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La muerte: el viaje sin retorno

En estos días sombríos, cinco escritores hispanoamericanos, nacidos en los años noventa, reflexionan, desde la aurora de su juventud, sobre la finitud de la vida

  • DULCE MARÍA RAMOS

16/04/2020 01:00 am

“Yo no me río de la muerte.
Sin embargo, conozco su
blanca casa, conozco su
blanca vestimenta, conozco
su humedad y su silencio”

El viaje
Javier Heraud

“El hombre vive entre la muerte, pero no comprende qué es”
Voces de Chernóbil
Svetlana Alexievich

“Tus padres te dicen:
Todo tiene solución
menos la muerte”

Oraciones para un dios ausente
Martha Kornblith

“No vencerá la muerte
cuando todos los hombres hayan muerto
y todos sean ya un solo hombre”
Y la muerte no tendrá dominio
Dylan Thomas

Desde la filosofía, la religión y la literatura se ha tratado de entender el gran misterio que representa la muerte. En ocasiones se exalta y se lamenta la muerte de alguien joven –especialmente si son artistas que mueren a los veintisiete años–; en caso de una enfermedad cruel, la muerte, al contrario, resulta un alivio para el alma. También, la muerte se ha romantizado en las grandes tragedias de amor como la historia de Romeo y Julieta. Sin embargo, estos días en que una pandemia ocupa la primera plana de todos los medios de comunicación, es imposible evadir su existencia eminente.

Ante el tema, cinco escritores: Pamela Rahn Sánchez (Venezuela), Andrea Abreu López (España), Yessica Chiquillo Vilardi (Colombia), Miguel Molina Díaz (Ecuador) y Jesús Montoya (Venezuela), pertenecientes a una misma generación, se despojan de la idea de inmortalidad que arropa su juventud para entender la muerte desde una mirada literaria y personal.

Pamela Rahn Sánchez (Caracas, 1994)
La poeta recuerda que desde sus primeros años de infancia, la muerte estuvo presente a través de lo sobrenatural. Si bien han sido pocas las muertes que le han afectado directamente, le da terror el carácter definitivo que representa: “En mi familia existía una cierta comunicación con la sobrenatural, heredada de abuelas y tías maternas. Mi abuela siempre hablaba de fantasmas y era muy amiga de una mujer que era conocida como «La señora Tosta»; vivía en San Agustín, ella hablaba de viajes astrales, de comunicarse con los muertos y todas esas cosas...  Mi primera conexión con la muerte fue el fantasma de una enfermera que me aterraba”.

Rahn Sánchez confiesa que el tema del suicidio en algún momento la apasionó, quizás por la lectura de los poetas suicidas. En sus poemas, los lectores encontrarán la presencia de la muerte en lo onírico: “Estar muerto representa más un estado del alma que el descenso final. En mi obra la muerte se intuye y se siente siempre ligada al mundo onírico: la idea de la vida después de la vida, a veces tengo la necesidad de matar a ciertas personas metafóricamente para poder escribir sobre ellas”.


Pamela Rahn Sánchez: "“Estar muerto representa más un estado del alma que el descenso final" (CORTESÍA)

-¿Un lugar para morir?
Viena, por una canción de Billy Joel que me gusta mucho desde hace años. La melodía cuenta la historia de una mujer que desea demasiado vivir y que siempre está ocupada haciendo cosas, en algún momento el cantante la interpela: “Cálmate, ¿cuándo te darás cuenta que Viena te espera?”.  Desde allí he pensado en Viena como un sitio definitivo de descanso.

-¿Un libro o poema?
-Todos han muerto, de José Barroeta.

Jesús Montoya (Tovar, Mérida, 1993)
La muerte de su tío Vicente Omaña, hermano de su abuela materna, fue el primer contacto de Montoya con la muerte. Tenía unos siete u ocho años: “No entendía muy bien el encuentro. Había muchas personas. Los familiares iban de un lado a otro, algunos lloraban, otros estaban contando distintas anécdotas. Yo jugaba con mis primos, pero en un momento, me quedé cerca de la urna y le dije a mi mamá si podía acercarme y fui con ella. Recuerdo la cara de mi tío, blanca, inerte”.

El poeta busca entender la muerte como un flujo natural de la vida, eliminando todo tipo de idealización a su alrededor: “Creo que la muerte es absolutamente radical, como la vida, son caras de la misma moneda y es imposible desligarse de ella. La observamos cada día, en los animales, en las plantas, en los seres humanos.  Y no hablo de una idealización, ni de una obsesión en su percepción, sino más bien de una presencia que siempre nos aguarda, una senda que queramos o no, habremos de cruzar”. De ahí que Montoya, en medio de su juventud, ha internalizado la muerte como algo inevitable.


