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ANÁLISIS

El gesto danzado, una expresión de intimidad. ¿Qué significa hilar la vida en clave coreográfica?

En este artículo, el bailarín, coreógrafo y docente venezolano de danza contemporánea Luis Viana, repasa, desde sus propias particularidades, el oficio de crear

  • ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL

11/02/2024 01:00 am

Por LUIS VIANA

"Llega un momento cuando la imagen te mira desde el espejo y te das cuenta de que te está mirando y reconociéndote como a sí misma. Es a través de ti que su amor, su miedo, su terror será expresado".
Martha Graham

La gran figura de la danza moderna norteamericana hace esta reflexión en el documental A Dancer’s World (1957). En su camerino, frente al personaje reflejado en el espejo, Graham es Yocasta tras comprender lo que desde sí, y mediado por la danza, le resulta valioso para compartir con el público. Un claro ejemplo de lo que significa la expresión de intimidad: la manifestación de las sensaciones que el artista comparte con el espectador a través de la simbolización del movimiento que alude a su autorreconocimiento.

A manera de relato, he juntado eslabones para llegar a la particularidad de mi recorrido en la danza y, con éste, a la contextualización del momento y del lugar en los que se trama mi producción artística y desarrollo docente. En este relato vacío mi fascinación por el saber tradicional atesorado por varias generaciones de maestros y artistas y por la revalorización permanente de éste como germen de innovación.

La creación en danza es un proceso que se ase a distintas tradiciones técnicas y compositivas, se solapa por igual entre el caos que provee de pistas para el alumbramiento de la obra y el afán por un apaciguamiento de la entropía que conduzca a las formalizaciones que llamamos obras. Pero, sobre todo, lejos de las apariencias, es también un tránsito por la experimentación de la subjetividad que toma distancia de la condición de cuerpo-instrumento que tradicionalmente se hace danza. Este tránsito es un acto político de resistencia a la cosificación del cuerpo, al discurso inflexible y a la sumisión de repetir en vez de crear y recrear. Razón por la que considero que el arte educa a quien transita por la experimentación de lo sensible para dar cuenta de la práctica y de sí mismo.

Persiste en la actualidad una tendencia a la instrumentalización de la danza que pretende impactar en las diversas sensibilidades estéticas que militan en redes sociales y en eventos de circulación masiva destinados a la espectacularidad. También se la instrumentaliza para mejorar la calidad de vida de sus practicantes que buscan el bienestar en un cuerpo entrenado. El potencial de transformación de la danza parece innegable. Además de las obvias mediaciones de la danza para el disfrute de la fisicalidad, de su expresión rítmica y convocatoria masiva, se hace soporte de proclamas de distintos colectivos y activistas que, a través de la movilización como estrategia empoderadora es capaz de transformar al individuo en gestos y cadencias, ocupante de espacios conquistados por su imaginario, habitante de la continuidad en duraciones variables. Lo que urde la danza en los individuos es lo que le otorga interés a esta iniciativa de asentar como reflexión la práctica coreográfica.

A su despliegue escénico en el siglo XX, la práctica dancística llegó con rebeldía. Ampliando los horizontes decimonónicos, el ballet expuso en la escena su experimentación con temas y tratamientos técnicos inéditos y con ella su trastienda metodológica hasta hacer de la expresión misma un dispositivo para la autotransformación. Otras iniciativas artísticas hacían lo propio para acuñar una forma gestual nueva que lograra recoger el inaprensible sentimiento de actualidad durante el cambio de siglo.

Las fronteras impugnables que contenían las funciones del coreógrafo, intérprete y maestro, y la amañada relación que este arte tenía con su público, se empezaron a desdibujar en medio del furor por las vanguardias de las cuales la danza, por derecho propio, fue también protagonista. La danza escénica se hacía consciente de su existencia como lenguaje postulando cómo se enunciaría la nueva corporalidad expresiva y su finalidad como manifiesto estético y político. Descolocando tradiciones gestuales y sus proyecciones escénicas, la danza bebía ahora de varias fuentes, sobre todo de las que gestaba para sí.

