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La luz dentro de la selva oscura

"La Medicina me unió a mi padre en un nudo que nunca supe como se hizo", explica Héctor Padula, médico anestesiólogo y cocinero

  • Diario El Universal

02/12/2018 01:34 pm

Carolina Jaimes Branger
Especial para El Universal

Héctor Padula se encontró a sí mismo en la selva. Médico anestesiólogo como su padre, fotógrafo como su abuelo, cocinero, emprendedor, venezolano hasta la médula, nos permitió conversar sobre sus pasiones. 

-¿Estudiaste Medicina por vocación o por tradición?
-Como todo en la vida y en el sancocho, hay de todo un poquito. Mi papá, que era médico anestesiólogo, no quería que yo estudiase Medicina. Me levantaba de madrugada cada vez que tenía una emergencia para que lo acompañase a la clínica. Yo oía el ring del teléfono y decía para mis adentros “uff….. otra vez”. Acto seguido sentía sus pasos hacia mi cuarto y me requería “¿tú no quieres ser médico?... ¡párate pues!”. A mí me gustaba la arquitectura también, presenté el examen, hasta hoy en día no se si quedé o no. La Medicina me unió a mi padre en un nudo que nunca supe cómo se hizo. Tampoco quiero saberlo y mucho menos desanudarlo. 

-¿Eres un médico prestado a la cocina o un cocinero prestado a la medicina?
- Indiscutiblemente la primera opción: primero soy médico, ejerzo, me mantengo al día y con sentido de altísima responsabilidad sobre el delicado acto de mi especialidad. Soy anestesiólogo y la vida y su preservación es mi plato final. Pero la cocina y su entorno también la trabajo con los mismos principios y ética de la Medicina. Cito a Miro Popic, @miropopiceditor: “¿qué es preferible, que te cocine un anestesiólogo o que te anestesie un cocinero?” 

-La fotografía es otro de tus talentos... ¿cómo y cuándo la descubres?  
-La fotografía es otro de tus talentos... ¿cómo y cuándo la descubres? Mi abuelo por parte de mamá, Juan Suarez, hombre multifacético y que de manera circunstancial se ocupaba de nosotros -mis dos hermanos y yo- cuando mi padre estaba de guardia en la clínica, fue un gran motivador en mi vida. La fotografía la observé durante su ejecución y la convivencia del hombre con su soledad, la caja negra que guardaba la imagen y la imagen que seguía su rumbo luego de llevárnosla puesta hacia otro destino que la inmortalizaba. Eso me cautivó, comencé a fotografiar, también a revelar en blanco y negro, siempre me ha gustado el silencio y la soledad, el cuarto oscuro, el oráculo. Traté de revelar a color, vendí mi equipo a una tienda que me ofrecieron algo mejor para avanzar, lo usual que le suceda a un muchacho de catorce años es que lo estafen, y adivina: eso fue lo que pasó. En Amazonas, mientras hacia mi rural como médico en el marco del Programa Parima Culebra 86, revivió la pasión. Aquí los Yanomamis no me timarían ni estafarían, retraté para no olvidar, busqué la luz dentro de la selva oscura, como mi miedo, caminé por ella, mi guía o faro la Luna, las sombras, mis temores, la humedad en forma de velo y mañana la nube, mi motivo… Así nació este trabajo que actualmente desarrollo entre paisajes que no son lo que son, pero que cada quien interpreta su realidad.

