UNA ENTRADA A LA SEMANA | Crítica
El festival del cine invisible
El Festival del Cine Venezolano celebrará sus 21 años desde el 1 hasta el 5 de junio en el estado Nueva Esparta. En el certamen compiten 38 películas documentales y de ficción
En 2023, el cineasta venezolano Édgar Rocca estrenó un documental llamado El cine invisible, y una de sus escenas más memorables es la de una sencilla encuesta en el lobby de una sala de cine comercial, donde el entrevistador pregunta a los espectadores con cuáles directores de cine se sienten familiarizados.
Los encuestados no vacilan en nombrar a Martin Scorsese, o a Quentin Tarantino, los más populares. El entrevistador hace otra pregunta: ¿cuáles directores de cine venezolano conocen? Silencio absoluto. Ya queda claro cuál es el nombre del documental, y por qué.
Viene a mi mente esta escena porque, en una semana, comenzará la 21° edición del Festival de Cine Venezolano, que otrora se celebraba en la ciudad de Mérida. Del 1 al 5 de junio, los cineastas y actores venezolanos visitarán la Isla de Margarita para mostrar no su trabajo más reciente, sino aquel que han logrado cristalizar en una película.
Compiten un total de 38 largometrajes de ficción y documental, firmados por cineastas de la talla de Mariana Rondón, Tuki Jencquel, Luis Fernández, Yoselin Fagúndez, Alejandro Hidalgo, o los hermanos Alejandro y Luis Rodríguez.
Nombres que son familiares para un seguidor fiel del cine nacional, o para un periodista especializado, no así para un público más general, más divorciado de la producción venezolana. Cabe preguntarse entonces a qué se debe esta desconexión, y habrá varias respuestas vinculadas a la calidad de las películas venezolanas, de la verosimilitud de las historias que cuentan, del tiempo que logran mantenerse en la cartelera y de la falta de espacios y horarios disponibles para su proyección.
Hay otra respuesta incómoda: muchas de las películas que se estrenan en el festival no logran concretar un estreno nacional posteriormente. Si nuestras películas solo logran proyectarse en un festival y ante un público limitado, no es extraño que nuestras historias se pierdan en el tiempo. El olvido, lamentablemente, pareciera ser el destino de varias -y buenas- películas venezolanas.
Tomemos, como ejemplo, títulos como La sombra del catire de Jorge Hernández Aldana, y Mi tía Gilma, de Alexandra Henao, dos de las películas más celebradas en el mismo festival del año anterior. Hasta este momento no hay fechas confirmadas para sus estrenos en salas, salvo por algunas proyecciones contadas en el marco de algún premio municipal, o en centros culturales. ¿Cómo el público puede familiarizarse con algo que no existe?
En la Biblia, Jesús dice a sus apóstoles: “El que tenga ojos, que vea”. Pero hablamos de películas que no se pueden ver, y por ende -salvo en el caso de Dios-, es imposible creer en una industria intangible.
El Festival de Cine Venezolano debería servir como un incentivo para que cineastas y actores de todo el territorio se reúnan, conversen y discutan en torno a nuestra industria. Y el diálogo debería ser amplio, lo suficiente como para involucrar al público escéptico, ese que aún piensa que el cine nacional se limita al barrio, al delincuente y a la violencia.
Lo más preocupante es que, con una proyección focalizada no en un público más amplio sino en audiencias selectísimas, es imposible un análisis serio y amplio sobre las líneas que nos recorren; detectar cuáles funcionan y cuáles se deben descartar, qué arquetipos nos identifican y qué debemos enterrar.
El Festival de Cine Venezolano es una represa, y solo unas gotas de la producción logran romper la barrera.
@enlazonac
Los encuestados no vacilan en nombrar a Martin Scorsese, o a Quentin Tarantino, los más populares. El entrevistador hace otra pregunta: ¿cuáles directores de cine venezolano conocen? Silencio absoluto. Ya queda claro cuál es el nombre del documental, y por qué.
Viene a mi mente esta escena porque, en una semana, comenzará la 21° edición del Festival de Cine Venezolano, que otrora se celebraba en la ciudad de Mérida. Del 1 al 5 de junio, los cineastas y actores venezolanos visitarán la Isla de Margarita para mostrar no su trabajo más reciente, sino aquel que han logrado cristalizar en una película.
Compiten un total de 38 largometrajes de ficción y documental, firmados por cineastas de la talla de Mariana Rondón, Tuki Jencquel, Luis Fernández, Yoselin Fagúndez, Alejandro Hidalgo, o los hermanos Alejandro y Luis Rodríguez.
Nombres que son familiares para un seguidor fiel del cine nacional, o para un periodista especializado, no así para un público más general, más divorciado de la producción venezolana. Cabe preguntarse entonces a qué se debe esta desconexión, y habrá varias respuestas vinculadas a la calidad de las películas venezolanas, de la verosimilitud de las historias que cuentan, del tiempo que logran mantenerse en la cartelera y de la falta de espacios y horarios disponibles para su proyección.
Hay otra respuesta incómoda: muchas de las películas que se estrenan en el festival no logran concretar un estreno nacional posteriormente. Si nuestras películas solo logran proyectarse en un festival y ante un público limitado, no es extraño que nuestras historias se pierdan en el tiempo. El olvido, lamentablemente, pareciera ser el destino de varias -y buenas- películas venezolanas.
Tomemos, como ejemplo, títulos como La sombra del catire de Jorge Hernández Aldana, y Mi tía Gilma, de Alexandra Henao, dos de las películas más celebradas en el mismo festival del año anterior. Hasta este momento no hay fechas confirmadas para sus estrenos en salas, salvo por algunas proyecciones contadas en el marco de algún premio municipal, o en centros culturales. ¿Cómo el público puede familiarizarse con algo que no existe?
En la Biblia, Jesús dice a sus apóstoles: “El que tenga ojos, que vea”. Pero hablamos de películas que no se pueden ver, y por ende -salvo en el caso de Dios-, es imposible creer en una industria intangible.
El Festival de Cine Venezolano debería servir como un incentivo para que cineastas y actores de todo el territorio se reúnan, conversen y discutan en torno a nuestra industria. Y el diálogo debería ser amplio, lo suficiente como para involucrar al público escéptico, ese que aún piensa que el cine nacional se limita al barrio, al delincuente y a la violencia.
Lo más preocupante es que, con una proyección focalizada no en un público más amplio sino en audiencias selectísimas, es imposible un análisis serio y amplio sobre las líneas que nos recorren; detectar cuáles funcionan y cuáles se deben descartar, qué arquetipos nos identifican y qué debemos enterrar.
El Festival de Cine Venezolano es una represa, y solo unas gotas de la producción logran romper la barrera.
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