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Armando Rojas Guardia: "Yo fui una víctima de la homofobia"

Para el poeta, silencio, soledad y disciplina con las claves para reconectarse con la espiritualidad

  • JORDAN FLORES

13/01/2019 01:00 am

Cuando se habla sobre Armando Rojas Guardia, es necesario remontarse a aquellos años 80, cuando los grupos Tráfico y Güaire dominaban la escena intelectual caraqueña, y la poesía fluía como un torrente sobre el bulevar de Sabana Grande, rompiendo todos los esquemas literarios tan profundamente arraigados en el país. En El esplendor y la espera, libro presentado a finales del año pasado en la librería El Buscón del Paseo Las Mercedes, se recoge toda esa obra poética de Rojas Guardia, desde sus incios en 1979, hasta el año 2017. 

Su paso por Tráfico dejó en su poesía las inquietudes de una generación que creció en el medio urbano, siendo la cotidianidad uno de los ejes fundamentales de sus textos. De este modo, el autor utiliza su experiencia y su entorno como fuente para nutrir sus poemas. 

Cuenta que los griegos, en especial Platón, afirmaban que nadie podía acercarse al santuario de la poesía si no estaba poseído por el rapto inspirador de las musas. Y es precisamente ese rapto el que se apodera de Rojas Guardia cuando escribe. Comenta que una vez que empieza a ocurrírsele el poema, este se cimienta fuertemente en su mente, acompañándolo en su quehacer diario como un proceso subconsciente que va dando forma al texto. 

"Antes de escribir el poema, convivo con él diariamente. Así, antes de su redacción, ya lo he interiorizado por completo", explica el poeta. 

Hijo del gran poeta modernista Pablo Rojas Guardia, toma su apellido completo, pues su influencia fue crucial para su carrera. Fue su padre y el libro Un poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, quienes lo motivaron a empezar a escribir a los 15 años. Sin embargo, en el fondo, siempre supo que su vocación estaba en las letras. 

"Mi tía Albertina contaba que a los cuatro años me preguntó una vez en el jardín si cuando fuera grande quería ser poeta como mi padre. Yo le contesté: 'No voy a ser poeta. Ya lo soy'. Es inexplicable", relata. 

Posteriormente, en el Taller Calicanto de Antonia Palacios, se formaría gran parte de ese espíritu sensible que más adelante escribía poemarios como Del mismo amor ardiendo (1979), Yo que supe de la vieja herida (1985) o Poemas de Quebrada de la Virgen (1985). 

-¿Cree que hay lugar para poetas y filósofos en una sociedad obsesionada con la practicidad y la inmediatez de la tecnología? 
-Sin la dimensión humanista que encarnan todos aquellos que se dedican a actividades espirituales, el mundo desembocaría en barbarie químicamente pura. El espíritu no es un elemento meramente decorativo, es el centro de la condición humana. El mundo podrá desarrollarse mucho en lo tecnológico, científico y utilitario, pero si olvida el sentido de lo espiritual, se convierte en autómata. 

-Partiendo de las ideas de la "Modernidad Líquida" de Bauman, ¿Cree que la forma en la que vivimos nos hace más insensibles a la poesía? 
-El avasallante progreso tecnológico, cuya máxima representación hoy la ejercen el papel de las redes sociales, pueden desembocar en una pérdida del sentido de lo más espiritual que hay en el hombre. Para paliarlo, hace falta silencio, soledad y disciplina. 

"El tesoro oculto en la psique humana solo lo descubre quien es capaz de ir lento", aconseja el poeta. 

De quien fue su terapeuta por tres años, un cubano nacionalizado de nombre Rafael López Pedraza, aprendió a captar el gusto por la lentitud. Esto se denota en su forma de hablar pausada, meditando cada palabra, y utilizando el propio silencio como una forma de comunicación, aplicando constantemente estos criterios desde el retiro, como un ser solitario. 

