La diversidad del Ser
Dar por hecho que en siete horas y cuarenta y ocho minutos los lectores promedio leeremos un libro de 328 páginas, es suponer que somos autómatas y mecanizados, conectados a las páginas de un libro por un cable USB
1.- ¿Qué es un lector?, se pregunta Ricardo Piglia en su libro El último lector, que leo por enésima vez (porque soy obsesivo con mis temas, y este lo es al extremo), y se nos abre así todo un mundo de vastas posibilidades artísticas, que hacen de la obra del autor argentino una de mis favoritas en ensayo. Muchas veces me he preguntado, ¿por qué leo literatura?, intentando buscar en mi interior esa pulsión cuya data se pierde en el tiempo, y las respuestas que me doy son enrevesadas y sencillas al mismo tiempo: porque disfruto con un libro en mis manos, porque me sumerge en mundos imposibles de alcanzar en la realidad, porque hallo en los libros vías de escape a mis “incompletitudes” y falencias, porque es un vicio imposible de contener desde la razón, porque quedé enganchado de la letra impresa desde la vez primera que leí un libro, porque sosiega mi espíritu inquieto e inconforme, porque descubro en ellos la diversidad del Ser, porque no hay felicidad comparable a la de leer un buen libro, porque toca en mí lo inconmensurable del disfrute estético, porque realimenta mi vena literaria tan necesaria para mi propia obra, porque enriquece mi pensamiento abstracto, porque amplía mis horizontes intelectuales y humanos, porque hace de mí mejor persona: más compasiva y comprensiva con el mundo y sus realidades, porque me fascina el libro como objeto coleccionable; porque descubro en cada libro leído un atisbo del paraíso.
2.- El tiempo de lectura estimado de un libro suele ser un dato “técnico” que ponen algunas editoriales en la página digital de promoción de sus obras, y está calculado de acuerdo a la velocidad de lectura media en castellano estimado en doscientas palabras por minuto. Hasta aquí todo bien, y si se quiere es deseable dicha información a los efectos de nuestra hipotética decisión de compra. No obstante, es irreal, es una farsa (en el menor de los casos es una fantasía), porque cada lector es una realidad subjetiva y diversa, atada a los vaivenes propios de la existencia misma, que nos llevan a enfrentarnos a la lectura en multiplicidad de circunstancias no estimables ni probables en los cálculos editoriales, por muy precisos que busquen ser. Cuando era joven yo leía como un poseso, como si la vida se me escapara de las manos y no me quedara tiempo para terminar de leer el libro que tenía en mis manos. Llegué a leer hasta seis libros de tamaño mediano en una semana, lo que parece increíble, pero es que mi velocidad de lectura era elevada, casi inverosímil: parecía una metralleta pasando páginas y devorando ejemplares. El paso de los años me sosegó (menos mal, porque el bolsillo no daba para más con mis modestos ingresos de profesor universitario), y fui dando prioridad al pleno goce lector y no tanto a la velocidad de lectura, cuyo parámetro me permitía publicar semanalmente y sin falta extensas recensiones de novedades y ensayos literarios (algunos de ellos pagados por este mismo diario para sus suplementos especiales).
De ser un lector “tragalibros”, como cuentan que era el periodista, docente, historiador, polemista, político y escritor venezolano Juan Vicente González (Caracas, 1810-1866), pasé al lector modoso y contemplativo que soy hoy, que puede tener en sus manos un mismo libro durante varias semanas (incluso, meses), sin que ello se traduzca en desgano o desinterés. El lector que soy hoy siente más placer en la lectura detenida y anotada, que en la mera velocidad que busca terminar rápido con una obra para comenzar la lectura de otra. El lector que soy hoy no lee a la velocidad de doscientas palabras por minuto, sino que se da el gusto de detenerse, de mirar a través de la ventana, de pensar en la inmortalidad del cangrejo, y de seguir sin más. Hoy leo a una velocidad modesta, reflexiono, recapitulo (vuelvo a las páginas leídas), y entonces avanzo. No me interesa “quemar” páginas, sino el mayor disfrute de cada imagen, símbolo, noción, referente, digresión, anécdota, historia y decurso de lo hallado en cada frase, oración, párrafo y página. El lector de hoy le saca más provecho a lo leído, exprime cada entrada hasta absorberla y llevarla a su más recóndita interioridad y que allí se quede rondando, gravitando en su propio universo, navegando por el espacio infinito de la mente y la memoria, hasta que logre cincelar el inconsciente y la conciencia: su recóndito mundo interior.
Dar por hecho que en siete horas y cuarenta y ocho minutos los lectores promedio leeremos un libro de 328 páginas, es suponer que somos autómatas y mecanizados, conectados a las páginas de un libro por un cable USB, que no bebemos agua ni nos alimentamos, y mucho menos nos levantamos de la silla para ir al baño, que nuestras vidas giran alrededor de las estadísticas de las casas editoriales y que, por lo tanto, ni pestañeamos ni bostezamos, que de vez en cuando no cabeceamos y hasta dormitamos; que las páginas se pasan solas, porque ese mero acto consume también milésimas de segundos (que a la final suman y me imagino que esto no fue contabilizado); es ignorar que suceden imprevistos, como que el libro se nos caiga de las manos, o se cierre intempestivamente, o perdamos la página en la que íbamos, o que regresemos a las líneas anteriores porque perdimos el hilo de la narración, o que alguien nos distraiga o nos interrumpa, o que se nos nuble la vista por el cansancio y cerremos los ojos durante unos instantes, o que nos quedemos lelos mirando hacia la nada, detenidos en el tiempo y en el espacio en un estado de perplejidad y de inacción muy comunes en nuestra esencia de lo humano.
rigilo99@gmail.com
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