Pero desde antes, trazos de renovada modernidad alcanzaron el interés de artistas que no descollaban necesariamente en el mundo del ballet y que también desanclaron sus orígenes del siglo XIX para reinventar otros en el XX. Por la contundencia de sus propuestas, inicio mencionando las coloridas apariciones de Loïe Fuller bajo las primeras lámparas eléctricas; el ritualismo de Ruth St. Denis y Ted Shawn y el romanticismo heroico de Isadora Duncan, todos norteamericanos. Pero es en Europa donde transita, en mi opinión, una lógica estética que, rechazando la deshumanización de la industrialización y los arrebatos revolucionarios, les otorga continuidad conceptual y formal a los insumos desarrollados para la transmisión de conocimientos de la disciplina y a la proyección expresiva que ya auguraban las disrupciones propias del cambio de siglo. La danza expresionista (Ausdruckstanz), que nacía en Alemania se enraizaba en las exploraciones que hiciera el suizo Emile Jacques Dalcroze, y éste a su vez en las del francés François Delsarte, así como en las del austrohúngaro Rudolf von Laban. Esta danza pedía excavar en el alma humana, herencia del romanticismo seguramente, para exponer los horrores de la Primera Guerra Mundial a través de una gestualidad igualmente brutal; una poderosa respuesta que, en las composiciones de Mary Wigman, la madre de ese movimiento dancístico, hacían palidecer la fútil belleza del ballet que aún transparentaba su fantasmagoría inmaterial.

Muchas fueron las propuestas de los coreógrafos, de los empresarios, intérpretes, diseñadores y músicos al curar sus productos con valentía renovadora y tino artístico. Al exponer sobre la escena un punto de vista tamizado por la intimidad, aquella relación que establecemos con nosotros mismos, era ineludible la expresión de autor; un mediador que interpretaba la realidad, la propia y la de otros, para convocar a sus seguidores con un voto de confianza o militancia, daba igual. Siguieron invaluables producciones como Lamentation (Lamentación), de 1930, firmada por Martha Graham; The Moor's Pavane (La pavana del moro), realizada en 1949 por José Limón o The art of making dances (El arte de crear danzas), un libro de 1959 firmado por Doris Humphrey en el que colectaba su experiencia coreográfica, actividad que inició en 1927 que, entre muchas otras producciones, dejaron hablar libremente a los sentimientos bajo cierto compromiso estilístico que no le restaba mérito a la legítima expresión sobre la que se refundaría el movimiento dancístico de autor desde entonces.

Con rasgos reconocibles del proceso de subjetivación que implicaba el ejercicio de interpretar a través del movimiento, aquellos artistas compusieron con el gesto danzado conducente a un derrotero formativo. Razón por la que lideraban una visión que pudimos seguir con admiración y asombro para dar cuenta de nuestra propia existencia develada sobre la escena; una rúbrica que sella la responsabilidad para generar un universo estético colectivo y personal que nos visibiliza al recrearnos bajo su mirada.

A mediados de la década de 1940, era evidente la necesidad de nuevos enfoques artísticos para entender el sentimiento de ansiedad mundial tras el inicio de un nuevo conflicto bélico en 1939. Traslapos en la política, en el ámbito sociocultural y en el económico se reflejaban en las pocas producciones coreográficas que tenían lugar en medio de la escasez y el temor por un futuro incierto. Aun integrando la compañía de danza moderna de Martha Graham, Merce Cunningham vislumbró una interesante bifurcación que arrinconó los discursos vertebrados por narrativas dramáticas para que una corriente compositiva y de interpretación basada en una naciente visión posmoderna se hiciera materia. La abstracción en danza, no necesariamente como escapismo del malestar mundial, o quizás respondiendo a éste, hacía del movimiento un flujo de signos corporales interconectados que no requerían significado distinto a su inmediata presencia dinámica. Conjugados en tiempo presente, los fraseos de movimientos propuestos por Cunningham revaloraban la perecedera naturaleza de un arte vivo, azaroso y espontáneo. Para él, el cuerpo altamente instrumentalizado en segmentaciones funcionales e independientes, aún codificado por la herencia del ballet y la danza moderna de la que él mismo fue parte, contradecía la física conocida por el oficio. Un nuevo instrumento corporal nacía junto a la exploración lúdica del espacio como un acuerdo que esculpiría su danza. El espacio fue conquistado por el movimiento que, penetrándolo, lo redimensionaba. La danza ya no era tallada desde el interior, como lo describía la tradición de la danza moderna americana o la danza expresionista alemana, su paralela artística europea, sino que operaba en una superficie capaz de alojar la multiplicidad de exigencias motrices hechas por el coreógrafo y recreadas por el intérprete.