-Te oí decir que habías llegado a retratar la sensibilidad...Háblame de la experiencia personal que representó para un muchacho de 26 años convivir con los yanomamis. ¿Fue una suerte de epifanía? ¿Cómo se integra a la vida el estar tan cerca de la muerte? 
-Con esa pregunta lograste remover lo mejor y más importante en materia personal que he realizado en mi vida. Un día se me ocurrió anotarme en una campaña de vacunación que realizaría La Fundación del Niño a través de su servicio de Aeroambulancia Infantil. Conocía a su gente, excelentes profesionales y entregados a la causa. Lamentablemente ese primer viaje no fue organizado por ellos y se convirtió en el estímulo para nunca hacer lo que vi. Me indignó y les dije a mis compañeros de grado: “si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará”. Así empezó a revolotear la idea de hacer algo en el Amazonas. Se abrió el cupo en la Universidad Central de Venezuela para la pasantía de pregrado y cuando oímos en el auditórium de la Escuela Luis Razetti “¿quiénes se anotan para Amazonas?” nos miramos y tímidamente fuimos elevando nuestras manos los siete. Fuimos los primeros en atrevernos, no sabíamos los que nos esperaba. En esas diez semanas conocí algunas cosas, pero lo más importante, me conocí a mí. Ahí estaban mis ganas, mis desprendimientos, la fotografía y la medicina, ahí viví con la muerte, la conocí, la toqué y entendí lo vulnerables que somos y la injusticia de no hacer nada ante esa amenaza constante que se hacía rutina en esas semanas. Una vez llegamos a una comunidad indígena y encontramos catorce niños de entre uno y diez años, todos muertos. Esa imagen nunca la podré olvidar: yacían sobre hojas de plátano. La causa, una epidemia de sarampión. Los culpables, un estado indolente y un turista irresponsable. La solución sencilla: honestidad y ética a la hora de emprender programas de vacunación y medicina preventiva primaria: no sólo la foto de la primera dama inyectando a un niño que asían otros como en la lucha grecorromana era suficiente, había que hacerlo de verdad y con todos. Regresamos luego de esas diez emotivas semanas al Hospital Clínico Universitario de Caracas, continuamos nuestras diferentes pasantías de pregrado y causalmente la mesa del cafetín del hospital sirvió de altar para el pacto: “vámonos”. Así nació el Programa Parima Culebra 86, Médicos de la Selva. Esos siguientes años trabajamos duro, en condiciones infrahumanas, pero estábamos acostumbrados. Perdimos nociones elementales del tiempo, de las rutinas y costumbres, no había la hora, sólo llegaba el momento y punto. Caminábamos y preguntábamos: “¿cuánto falta?” y nuestro guía yanomami decía con voz tranquila “si vamos rápido llegamos rápido, si vamos lento llegamos lento”, nos veíamos a la cara y todos coincidíamos “¡qué pregunta tan pendeja!”. Así pasó la vida para este primer grupo de médicos, unos se quedaron un año otros dos y varios tres, no pasó el tiempo, todo permanecía igual, solo cambió nuestro temple. La fotografía fue mi forma de escribir mis sentimientos, los busqué en cada rostro de agradecimiento y así los veo aún sin necesidad de buscar esas fotos que están llenas de olor a nostalgia. Así, con las mismas ganas que tengo de contarte estas historias, nació la idea del libro que recientemente publiqué, gracias al auspicio de la Fundación Telefónica y de Movistar, “IPA WAYUMI”, que significa “mi viaje” en lengua yanomami. 

-Dos proyectos para prestar atención integral a los yanomamis, el Parima Culebra 86 y Médicos de la Selva, contaron con tu impulso. ¿Qué ha sido de ellos? 
-Estos proyectos luego se convirtieron en programas de atención de salud en todo el Alto Orinoco. También aumentaron nuestras responsabilidades y nuestra experiencia. Creció el Parima Culebra. Fuimos el referente de excelencia en atención médica de poblaciones indígenas apartadas, reconocido por organismos y universidades internacionales. Pero con ello aparecieron las envidias y celos de los organismos que lo deberían haber hecho durante toda la vida, lo que un grupo de jóvenes tildados por ellos de locos, drogadictos, narcotraficantes, paramilitares y cuanta fantasía de constipación mental se les ocurría, estos peludos del momento lo habían logrado. Cualquier semejanza con el discurso presente se agradece interpretarla. Fin del cuento, ganaron ellos, el Parima Culebra 86 fue eliminado después de dieciséis años. 



-¿Con qué frecuencia has regresado a la selva?   
Luego de terminar mi tiempo en el Alto Orinoco quedé como director del Parima Culebra 86 y mantuve constantes incursiones no solo en las áreas que controlábamos nosotros, sino que extendimos la cobertura a comunidades más apartadas, aquellas que nunca habían tenido contacto con otras personas, ahí parte de nuestro trabajo fotográfico. Por lo menos voy una vez al año y cada vez quiero ir menos, es la anti-memoria, lo que no quiero recordar, veo cosas que nunca pensé que pasarían y con un gran egoísmo no quiero entregar mis bonitos recuerdos. 

-Ya son 11 años de la fundación de Recoveco. Cuéntame de la acción social que llevas a cabo en tu emprendimiento gastronómico.  
-Esta pregunta y la anterior pasaron muchos años, pero te puedo decir que siempre cociné, por rebeldía y castigo, cuando era scout del Colegio La Salle. Porque me ofrecí a cocinar mientras otros hacían resúmenes y sacaban fotocopias en las largas noches previas a los exámenes de medicina. El menú, algo que no “pelaba”, pasta con albóndigas y otra que no era para nada light: tornillitos (y tenían que ser tornillitos) con kétchup, mayonesa Kraft, queso crema Philadelphia, Cheez Whiz y un poco de leche al final, ¡uhmmm qué recuerdos!. Llegó la hora de decidirme a montar un restaurant. No fue fácil, donde pensamos abrir no se pudo, me reservo las razones. Y luego apareció Galipán, reviví mi etapa scout, recuerdos de mi pocillo verde y cuantas entropías cerebrales que me dijeron “éste es el sitio”. Tampoco fue fácil, di todo lo que pude, ayudé a formar, a tener responsabilidad, a tratar de hacer a mi gente productiva. Con unos lo logré, con otros me salió el tiro por la culata, y eso aún me duele, pero también me reservo las razones. Estoy muy reservado hoy (risas). Pero estoy lleno de satisfacciones personales, soy un agradecido eterno a lo que la vida me ha dado y me entrego sin mezquindades. No hablo sólo de lo material, no uso máscaras y tampoco soy equilibrista. La gente nuestra sabe que cuenta conmigo sí y solo sí yo cuento con ellos. No se me da la injusticia. Para mí, lo peor del ser humano. Los prejuicios lapidarios, la ignorancia participativa, cómplice y esquiva a salir, tampoco me gusta. No me caen bien los que hacen de cada instante una oda a la estupidez. Nació Recoveco, mi sueño y el origen de esta pasión por la gastronomía. También nacieron en Recoveco las ganas por la tierra y sus cultivos, nació el querer hacerme un equipo con emprendedores emocionales, con gente como Miguel Istúriz, quien empezó trabajando las tierras de nuestro huerto. Luego estuvo a cargo de la tarea más difícil y dura de un restaurant, lavar los platos y trastos. Al cabo de dos años me manifestó que quería aprender a cocinar: “enséñeme”. Así lo hicimos, luego estudió y hoy es el Chef Ejecutivo de Recoveco. No quiero ser humilde ahora con lo que te diré, es el Chef de un restaurant donde la sustentabilidad, lo sano, lo sabroso y la autogestión se conjugan para lograr la visita obligada de propios y extraños, para mí el mejor y punto. En todos nuestro proyectos y actuaciones está muy presente el compromiso con nuestro personal de ofrecerles la posibilidad de aprender, casi nunca contratamos a nadie con experiencia, preferimos que crezcan con nosotros y que asciendan con la empresa, esa es una constante. Me acompañan siempre en esta cruzada mi asistente July Valerio, mi otra mano derecha Damaris Jiménez, la capitana y gerente de Recoveco y la energía de mi familia y amigos que entienden el porqué del ser. 