Jesús Montoya: "La muerte es absolutamente radical, como la vida" (PORFIRIO PARADA)

-¿Un lugar para morir?
-La verdad nunca me he puesto a meditar sobre ello. Pero supongo que me gustaría morir donde nací, en Mérida, entre montañas, rodeado de mi familia.

-¿Un libro o poema?
-Canto del macho anciano, de Pablo de Rokha.

Andrea Abreu López (Santa Cruz de Tenerife, 1995)
No recuerda con exactitud qué edad tenía, pero un día iba con su madre en el carro rumbo al supermercado, le gustaba mirar por la ventana, sus ojos curiosos detallaban los árboles, las nubes, pero siempre la invadía la misma sensación: “En medio de aquel juego, me asaltó un sentimiento seco, muy agresivo, que ya había experimentado con anterioridad, pero al que no había sido capaz de ponerle nombre todavía. Le pregunté a mi madre: «Mami, ¿por qué nos tenemos que morir?». No recuerdo con exactitud su respuesta, pero fue algo así como: «Porque si viviésemos siempre la vida no tendría sentido o porque es así o porque todos tenemos que morirnos, las personas, los animales». Solo sé que su respuesta no me curó la angustia y que, a partir de entonces, me volví una obsesa de la muerte”.

Abreu López explica que a partir de ese instante sentía diariamente una náusea en el estómago, una forma en que su cuerpo tradujo su miedo a la muerte. A medida que ha ido creciendo ha perdido a personas cercanas en circunstancias terribles, así que su miedo se ha traducido en pavor, especialmente cuando recibe una llamada telefónica inesperada: “Muchas veces mi familia me llama desde Canarias (yo vivo en Madrid) y, si no me lo espero, tengo una ligera punzada que me prepara el cuerpo por si alguien se murió”.

La poeta canaria reconoce que en la escritura de sus primeros poemas, y hasta en los más recientes, está presente la muerte, en particular en su libro Mujer sin párpados: “En uno de los poemas que lleva por título Utilidad de mi reloj, hay un verso que dice: «Muerte, me dueles en la sangre». Por aquella época estaba yo muy obsesionada con Alejandra Pizarnik y con La náusea de Sartre. Ahora veo con otros ojos esa faceta dark. Sigo acudiendo a Tánatos, pero de otras maneras. Me interesa mucho, por ejemplo, oponer los sentimientos de asco y belleza, en esa combinación encuentro otra forma de sugerir la idea de muerte. Algo que Joyce Mansour hace de maravilla. En estas semanas empecé a escribir un relato sobre una mujer que va a cambiarle las flores a su hija pequeña muerta todos los domingos. Allí mantiene conversaciones con un perro abandonado que duerme entre las tumbas. No pretendo que sea nada trágico”.

Por ahora, Abreu López siente que su escritura necesita encontrar nuevas formas para encontrarse con la muerte y la pérdida.


Andrea Abreu López: "Sigo acudiendo a Tánatos, pero de otras maneras" (ÁLEX DE LA TORRE)

-¿Un lugar para morir?
-Me gustaría morir en la isla en que nací: Tenerife, en concreto, en la costa de Los Silos. Allí lanzamos un barquito con flores y velas al mar cuando murió mi prima, una de las personas que más quería. Cuando estoy allí me siento sanada. Está nublado muy a menudo y el mar es violento. Siempre que no sé a dónde ir, termino en ese sitio. Siento que algo me arrastra hacia él.

-¿Un libro o poema?
-Son muchos los libros que me conectan con la muerte El padre, de Sharon Olds; Células en tránsito, de Nuria Ruiz de Viñaspre; Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor; La azotea, de Fernanda Trías; La perra, de Pilar Quintana...  Ahora mismo estoy leyendo Cometierra, de Dolores Reyes. Y, luego, sé que no es un libro, pero me apetece nombrarla: estos días vi Candilejas (Limelight), la película de Chaplin, y me afectó mucho, habla de la muerte como tal, pero también de la muerte del talento, de la fama.

Miguel Molina Díaz (Quito, 1992)
La primera vez que asistió a un funeral fue a la edad de diez años, en el ataúd yacía el cuerpo inerte y ausente de su abuela materna. Esa imagen se grabó de forma inconsciente en su memoria: “Fue extraño entender que ese cuerpo era y a la vez ya no era mi abuela. Fue una experiencia humana inmensa, desoladora, pero también absolutamente sobrecogedora y definitiva”.

