A CONTROL REMOTO
Periodismo, periodistas y cine
En el mes que celebra nuestra profesión en Venezuela, resaltamos el perenne interés del séptimo arte por el llamado “cuarto poder”, que data desde la misma época previa al cine sonoro
Si en algo se ha interesado siempre el cine es por el periodismo. Directores, actores, actrices y guionistas han manifestado especial predilección por nuestro oficio, del que estamos celebrando su mes en Venezuela en este junio que recién comienza. No han sido pocas las estrellas de la gran pantalla que interpretaron a periodistas o magnates de los medios de comunicación. El poder de una lágrima (The Power of the Press, 1928), el último film mudo de Frank Capra, es -además- el primero de su producción en tematizar la profesión periodística. Protagonizado por un joven Douglas Fairbanks Jr., tiene un gran ritmo y pone en escena los dilemas éticos que enfrenta un cronista en ascenso. De allí en adelante el tema se tornó inagotable.
Durante años, Ciudadano Kane ha sido considerado por muchos la mejor película de la historia. Pero no es, sin embargo, y como ya dijimos, ni la primera ni la última en poner de manifiesto el profundo entendimiento que mantiene viva la llama entre el llamado cuarto poder y el séptimo arte. Las dos primeras décadas del cine sonoro dejaban ya bien claro esa entente. El periodista de la época era el ideal del hombre de acción que portaba el grito de la verdad, el prototipo del aventurero siempre dispuesto y eternamente en movimiento. A comienzos del siglo XX nadie ponía en duda las proclamas periodísticas. Eran el reflejo de una verdad incorruptible. El periodista disfrutaba de un particular halo de truhan al servicio del público, el hombre que jugaba a Robin Hood engañando a los poderosos y a los traidores aireando sus malas artes. Los años treinta rebosaban comedias con apuestos periodistas en rol de galanes. Sucedió una noche (1934) de Frank Capra o Historias de Philadelphia (1940) de George Cukor son buenos ejemplos de ello.
En 1941 Orson Welles marcará esa línea divisoria entre la total inocencia y el comienzo de la era moderna gracias a Ciudadano Kane. La película enfrentaba al espectador a una verdad tan terrible como evidente: no crean todo lo que ven, la película que están viendo, como la historia del hombre que cuenta no es más que un artificio para manipular su opinión. El ingenuo abandono con el que el público se entregaba a las imágenes se resquebrajó y el cine tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos, que pasaron de la creencia más incauta a la exacerbada incredulidad de la era digital. A partir de entonces, el periodista cinematográfico comenzó a mostrarse como un ser más complejo, más curtido y más arriesgado.
A medio camino entre el amoral detective privado y el aventurero más apasionado, los periodistas de cine comenzaron a jugar por igual, tanto el papel de defensores del derecho del público a conocer la verdad como los responsables, directa o indirectamente, de su manipulación. La lista de películas dignas de elogio y de inagotable visionado es tan larga como apasionante. Pero de eso nos encargaremos en otro artículo.
@aquilinojmata
Durante años, Ciudadano Kane ha sido considerado por muchos la mejor película de la historia. Pero no es, sin embargo, y como ya dijimos, ni la primera ni la última en poner de manifiesto el profundo entendimiento que mantiene viva la llama entre el llamado cuarto poder y el séptimo arte. Las dos primeras décadas del cine sonoro dejaban ya bien claro esa entente. El periodista de la época era el ideal del hombre de acción que portaba el grito de la verdad, el prototipo del aventurero siempre dispuesto y eternamente en movimiento. A comienzos del siglo XX nadie ponía en duda las proclamas periodísticas. Eran el reflejo de una verdad incorruptible. El periodista disfrutaba de un particular halo de truhan al servicio del público, el hombre que jugaba a Robin Hood engañando a los poderosos y a los traidores aireando sus malas artes. Los años treinta rebosaban comedias con apuestos periodistas en rol de galanes. Sucedió una noche (1934) de Frank Capra o Historias de Philadelphia (1940) de George Cukor son buenos ejemplos de ello.
En 1941 Orson Welles marcará esa línea divisoria entre la total inocencia y el comienzo de la era moderna gracias a Ciudadano Kane. La película enfrentaba al espectador a una verdad tan terrible como evidente: no crean todo lo que ven, la película que están viendo, como la historia del hombre que cuenta no es más que un artificio para manipular su opinión. El ingenuo abandono con el que el público se entregaba a las imágenes se resquebrajó y el cine tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos, que pasaron de la creencia más incauta a la exacerbada incredulidad de la era digital. A partir de entonces, el periodista cinematográfico comenzó a mostrarse como un ser más complejo, más curtido y más arriesgado.
A medio camino entre el amoral detective privado y el aventurero más apasionado, los periodistas de cine comenzaron a jugar por igual, tanto el papel de defensores del derecho del público a conocer la verdad como los responsables, directa o indirectamente, de su manipulación. La lista de películas dignas de elogio y de inagotable visionado es tan larga como apasionante. Pero de eso nos encargaremos en otro artículo.
@aquilinojmata
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