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REFLEXIONES EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Coronalevi

El autor y psiquiatra venezolano, Slavko Zupcic, escribe desde Valencia. España, y en exclusiva para "El Universal", acerca de la dificultad de entender que el Covid-19 no es "una gripecita más"

  • Diario El Universal

06/04/2020 01:00 am

“Cuando los ves pasar y luego morir, sabes que esto es serio, que hay semanas que tienen siete miércoles y todos son de ceniza, polvo puro que se niega a abandonar la portada del libro de Levi”
Slavko Zupcic (*)

Desde hace dos semanas quiero releer Cristo se detuvo en Éboli, de Carlo Levi, pero el trabajo no me lo ha permitido. ¿Escribir, leer o trabajar como médico? Esa siempre ha sido una pregunta con respuesta fácil porque mayormente he podido alternar las tres actividades en cada uno de mis días.
Pero la situación ahora generada por la actual pandemia ha cambiado las cosas: por el cuidado de los pacientes, pero también porque en el tiempo que podría considerar libre aunque quiera leer y escribir, la preparación del trabajo (su premonición) me ocupa mentalmente y desplaza las otras necesidades.

Tengo más de veinte años cantando las virtudes del libro de Levi y ahora son al menos tres los detalles que me hacen desear releerlo, sin dejar de pensar en el virus. En primer lugar ese libro existe porque Carlo Levi fue confinado en Agliano. La primera vez que leí con conciencia de haberla leído la palabra confinamiento fue en sus páginas y ahora todos estamos confinados y presiento que nos quedaremos así algún tiempo.

Otro detalle está relacionado con el momento más luminoso del libro: los habitantes del pueblo ya saben que Levi es médico, uno de ellos enferma de gravedad y sus paisanos deciden ir a la casa de la que hasta entonces no había salido: “Ven, hay uno de nosotros que está mal”. Lo obligan a trabajar como médico y Levi, a pesar del miedo que lo atribula ya que nunca ha ejercido, acepta el reto, deja de pintar, de escribir, de pensar en política y comienza a curar.

El último detalle que logro precisar con claridad tiene que ver con que el único pueblo que ha sido aislado en el Sur de Italia es el que más frecuento. Se llama Moliterno y (¿acaso es posible decir casualmente?) está relativamente cerca de Agliano, igualmente más allá de los lugares frecuentados alguna vez por Cristo.

Desde allí me escribe un anciano que se niega a creer que este virus sea una enfermedad seria. Algo de razón tiene. Primero, porque la enfermedad tiene un nombre extraño, que más parece de un arma, de un comité de la ONU o de un transporte especial: Covid-19. Segundo, porque inicialmente dijeron que era una gripecita nomás. Y tercero, porque incluso ahora que el más desprevenido puede intuir su gravedad, la reacción primera ante cualquier hecatombe es negarla. Luego vienen las otras. Una de ellas es enfrentarla. Así me siento, luchando como hacen los soldados, contra enemigos que desconocen, que apenas intuyen.

Siempre he odiado hablar de la medicina en términos bélicos, decir que la medicina lucha contra la enfermedad, e incluso alguna vez habré corregido a un colega joven al respecto. Sin embargo, ahora por primera vez me siento en guerra de manera sostenida. No son treinta minutos de tensión intentando reanimar un paciente ni una sesión de una hora forcejeando mentalmente con otro. Estoy hablando de semanas enteras en que me desplazo en trenes vacíos y camino por los pasillos de un hospital que huele a cloro y en el que todos tienen tenemos el nudo de moco y de miedo entre la garganta y la mirada.

Pienso entonces que no tiene ahora sentido hablar de replicación viral, quizá tampoco de Levi. Veo y siento reacciones humanas y formas del ser. De pacientes y de colegas. El miedo es universal, pero hay quien se sobrepone a él o lo asume como inevitable. Hay pícaros que huyen saltándose innumerables alcabalas y, contra todo pronóstico, se salvan por haber huido. Los he visto, sí. Hay otros pícaros que se alegran del confinamiento. Unos por miedo, que me parece legítimo. Otros porque siempre han huido, por el vicio de huir o por pereza crónica.

Esas son nimiedades cuando notas el estoicismo de un paciente que tiene la enfermedad y lo asume con serenidad. Su clínica no es complicada, es verdad, pero su serenidad es sabia y trabajada. Una prueba de ello es el paciente que grita y desespera creyendo que está enfermo contra todas las evidencias. Pero nada más importante que el paciente comprometido, el que llevan entubado a terapia intensiva. Cuando lo ves pasar y luego morir, sabes que esto es serio, que hay semanas que tienen siete miércoles y todos son de ceniza, polvo puro que se niega a abandonar la portada del libro de Levi.

(*) Slavko Zupcic (Valencia, Venezuela, 1970) es un psiquiatra y escritor venezolano hijo de un emigrante croata de los años 50. Actualmente reside en Valencia, y por varios años vivió en Salerno, Italia. Ha practicado varios géneros literarios. Entre sus títulos, destacan la evocación de la figura paterna en Dragi Sol; el tono escatológico de su novela Barbie y las peripecias de una detective singular en Giuliana Labolita: El caso de Pepe Toledo. Sus cuentos forman parte de diversas antologías del cuento venezolano e hispanoamericano. Curso (rápido y sentimental) de italiano, recibió en 2019 el Premio XVIII del Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana.
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