"Yo soy un monje laico. Alguien que ha hecho de la soledad su hogar espiritual y su patria mental", agrega. 

De fe profundamente católica, no pasa un día en que no dedique media hora a la oración ni semana en la que no acuda al menos una vez a misa. Allí parte de esa disciplina y orden mental que intenta llevar más allá del orden de lo material. 

A pesar de esto, se confiesa un poco desencantado con la forma actual en que se celebra la Eucaristía, pues cree que se ha convertido en un ritual más centrado en los simbolismos, alejándose de la esencia misma del cristianismo, cuando Jesús de Nazaret caminaba sobre la tierra y compartía el pan con sus discípulos. 

-¿Alguna vez tuvo un choque entre sus creencias religiosas y su sexualidad? 
-Evidentemente. Fui un adolescente con una trágica consciencia de sí mismo y también un producto típico de la educación católica. La educación jesuíta estuvo llena de alegría espiritual y preocupación social, pero frente a la homosexualidad, tenía una posición absolutamente conservadora, fundamentalista y homofóbica. Por esto me levanté con mi consciencia trágica, porque yo fui una víctima de la homofobia y me ha costado toda una vida a través del estudio, la lectura, y la investigación, liberarme de esos prejuicios, y más que de los prejuicios, del sentimiento de culpabilidad. 

No fue sino hasta casi llegar a los 30 años que logró alcanzar la paz consigo mismo y, a partir de allí, convertirse en un gran activista por los derechos de los colectivos LGBTI. Aunque celebra que en este siglo XXI, los grupos minoritarios han logrado avances significativos en materia de aceptación y derechos humanos, siente que todavía queda mucho trabajo por hacer. "En Venezuela todavía estamos a medio camino. No ha sido posible aprobar legislativamente el matrimonio igualitario", acota. 

Una relación agridulce 

Por la actividad diplomática de su padre, Rojas Guardia desde niño estuvo acostumbrado a estar fuera de Venezuela y recorrer el mundo, viviendo en países como Nicaragua, Colombia, Suiza o la antigua Checoslovaquia. A sus 69 años, todavía es invitado a participar en eventos como el Festival de la Lira de Cuenca, en Ecuador, desde donde en 2017 tuvo contacto con los editores que hicieron posible la publicación de El esplendor y la espera. No obstante, un extraño magnetismo parece mantenerlo atado a Caracas, lugar en el que nació, y también donde afirma seguramente morirá, sin ánimos de sonar fatalista. "Yo quiero morir aquí", reitera, como un decreto. 

Con la ciudad posee una relación tan agridulce como el resto de sus habitantes. Desde su pequeño apartamento lleno de libros, el sonido de cornetas y vehículos parece perturbar el sagrado silencio de su reclusión, pero también funciona como caldo de cultivo para su proceso de creación poética. 

Sobre cuál sería el poema que describiría a la Caracas contemporánea, el autor prefiere buscar atrás en el pasado, y le dedica Anatema de oficina, el cual escribió el mismo año de "El Caracazo".  Este poema, tan crudo e intenso como las aguas del río Güaire, en su momento constituyó un fiel retrato de la decadencia de la urbe hacia finales de siglo y que, como en un ciclo que se repita, vuelve a tener vigor en estos tiempos con sus niños bailando en las alcantarillas, sus semáforos bizcos ante la pedrada de algún mendigo, y sus flores de bucare que crecen en el suelo donde la llanta trituró a un borracho. Todo esto, con el Ávila de fondo. 

"Es un poema en el que me dedico a fustigar a Caracas y a expresar una relación de amor y odio, que es la que muchísimos caraqueños sentimos por esta ciudad", puntualiza. 

"La detesto ritual, lujosamente: a sus sótanos, sus torres, sus estatuas, /su río excremental, su nombre incluso. /Y mientras sueño con el mar que me la esconda /en un viaje de espumas imposibles, /me guardan mis papeles de burócrata". 

@jjflores94
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