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A control remoto

La travesura de Juan Gabriel en una cumbre presidencial

El divo de Juárez cerró el sobrio concierto para los mandatarios para convertirlo en un show tipo Sábado Sensacional

  • AQUILINO JOSÉ MATA

19/07/2019 01:00 am

Por iniciativa de los gobiernos de España, México y Brasil, y en el marco de la conmemoración de los 500 años del primer viaje de Cristóbal Colón a América, fue convocada la I Cumbre Iberoamericana, como encuentro para incrementar la cooperación entre las naciones de Latinoamérica, España y Portugal. Tuvo lugar en la ciudad mexicana de Guadalajara los días 8 y 19 de julio de 1991, con asistencia de los presidentes y jefes de estado de todos los países convocados y del entonces rey de España, Juan Carlos de Borbón. Pero no todo fueron análisis y discusión política. Al finalizar las deliberaciones del primer día, todos los mandatarios y miembros de sus delegaciones se dirigieron al Teatro Degollado, un edificio de mediados del siglo XIX, en el cual se ofreció un concierto de música popular con el acompañamiento de la Orquesta Sinfónica de Guadalajara y los cantos del español Joan Manuel Serrat, la portuguesa Amalia Rodrigues, la brasilera Gal Costa, la argentina Susana Rinaldi, La Negra Grande de Colombia, la peruana Tania Libertad y el mexicano Juan Gabriel, espectáculo al que no tuvo acceso la prensa, pero al que tuve el privilegio de asistir por invitación de su productor y artífice de la puesta en escena, Carlos Giménez, el fallecido director del grupo Rajatabla, a quien se le encomendó esa tarea en representación de Venezuela.

Llegué a Guadalajara un día antes del concierto, por lo que también pude ir al último de los ensayos, donde todo salió bien, salvo que se eliminó de la escenografía una carabela que aparecía al fondo, por sugerencia de uno de los organizadores por México, que lo consideraba un “símbolo colonial”.

En un amplio palco del balcón, frente al escenario, se ubicaron los presidentes y jefes de estado. Allí estaba el anfitrión, Carlos Salinas de Gortari (México), junto a Alberto Fujimori (Perú), Alfredo Cristiani (El Salvador), Carlos Andrés Pérez (Venezuela), Carlos Menem (Argentina), César Gaviria (Colombia), Felipe González (España), Fernando Collor de Mello (Brasil), Violeta Chamorro (Nicaragua), Fidel Castro (Cuba), Guillermo Endara (Panamá), Jaime Paz Zamora (Bolivia), Joaquín Balaguer (República Dominicana), Jorge Serrano Elías (Guatemala), Juan Carlos de Borbón (rey de España), Luis Alberto Lacalle (Uruguay), Mario Soares (Portugal), Patricio Aylwin (Chile), Rafael Ángel Calderón (Costa Rica), Rafael Elías Callejas (Honduras) y Rodrigo Borja (Ecuador). 

Fue un espectáculo sobriamente medido. Hasta entonces nunca había visto a Susana Rinaldi, de quien me conmovió su interpretación del tango El último café, acompañada al piano por Juan Carlos Cuacci, su esposo. Ambos aparecieron, desde un lateral del escenario, en una plataforma rodante. Ella lucía como una reina con aquel traje blanco, largo y vaporoso, y peinada al estilo Eva Perón. Esta apertura marcó la pauta de la excelencia de lo que veríamos después. 

Serrat cautivó con Cantares, una de sus cartas de presentación; Gal Costa, regia como siempre, cantó un bossa nova respaldada por un virtuoso guitarrista; Amalia Rodrigues, a su avanzada edad y casi ciega, acaparó nutridas ovaciones con su personalidad carismática y su voz dulce y prodigiosa al interpretar su emblemática Lisboa antigua, mientras La Negra Grande inundó el recinto con un lamento de raíces africanas de la costa colombiana y Tania Libertad llevó el sonido de su Perú natal en clave de Nueva Canción. Hasta allí la atmósfera predominante fue de absoluta intimidad, teñida de canciones revestidas de poesía. Hasta que llegó Juan Gabriel y transformó la tranquila velada en un show que ni Sábado Sensacional.

Para empezar, salió con su propio grupo musical, lo que le permitió saltarse a la torera, sin permiso y con su habitual desparpajo, la norma establecida de cantar una sola canción. Decidió hacer un popurrí de sus éxitos que, hay que decirlo, provocó inicialmente cierto desconcierto entre la atípica audiencia de diplomáticos y funcionarios públicos de alto nivel, para relajar la tranquilidad reinante y convertir la sala del Teatro Degollado en una fiesta, mejor dicho, en un fin de fiesta que animó hasta a los más indiferentes. 

Particularmente disfruté de dos espectáculos: el del Divo de Juárez desatado en escena y el que había en el palco de los presidentes, del cual tenía una perspectiva privilegiada en mi espectro visual. Salinas de Gortari y Fidel Castro, totalmente abstraídos de lo que ocurría, conversaban como si nada; Violeta Chamorro sonreía y batía palmas; Carlos Andrés Pérez hacía lo propio, pero más mesuradamente y el rey Juan Carlos tenía cara de no poder creer aquel intempestivo desenlace, que terminó con una ovación que, sin ser desmesurada -quizás por aquello de “guardar las apariencias”-, sí resultó un indicativo de que Juan Gabriel, como siempre solía ocurrir cada vez que desplegaba su desbordante energía en sus espectáculos, terminaba metiéndose a todos en el bolsillo. 

Siempre recordaré aquel momento como algo muy especial. Y todo gracias a Carlos Giménez, quien al invitarme me dijo que no podía perderme algo de la categoría de lo que traía entre manos para los dignatarios de la I Cumbre Iberoamericana. Y tuvo razón. Un concierto de ese nivel artístico tenía que dejarme más que satisfecho. Y eso que cuando me lo dijo obviamente desconocía la travesura que tenía preparada Juan Gabriel, quien le puso el toque de pimienta que le daría aún mayor atractivo y singularidad al espectáculo.
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