-La Oficina es tu última aventura en un país que se cae a pedazos... ¿cuál es el impulso que te mueve?   
Voy a contestarte esta pregunta con parte de la otra. En algún momento entre tabaco, chocolate, ron y algo de neblina se nos ocurrió abrir un local en Caracas y así nació La Oficina @laoficinarestaurant, sala de reuniones para hablar y trabajar, aprender, divulgar, compartir, negociar, comer, tomar vino, muchos vinos, tenemos la cava de vinos más grande y surtida que restaurant alguno quisiese, porque estamos en el primer piso de Licoteca @Licoteca, en La Castellana. Queremos romper paradigmas, lo lúdico: entrar por la tienda y recorrerla, saborear y sacar de nuestra memoria gustativa qué cepa queremos tomar, de qué continente, de qué denominación, tomarla con nuestras manos y subirla al restaurant, nuestra sommelier o chef te asesorará con qué comer ese caldo que escogiste. Si no te gusta así, solo sube, ves nuestro menú y decides, bajas y escoges. Si te lo proponemos nosotros, esa armonía nos gusta, en todo caso comerás buena cocina, buen producto, mínima intervención y máximo respeto. En La Oficina se come lo que hay en el mercado, se apuesta a lo venezolano y se promociona, es nuestro aporte a la Venezuela posible. Mi impulso es vivir, no hay nada ni nadie que me lo impida, aun en esta catástrofe cercana al apocalipsis hay una hoja que cae y la puedes ver bailando, hay un cielo al amanecer y al atardecer que todos los venezolanos retratamos y circulamos, eso es un himno de vida. Ahora bien, que algunos sean irresponsablemente felices e irresponsables sociales que atenten contra la percepción del caos en que estamos -y peor aún- que vivan como si nada estuviese pasando, es una chapuza intelectual. Por cierto, Carolina, también estoy en contra de la gente que critica al emprendimiento en estos tiempos, al ofrecer nichos para el desarrollo de una vida decente, fuentes de trabajo y convivencia alejada de la mediocridad y las pequeñeces pasionales de los criticadores de oficio. Te repito, es nuestro aporte por Venezuela, un día salimos de la pesadilla, volteamos hacia atrás y decimos: “¡guao, qué tiempo hemos perdido!”. No quiero decir eso, tiempo perdido, tiempo no vivido y haciendo también se vive. Debido a la situación socio-económica que atraviesa el país y por obra del destino, apareció la chef GiGi Petit @chef_gigipetit, que se dedicaba a vender café y galletas en la calle, debidamente vestida de su dignidad y soberanía, una chef urbana, y lo tomé como una señal para que Recoveco la absorbiera, porque vi en ella las ganas. No sin antes preguntar su historia, que también me reservo, sólo diré que es una perseguida de las circunstancias que he odiado y que antes te mencioné. Mujer de carácter recio, pero noble. Le ofrecimos el cargo de chef ejecutivo de La Oficina y ella aceptó, no sin antes pedirnos algo, ella patrocinaba como podía y cuidaba a un grupo de muchachos, que entre patinetas y spray recorrían las calles de Caracas. Decidimos absorberlos y enseñarles el oficio de la restauración, se creó la Fundación Rebeldes con Gusto, que trata en lo posible de canalizar esa lava emocional y rebelde de una juventud que no encuentra su espacio en esta Venezuela hostil. Hemos ido muy bien, yo quisiera mejor, pero así son los rebeldes. 

-¿Qué significa Venezuela para Héctor Padula?
-Se me viene la palabra pandemónium, pero también resiliencia y trabajo. Y solidaridad, lealtad, compromiso y por supuesto: YO DE AQUÍ NO ME VOY.
 





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