Hace algunos años que el trabajo me bendijo permitiéndome recorrer este país para poder encontrar uno muy diferente al que pensaba que conocía, desde ese momento decidí que mi tarea sería registrar destinos en mi paladar y aprender de la historia de un suelo a través de sus ingredientes. Me falta mucho por recorrer pero creo que ya sé a qué saben varios pedacitos de Venezuela solo por los platos que he probado en mis viajes. Les cuento de algunos para que se animen a conocer esta tierra a través del sentido del gusto. 

Este es un pueblo ubicado a la entrada de la ciudad de Barquisimeto por la zona oeste. El lugar forma parte del semi árido larense y no hay muchas viviendas a la vista, pero si la estructura de El Gran Chivo, un restaurante de dimensiones exageradas, pues tiene capacidad para más de 300 comensales. El padre de Franklin Mendoza comenzó con el negocio en su juventud y ahora él continúa su legado. Desde muy temprano se cocinan también grandes cantidades de chivo y ovejo, se preparan sus vísceras fritas, se hace sopa, morcillas con su sangre y se prepara la cabeza del animal para los más osados. Esto es algo que no me podía perder, una forma de tener varias sensaciones en un mismo plato, la lengua es gomosa, los sesos son de textura cremosa, el ojo es gelatinoso y tiene un sabor un tanto amargo, la carne de las mejillas y papadas es algo a lo que uno está más acostumbrado probar. Es toda una aventura ir descubriendo recovecos en la cabeza de un chivo. 

Me hablaron mucho de este pescado de río que se consigue en abundancia en los ríos de la zona Sur del Zulia. Pocos me hablaron bien de él, tanto que tenía que probarlo. Lo hice en un kiosco a orillas del río Escalante o lo que queda de él en la línea que divide a Santa Bárbara del Zulia y San Carlos. La verdad el animal es horrible, pero eso no me asusta, pareciera que tuviera corteza por piel, dura, grisácea, áspera, el interior lo aderezan con una mezcla que aseguró el cocinero era el secreto de la casa, hace que el pescado sepa bien. Es rara la sensación, no es el mejor sabor que he probado en mi vida, pero agradezco mucho haberlo podido hacer.

Mandocas, tequeños, pasteles, empanadas, todo esto forma parte del inicio del día del marabino, pero cuando un chef como Carlos Hernández Coll lo presenta sobre un gran plato triangular, con tropezones de queso blanco y puntos de guasacaca esta comida toma otro matiz. Este cocinero es puro rock, y su comida refleja su personalidad. Apuesta como muchos por los sabores locales y ha logrado que estos se pongan de moda en su propia tierra. Se trata de comer maracucho con estilo, así sentí el desayuno que muchas veces he comido en la tierra del sol amado, pero que ahora él me servía como si fuera a un concierto punk. 

Las cestas de plátano verde fritas con chicharronada y pipirrana de la chef Mikelson son un clásico en su restaurante de San Felipe y algo que puedo comer año tras año, varias veces incluso y siempre sentir que las estoy comiendo por primera vez. Son crujientes y jugosas a la vez, se debaten entre el dulce del cerdo y la acidez de la ensalada que lo corona. Pero no es lo único que identifica a Yaracuy en este local, los bollos pelones hablan de la herencia de esta tierra, el quesillo de café de sus productos, las pavitas de las cultoras de este suelo. 

Este descubrimiento se lo debo a Antonio Palizzolo, dueño de la posada Malibú, quien en un paseo por algunos cayos del archipiélago de Los Roques me llevó a Isla Agustín, donde ya el anfitrión del banquete nos esperaba con los entremeses del almuerzo: ensalada de cangrejo y ostras con su toque de limón, para después seguir con dos bandejas con varios pargos fritos, un plato con langosta, arroz, patacones, ensalada y un buen vino. La abundancia de esa mesa, solo se comparaba con la abundancia del parque nacional, con la belleza que en colores regala, con los frutos que deja salir de su mar.