sociales, nada de la arquitectura. Cuando le pedí unas cuantas me dijo que trajera un fotógrafo. Aquí nos enfrentamos los dos judíos, y le dije que Alicia Bergamín (la hija del arquitecto Rafael Bergamín) me había enviado desde Madrid diez fotografías originales del Teatro Ávila, valiosísimas, sin ningún reparo, para que viniera Lily a exigir un fotógrafo.
¿Tienes una copiadora buena?
Sí, la mía.
Bien, voy a sacar las copias de estas fotos, y ya.
Me fui, y no volví a verla.
Así siguieron los cines que me gustaban; el Teatro Metropolitano y el Junín, para lo cual me entrevisté con Ilio Ulivi, hijo del señor Ulivi, quien me dio todas las fotografías originales que tenía. Fue realmente gentil y todo un caballero.
El Radio City. Este cine lo conocí mucho después que se inauguró con un film de María Félix, Mesalina, con censura “B”. Me costó convencer a Mi madre ya que quedaba del otro lado de Sabana Grande. Pero una vez estando dentro de él nos pareció muy elegante y sus espacios grandiosos, hasta que entramos a la sala. No conocía el Radio City original de NY, por lo que no entendí la compostura de la sala conformando una especie de bóveda gigante. Comencé el replanteo para dibujar los planos y eventualmente hacer la maqueta. Como siempre, en estos casos, llegaba al cine sobre las 9:30 de la mañana y trabajaba en la sala hasta el comienzo de la función de las 11:00 am, que extrañamente en este cine alternaban semanalmente películas con reuniones de tipo religioso.
A este cine le siguió el Lido, para lo cual logré a través de Gloria Brigé de Sucre (escritora del libro La Caracas de los Techos Chatos) entrevistarme con Gustavo Guinand. Bellísima persona, que hasta me regaló los planos del cine. Me dijo: “Total, ya lo tumbaron”.
El Apolo junto con el Imperial. Cine Hollywood, para lo cual Dios me puso en el camino a Gregory Vertullo (pegamos al conocernos), un obsesivo perfeccionista, Magister en rescate y conservación de edificios patrimoniales y quien ya había estudiado ese cine. Fue una extensiva experiencia con visitas a Beatriz Bergamín de Martínez (hija del arquitecto y hermana de Alicia) así como visitas de replanteo al edificio. Esta maqueta costó sangre, sudor y lágrimas, pero valió la pena.
De repente me di cuenta de que había cines que no me interesaban pero que habían sido importantes, como el Rialto en la Plaza Bolívar. De manera que regresé con Beclá -que se reía de que yo no había amainado, sino todo lo contrario, iba viento en popa- para el Rialto y el Castellana, que fueron un binomio clásico Centro-Este.
De repente me di cuenta de que había cines que no me interesaban pero que habían sido importantes, como el Rialto en la Plaza Bolívar. De manera que regresé con Beclá -que se reía de que yo no había amainado, sino todo lo contrario, iba viento en popa- para el Rialto y el Castellana, que fueron un binomio clásico Centro-Este.
Faltaba el Continental, pero aquí sí no hubo problema alguno con John Parra Plaza, todo lo contrario. En un momento dado sacaron a unos vendedores que tapaban la fachada, y al limpiar y reconstruir el sitio se encontró con que unos tabiques falsos se despegaron, y detrás de ellos había unos relieves originales, para lo cual en seguida me llamaron. En general, todos me permitieron replantear estos cines.
A la persona que le debo el haber hecho este trabajo es a un ingeniero, Carlos Toral. En un viaje en conjunto, yo estaba dibujando las fachadas de algunos cines y de repente él se dio cuenta, y comenzamos a hablar y a recordarlos. Cuando se enteró de que yo tenía todo ese material, me dijo:
Nicolás, tú tienes que compartir todo eso, porque son nuestros recuerdos también.
Así comencé a elaborar un cuento en orden cronológico que resultó ser el trabajo más importante de mi vida, al punto que siempre he creído que cada persona viene al mundo con una misión. La mía, por lo visto, era rescatar la memoria de los cines de Caracas.

-¿Qué significa Venezuela para Nikolajs Sidorkovs?
-Era la antesala del Paraíso. Pero, recordando una frase del escritor Isaac Chocrón: Venezuela no es un país, sino un clima. Aquí no hay que hacer nada para sobrevivir.
Esa es la tragedia de Venezuela, aunado a que en los ocho años universitarios siempre me indignaba el hecho que todos los espectáculos y actividades eran con entrada libre. Ni siquiera a nivel universitario se le inculcaba los alumnos que todo requiere financiamiento para realizarse, y por lo tanto el usuario debía pagar su parte para tener el beneficios de poder asistir. Todo regalado. Todo pagado por el estado millonario. Hasta que se acabaron los millones porque se malgastaron.
Cuando en los tiempos de Carlos Andrés Pérez fue nacionalizado el petróleo, a mí me toco, como integrante de la Schola Cantorum de Caracas, cantar el Himno Nacional (en sus 3 estrofas) a su llegada al Panteón Nacional. Cuando regresé a mi casa, mi madre estaba furiosa, y me gritó, bueno, has colaborado con el final de Venezuela, porque a este país le quedarán veinte años. Y así fue.
Lo fabuloso de aquella Venezuela es que estaba todo por hacer, y se hizo, y lo hicimos. Siempre les decía a los alumnos que si Oscar Niemeyer hubiera hecho el Museo de Arte Moderno en las Colinas de Bello Monte en 1956, yo no hubiera podido hacer el de Arte Contemporáneo. Pero como él no lo hizo, yo si pude hacer el mío.
¿Cuántas veces puede uno hacer el Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad en la que vive? Una, y me tocó a mí. A MÍ
Eso era lo grandioso y lo seguirá siendo, en cuanto el país vuelva a tomar el rumbo para ser manejado de nuevo por verdaderos especialistas, tal como lo fue en un principio, y lo seguirá de allí en adelante. AMÉN
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