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Los cuentos de mi tierra

Yabinoko, Maturín

Asentamiento indígena en la ribera del río Orinoco, cuya cultura y tradiciones conectan al visitante con su historia y su presente

  • ERIKA PAZ

03/02/2019 06:00 am

Muy temprano salí con una de las empresas que se dedican al turismo rural en la capital del Estado Monagas, hacia el pueblo desde donde parten las lanchas que pasean las ramificaciones del río. Maturín que había sido todo progreso hasta hace unos años, Maturín que recibió a la industria petrolera y con ella a quienes dejaron vidas en lugares menos favorecidos para instalarse ella junto con sus ideas y agregando a la ciudad un aire cosmopolita que no había tenido antes. Por eso no es de extrañar que existan grandes hoteles, esos que hace veinte años aspiraron salpicarse de los beneficios del petróleo e invirtieron importantes sumas de dinero en extensos lotes de terreno que se convertirían en lo que son hoy en día, un conjunto de caminerías que al final conducen a edificios con inmensas habitaciones, piscinas de gran dimensión, restaurantes, gimnasios y extensos lobbys. De uno de esos hoteles partí de madrugada porque este municipio que recorro es extenso, con más de 13 mil kilómetros cuadrados, con aires de llano que de repente huelen a selva, por eso les toca compartir un pedacito del Delta y su vida. 

La vía iba entonces por una sabana llena de ganado que terminó hora y media después de camino en el pueblo de Buja, un caserío de unas tres o cuatro calles, mitad criollo, mitad indígena. Los primeros viven en la entrada del pueblo, los segundos, hacia el puerto que conecta con el Río Morichal, desde donde parten las embarcaciones hasta Pedernales e incluso hasta Tucupita. Allí tomamos una lancha y comenzamos a navegar por las aguas que pronto se cubrieron de bora, que luego parecía que se desbordaban con las gotas que se convirtieron en chaparrón y que entre la potencia del motor y la corriente nos dejaron en la entrada de Yabinoko. 

Este es uno de los tantos asentamientos indígenas que habitan las venas del Orinoco, se encuentra a la izquierda del Caño Buja, ha estado allí desde antes que los criollos apreciaran los recursos en madera que ostentaba el lugar y construyeran un aserradero. Continuó allí cuando la empresa cerró sus puertas y los waraos dejaron de trabajar en esta para seguir con su ancestral oficio de pescadores, cazadores y agricultores. También son artesanos según veo desde que comienzo a caminar los puentes de madera que comunican a cada janoko de este "barrio"; así le llaman a sus viviendas, palafitos levantados sobre seis pilotes de bambú, con pisos hechos de palo de manaca, sin paredes y con palmas de temiche por techo. Tampoco hay muebles, apenas una que otra mesa, varios chinchorros, y si hay suerte de tener luz eléctrica, algún viejo televisor. 

Aquí son las mujeres quienes se encargan del oficio de preparar otra palma, la de moriche, planta que se presenta como una especie de milagro verde para esta etnia. Con esmero la lavan, secan y tejen para hacer artículos que después venderán al turista que pase por sus tierras, con ingenio los hombres cortan su tronco para construir las curiaras, su medio de transporte. Por intuición cultivan en ella gusanos que se convierten en importante fuente proteínas para todos en la familia; mientras los cazadores salen a buscar la presa del día, en casa los pequeños y sus madres tienen en este animal una especie de "pasapalo" que mitiga la espera. 

Así encuentro entonces a Del Valle Liendo, sus hijos, sobrinos y hasta nietos, comiendo gusano de moriche crudo, tejiendo con maestría sentada en el piso cestas, vasijas, porta ollas y pulseras. Ella pertenece a una de las grandes familias que conforman las sociedades de esta etnia porque así se agrupan los waraos, en sub grupos de carácter endogámico. Se nota que Del Valle tiene la voz de mando en su casa, el matriarcado forma parte de las características que identifican a esta etnia. Con ella viven sus hijas que se han casado desde la adolescencia igual que la madre, se acomodan junto a sus parejas bajo el cobijo del suegro hasta que puedan formar su propio caserío; los hombres han salido a buscar comida, las féminas producto de la venta de sus piezas generan dinero para comprar una bolsa de arroz o pasta, a esto lo llaman las consecuencias de la cercanía con otras culturas. 

Ese contacto constante con el visitante y la residencia cercana de no indígenas los hace ser más abiertos con los extraños que otras comunidades más alejadas, por eso Del Valle me invita a sentarme, me permite mirarla tejer y hasta me deja ayudarla con su tarea, habla casi a la perfección el español, pero entre ellos solo se comunican en su lengua. Le pregunto por qué los niños no están en la escuela, ella me contesta que la maestra viene una o dos veces por semana; el que si viene regularmente es el pastor que los evangeliza, por eso aquí se combinan sus creencias con las de la religión cristiana. Comienzo entonces a recorrer parte del poblado de su mano, vamos por las caminerías, casi todas rotas, me muestra a un abuelo trabajando el fruto de moriche, ese se come me dice. Señala una bodega, donde compran víveres cuando pueden, me comenta. Hay una cancha de usos múltiples, en algún momento un "jefe" (gobernador) la inauguró, mira hacia otros janokos y me explica, aquí casi todos somos familia. 

Volvemos a su vivienda y Del Valle sin decir nada continúa con la tarea que dejó pendiente, yo me siento a su lado y la observo, trato de seguir su ritmo pero no logro hacer más que un par de puntadas. Deja de llover entonces y comienza a caer la tarde, le digo a Del Valle que me tengo que retirar, pero antes le hago una última pregunta: Aun con todas tus carencias, ¿te gusta vivir aquí? Ella me contesta, no hay otro sitio donde quisiera estar. 
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