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Turismo del paladar

Cacao siete

Viajar por Venezuela a través de sus sabores, sin moverse del asiento, resulta algo más que atractivo en el aeropuerto Simón Bolívar

  • RAYMAR VELASQUEZ

10/02/2019 06:00 am

Me levanto muy temprano un sábado, tal como lo hago cuando voy a emprender viaje. Acomodo mis equipos, preveo un suéter por si acaso hay frío, salgo y empiezo a recorrer la autopista con rumbo directo al Aeropuerto Internacional de Maiquetía. Me espera el desayuno en este lugar, una mesa que me quiere hacer recorrer destinos con la vista puesta en los aviones pero sin subir a ellos. Eso es Cacao Siete(@cacaosiete), una novedad gastronómica que nació de las ganas de Enrique y Merfrán Vivas de unir sus mundos antes de estar juntos y el que se convirtió en el del equipo luego del matrimonio. Ella de Bolívar, él de Táchira, viajeros por vocación, sibaritas en sentimiento, emprendieron hace un año la ruta del emprendimiento para condensar en ella eso que tanto les gusta. 

Me siento en una mesa justo frente a un gran ventanal que me deja ver la trompa de una aeronave que pronto levantará su vuelo, me sirven café para empezar a preparar el estómago y se aparece de repente una sonriente camarera con una humeante taza. Debo decir que es probablemente una de las vajillas más bonitas y particulares que he visto en mi vida. Me dice Merfrán que encontraron un artesano en Filas de Mariche que realiza estas obras de arte. Vuelvo a la ponchera caliente, para continuar con mi degustación, y descubro en ella una sopa de papas, leche y huevo, digo pisca andina y al probarla viajo de inmediato al Táchira, a esas ocasiones en que sentado en el Mercado de La Ermita de San Cristóbal la he pedido para acompañar unos pasteles de arroz, o las que he probado en el Páramo del Zumbador, mientras voy hacia La Grita para calentar el cuerpo ante el frío inclemente de la montaña. 

Sonrío porque el sabor me llevó a mis viajes de infancia a la frontera, mi mamá es de origen tachirense y ese era un destino fijo en alguna de las vacaciones familiares. No he terminado la última cucharada, cuando entra en un plato llano, con cuatro y furruco incluido, Zulia a través del paladar. Me emociono porque Maracaibo es de mis ciudades favoritas, y su gastronomía esa que pudiera comer a diario sin aburrirme. Pruebo las mandocas, hechas a la perfección con harina de maíz, papelón y plátano maduro, acompañadas de queso blanco, ya me siento en la calle 72 de la capital zuliana desayunando; paso a los tequeños, que me dice Enrique los traen en avión desde la tierra del sol amada, ya entiendo porque su masa es tan fina y el queso del relleno abundante. Pregunto cómo crearon el menú, me explican los emprendedores que ellos tenían la idea, pero se asesoraron porque querían entrar con fuerza en la competencia gastronómica que ofrece la capital y por eso buscaron a Carlos Aguirre (@mantuanochef), y junto a él dieron ese toque gourmet a la presentación de una carta completamente venezolana. 

Va pasando la mañana y llega la hora de acercarse al mar, ese que tenemos a pocos kilómetros de distancia y que se convierte en el escape del caraqueño cada fin de semana cuando se "baja para La Guaira". Una cocada sale al paso, presentada dentro de la mitad de un coco maduro, con sombrerito incluido para sentirse en alguno de los balnearios cercanos. Miro alrededor y veo que el lugar tiene una decoración sencilla pero moderna, un mapa de Venezuela de inspiración cinética en la entrada del local habla de la intención de resaltar lo patrio de sus dueños, las obras del artista plástico mirandino Onofre Frías quien ha puesto sobre las mesas sus obras que cuentan sobre la cultura que se pretende involucrar en este salón. 

 Viene la hora del mediodía y una pizarra indica polvorosa y asado negro, ambos caraqueños, para el almuerzo. Escojo el último, servido con papas cocidas y arroz, parece sencillo en presentación, pero su sabor es potente, ese toque dulce salado que caracteriza la comida capitalina hace su entrada triunfal en el comedor a una hora tan importante para los comensales. 

Veo que entran pilotos y aeromozas, pasajeros con maletas. Comen sabroso, cargan sus dispositivos porque hay conexiones por todo el restaurante, mientras prueban el país en un plato aprovechan el WiFi que es indispensable para los viajeros. Al mirar el ventanal, observo que un avión sale y otro entra, va cayendo la tarde y es hora de sacar el ron, venezolano, por supuesto. Merfrán me enseña un ritual que no conocía; debo untar un tajo de limón con café de un lado y azúcar del otro para luego tomar un trajo del añejo. Se acerca un último plato y me digo, no podía faltar Guayana en la mesa. Un servicio de lau lau ahumado convertido en carpaccio nos sirve de acompañante del licor. Reconozco el sabor de la pieza, son los productos de Kurt Hopp Keil, alemán radicado en Puerto Ordaz que se dedica a ahumar carnes, entre ellas la de ese al que por aquellas tierras llaman el salmón criollo, un producto suave, sutil como mi anfitriona, que no deja de decir presente con los frutos de su suelo, o mejor dicho de sus ríos.

Me despido después de un día como pocos, y cuando voy al estacionamiento del aeropuerto me doy cuenta que ya es de noche. Fue como si de verdad hubiera tomado un vuelo desde temprano para recorrer la geografía nacional, y regresara ahora con el corazón contento ante la grandeza culinaria de nuestra tierra. 

@menucallejero 
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