El escritor ecuatoriano reconoce que en su escritura la muerte es un tema de interés que ha sido, además, eje transversal tanto de sus textos de ficción como de no ficción. Concibe la muerte como un asunto metafísico que le da sentido a la vida, a pesar de los temores que despierta: “Pienso a la muerte como un momento de trascendencia para el que muere, en cualquier sentido, no solo en el que invocan las religiones, porque el mismo olvido y el silencio es ya trascendente. Y es un momento trágico en la vida de quienes siguen vivos, y tuvieron algún vínculo con el que ha muerto. La muerte, su posibilidad, el miedo que despierta, el rito que implica ir a ella, su ensoñación, es lo que define fundamentalmente al ser humano en su dimensión subjetiva. Quizá más que el amor. Si la muerte no existiera, vivir no despertaría nuestro deseo constante, no apreciaríamos el tiempo vital que tenemos. La vida, en sí, sería una condena interminable. La muerte le da sentido metafísico al tiempo que tenemos”.


Miguel Molina Díaz: "Si la muerte no existiera, vivir no despertaría nuestro deseo constante" (CORTESÍA)

-¿Un lugar para morir?
-He pensado mucho y, aunque a veces me he sentido tentado por ciertos lugares que me han fascinado, está siempre presenta la idea de morir en Quito, en la cordillera de los Andes. Creo en la necesidad de cerrar ciclos y se me ocurre que el mejor lugar para cerrar el ciclo de mi vida es donde todo comenzó.

-¿Un libro o poema?
-El texto que más vuelve a mi mente es el poema Espacio, me has vencido, de César Dávila Andrade. Lo recordé hace un par de años, cuando un grupo disidente de las FARC asesinó a tres periodistas ecuatorianos. La resignación lúcida de Dávila Andrade para aceptar su destino final, incluso desearlo, me dio mucha energía para pensar en el lenguaje como una región de la vida que nos prepara para la muerte. Por lo demás, Dávila Andrade se suicidó en Caracas, un día por él determinado bajo los influjos de su sentido astral de la existencia.

Yessica Chiquillo Vilardi (Barrancabermeja, 1993)
Durante su infancia y adolescencia, su familia se dedicó a tener una relación aséptica con la muerte, como si se tratara de un germen que jamás ella debía tocar. Así que en sus primeros años de vida fue un concepto ajeno y lejano: “Empecé a ser consciente de ella ya muy tarde, cuando estaba en la universidad porque hasta ese entonces me tocó vivir una muerte cercana; ya no me veía como una espectadora indiferente en un velorio, sino como parte de los dolientes. Tal vez desde entonces empezó también a crecer mi miedo de estar lejos de mi familia. Un miedo que con el tiempo he sabido aplacar, aunque a veces emerge sin previo aviso. Creo, ahora, que ser excesivamente consciente de la muerte es perjudicial para la salud mental”.

Chiquillo Vilardi considera que en su ópera prima, Libro de hallazgos, el tema de la muerte no es protagónico, pero lo aborda de manera tangencial. Sin embargo, en su nuevo proyecto literario, una serie de correspondencias que ha mantenido con su amiga Mariana durante cuatro años, es uno de los temas en los que reflexionan de forma reiterada: “Considero que la muerte es lo único que nos permite poner en perspectiva nuestros actos. Saber que siempre habrá un último plazo, nos mesura y nos hace más humildes. Eso es lo que pienso de la muerte de manera universal. Pero también soy consciente de que no puedo ver todas las muertes del mismo modo. Hay muertes, como las de la pandemia, que todavía siguen siendo cifras para mí. Otras, desde luego, son más cercanas y me afectan, porque las muertes cercanas son dolores intransferibles”.


Yessica Chiquillo Vilardi: "Hay muertes, como las de la pandemia, que todavía siguen siendo cifras para mí" (CORTESÍA)

-¿Un lugar para morir?
-Nunca he pensado en un lugar, sino en el cómo. Prefiero una muerte digna, instantánea y segura. Para facilitar el desplazamiento de toda mi familia a mi velorio, que me entierren en Barrancabermeja, donde nací. Pueden hacer lo que quieran con el destino de mi cuerpo (cremarlo, enterrarlo, embalsamarlo, volverlo diamante), les doy la libertad de vivir el duelo de mi muerte como se les dé la gana. Lo único que sí deseo controlar es mi vida y sé que no me gustaría dilatar mi muerte: si llegase a sufrir un accidente que me dejara inmóvil, enmudecida y descerebrada, mi máxima voluntad es la eutanasia.

-¿Un libro o poema?
Para después, un poema de Andrea Cote, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Vuelvo a ellos porque hablan del temor de que después de la muerte, conservemos la memoria, sigamos contando las noches y como bien dice el poema de Cote: “que hasta allí nos siga la desesperación de los relojes”. Antes de morir, Pedro Páramo dice: “«Con tal de que no sea una nueva noche», pensaba él. Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De esto tenía miedo”. Me parece que el mayor consuelo que otorga la muerte es desaparecer del todo, que no haya cielo ni infierno. No es justo para los muertos que desde arriba o desde abajo, tengan que seguir viendo lo que hacemos los vivos.

@DulceMRamosR


Muerte y vida, óleo de Gustav Klimt
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