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Los cuentos de mi tierra

Pinto Salinas, pueblo de tradiciones

En este valle repleto de café e inundado de tradiciones se refleja el patrimonio cultural y el legado de sus habitantes

  • ERIKA PAZ

17/12/2018 06:04 pm

Por estos días Santa Cruz de Mora está de fiesta, un árbol enciende sus luces y eso se convierte en todo un evento para los habitantes de un pueblo que conmemora historia, cultura y por qué no, inocencia. 

La noche del 30 de noviembre todos en la comunidad salen en procesión, desfile o marcha, hay bandas marciales, carrozas y gente disfrazada. La meta es llegar hasta el histórico Puente Libertador, ese que a principios de 1900 terminaran de construir los inmigrantes italianos que vinieron a poblar este villa y se convirtiera en la solución para sacar fuera del poblado la gran cantidad de sacos de café que se producían en este suelo.

Hoy en día debajo de esta estructura de aspecto colonial se adorna para recibir la marcha que llega a cantar gaitas y villancicos al pie del árbol. El discurso de los creadores de esta nueva costumbre, la organización Pinto Salinas Hoy, marca el inicio de la Navidad; su creadora, Gladys Flores, decidió tomar las riendas de la manifestación más reciente de la jurisdicción, quizás por aquello de crear sus propios recuerdos, por tratar de no dejar morir la alegría de su gente. 

Las tradiciones parecen entretener los días de quienes viven en esta zona, cada aldea de las 38 que componen el municipio le guarda devoción a un santo. La que alaba a La Candelaria se la reparten en varios caseríos, va desde la misma capital de la localidad y se extiende hasta llegar a Mesa Bolívar, donde se trabaja todo el año en enaltecer a la Virgen, donde se espera con paciencia su aniversario para armar la fiesta. Todos son sus servidores y por lo menos la mitad de sus habitantes se convierten oficialmente en vasallos, que se rinden a sus pies cada 2 de febrero y comienzan el baile una semana antes de la fecha. La danza que aquí se presencia representa uno de los más importantes testimonios espirituales de la conjunción de las tres razas que conforman la particularidad étnica del pueblo venezolano. 

Con trazos y elementos indígenas, españoles y africanos se baila para corresponder a la madre de Dios la fertilidad del suelo desde 1920 cuando, dicen quienes aquí hacen vida, todo lo que ahora son calles y casas era una gran hacienda llamada El Cañadón. Por eso hacia la aldea donde estaba la vivienda principal llega la imagen de la Virgen el 31 de enero en procesión, los danzantes conforman dos extensas columnas de hombres haciendo parejas, de mayor a menor todos llevan un garrote en una mano y una maraca en la otra. Siguen a su capitán Andrés Altuve, quien dirige y enseña desde hace treinta años. Ellos van al ritmo de la música que toca un violinista, un tamborero y un cuatrista, hacen paradas dedicando salves en los pequeños altares de cuanta vivienda encuentran. 

Pero esta actividad tan hermosa, resulta que no es el acto principal que honra lo que representa una imagen. La fiesta central inicia el primero de febrero en la noche, cuando todo el pueblo se queda a oscuras, por media hora, se corta la electricidad y cientos de velas alumbran los rezos. 

La figura es llevada entonces hasta un lugar que llaman La Loma, desde donde se ve más allá del pueblo, porque aseguran sus habitantes que despejado el Lago de Maracaibo hace gala de su belleza, y en el mes de noviembre el Relámpago del Catatumbo deslumbra con su imponencia. Desde allí nuevamente parten los vasallos, enfundados ahora en su traje tradicional de pantalones rojos, camisa blanca y capa azul, van por todas partes bailando hasta llegar a la iglesia, eje principal de la devoción y esperanza, espacio donde se ora y se agradece. 

Todos por estos lados agradecen, es una palabra que conocen muy bien los oriundos de Antonio Pinto Salinas. La mejor forma que conocen de retribuir los favores concedidos es ponerse al servicio de Dios. Así pasa en Mesa de las Palmas, parroquia que no llega a caserío, espacio de angostísimas calles rodeado de siembras de plátano, arvejas y café, mucho café. Rincón de un modesto templo que venera a La Virgen de Coromoto, hogar de la cofradía que la adora con su baile. 

En septiembre cada año, 94 personas, entre mujeres y hombres cumplen su promesa de fe que principalmente está dirigida a la siembra, sin embargo hay quienes danzan con todas sus fuerzas pidiendo salud. De esta forma lo hace Johamakarú Ruiz, hija del cacique de estos vasallos, niña que nació con la tradición hace 21 años. Ella se ha dedicado a entrenar a las más jóvenes, a orar y a adorar porque asegura que es la Coromoto quien la mantiene con vida, la que impide le den convulsiones a causa de su epilepsia, sin haber tomado un solo medicamento en un año, la que le permite estudiar enfermería para curar a otros. 

Porque si algo se comprueba al recorrer este valle es que la fe es la que mueve su gente, la confianza en algo divino es la que conduce sus acciones y la esperanza les hace seguir creyendo en los frutos de su tierra. 

@loscuentosdemitierra / @erikapazr
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