Mencionando otro frente de mis referentes artísticos, los japoneses Tatsumi Hijikata y Kazuo Ohno, en la década de 1960, recomponían el imaginario de su expresión escénica en un espejo hecho añicos tras la Segunda Guerra Mundial. El Butoh, una expresión que transitaba entre una memoria oscurecida y demente en un cuerpo deshecho, era la forma de danza que propusieron estos artistas para reflejar la realidad de una nación que renacía entre escombros. Aún conservo en mi memoria las desconcertantes imágenes de Ohno interpretando Admirando a la Argentina, un solo demoledor dirigido por Hijikata, en el que se recreaban recuerdos sobre la bailarina de flamenco Antonia Mercé, artista española nacida en Buenos Aires, que había visto en el teatro Imperial de Tokio en 1928. Al asistir a su espectáculo durante su visita a Caracas en 1981, en el marco del Festival Internacional de Teatro, me impactó su danza, cuidadosa y profunda, se percibía algo distinto a lo que concebía como movimiento danzado; era una quimera rediviva y no el trampantojo escénico; era un haiku “povera” de exquisita elaboración.


De izquierda a derecha: La Argentina, bailarina de danza flamenca, en Japón y Kazuo Ohno en su espectáculo Admirando a La Argentina (1977). En: https://eterdigital.com.ar/danza-butoh-el-cuerpo-que-renace-de-las-cenizas/ consultado el 30 de diciembre de 2020.

Sobre los pasos de la escuela alemana de Mary Wigman y su maestro Rudolf von Laban; de Kurt Jooss y Sigurd Leeder, entre otros, la posguerra edificaría una verdad escénica desnuda y comprometida, intensa en su carga emocional y desgarrada en su formalización gestual. El humor agridulce de las obras de la danza-teatro, como se le denominó, provenía de la ironía del absurdo, a la manera de las relaciones improbables entre cosas juntadas por los otrora surrealistas. Pina Bausch, Reinhild Hoffmann y Susanne Linke, conformaron la triada dorada de la danza-teatro alemana. Una denominación que no podemos reducir a un habitáculo en que conviven dos disciplinas artísticas; más bien debemos entenderlo como una encrucijada en la que concurren la tradición de la escuela alemana de danza y la concepción visionaria del coreógrafo quien articula una nueva narrativa escénica independiente de cualquier manifestación que se le parezca. Las tres creadoras, entre otros coreógrafos de esta tendencia, contextualizaron la cruda cotidianidad burguesa y capitalista en la que escenificaron visiones que nos definen y redimen como un otro en busca de sí, una sociedad que no se halla entre sus migajas y riquezas. En las obras del neoexpresionismo alemán se tasan las tensiones entre el amor y el desamor, la memoria y el olvido, la falsedad del sueño y la realidad de las pesadillas.

La posmodernidad, un clímax en la historia del reconocimiento de la danza como un arte independiente y colaborativo entre sus pares, explica que la propuesta artística de recrearse como proponente, vehículo y observador, intensificó el sentimiento exploratorio sobre el cuerpo sensible y animado por una nueva responsabilidad proyectiva. Este sentimiento exploratorio fortaleció el deseo de profundizar en la vivencia del material mínimo indispensable que soportaba a la danza a través de estrategias formativas que serían reconocidas más adelante como pilares en la empleabilidad de la autoconciencia para danzar: el método Feldenkrais, Body-Mind Centering y otras técnicas aplicadas que se conjugarían como prácticas somáticas. Los cambios introducidos propiciaban la motricidad natural del cuerpo que se oponía a la premeditada imposición del entrenamiento estilístico como única fuente para la creación. También, los cambios irrumpían como intervención espacial para vulnerar los acuerdos con la frontalidad del escenario a la italiana y como disolución de algún compromiso rítmico o melódico adquirido como principal motor de la obra.


Mesa para dos (2022), de Luis Viana. Intérprete: Nelson García Posada (FOTO: NORMAN MEJÍA)

La historia de la danza que conocemos, la de los hitos, la de los más celebrados, la de los indispensables, la de los clasificables, la de los que firman los hallazgos como propios, la de las coincidencias improbables y también predecibles, toda ella le da sentido a mi particularidad. En este panorama que escogí contarles intenté descubrir mi historia profesional, la de la danza como recreación de la intimidad y como expresión de autor. Por ella se manifiesta la relación conmigo mismo y, por ende, la apuesta por una expresión irrepetible que convoca la empatía de los otros que se reconocen en mi deliberado trance creativo. 

Diversas aproximaciones estéticas influenciaron mi formación en danza y, por ende, mi trayectoria profesional como artista, docente e investigador. Por un lado, la impronta “abstracta” que recibí de los artistas seguidores de Merce Cunningham en Venezuela, al interior de la escuela del Taller de Danza de Caracas, y de la propia mano de este maestro americano en el Merce Cunningham Studio cuando decidí establecer mi residencia en Nueva York (1983-1985). Por otro, el acercamiento a un entrenamiento basado en la modernidad de Martha Graham ofrecido en el proyecto educativo de la compañía Danzahoy, además de las propuestas técnicas y creativas que orientaban las clases de Norah Parisi y su compañía Macrodanza, una experiencia que recreaba, entre otras, la tendencia Nikolais / Louis. Sin embrago, prevalecía mi deseo de ver y sentir descolocado el formalismo que había aprendido, y verme engullido por la acción intimista del gesto propio.

 
Singular (2023), de Luis Viana. Intérprete: Yesika Velásquez Rodríguez. (FOTO SEBASTIÁN PINEDA SUAZA) 

Entre la lista de escuelas, coreógrafos y maestros de Nueva York a los que acudí estaban: Erick Hawkins School y José Limón Dance Foundation; la coreógrafa Karole Armitage; y los maestros de danza clásica Nenette Charisse y Janet Panetta, entre otros reconocidos hacedores y directores. Además, tomé sesiones especializadas en técnica Pilates en The New York Pilates Studio, una técnica terapéutica que en aquel entonces era poco conocida fuera de Estados Unidos y con la que apoyamos con frecuencia el entrenamiento físico en danza para desarrollar conciencia postural, fuerza y flexibilidad.

Sin ponderar mis gustos entre las distintas aproximaciones técnicas y compositivas y aprovechando las oportunidades que las yuxtaposiciones estilísticas ofrecían, vislumbré un nuevo ideal del hacedor de la danza contemporánea, un creador-bailarín-formador cuya práctica lo haría sensible, mutable, capaz de sincronizar su interpretación y creación escénica cultivada por años con las urgencias de la educación para el presente. Un nuevo artista de la danza capaz de manejar distintos códigos, reunirlos coherentemente en un discurso propio y trasmitirlos. Esta visión me mantenía atento al entorno cambiante, permeado por un activismo experiencial del gesto danzado y de sus reconfiguraciones performativas.

Contrastando el acercamiento a la composición y el repertorio que cursé con la bailarina y coreógrafa norteamericana Trisha Brown y los miembros de su compañía, con otra formación dictada por el maestro Lucas Hoving, un importante intérprete, coreógrafo y docente de los Países Bajos de la Europa entre guerras, y uno de los protagonistas de la historia de la danza expresionista y moderna mundial, entendí el poder de la creación coreográfica como un valioso instrumento para articular mis ideas con la gramática del movimiento, cuando no hacer de ella, del ordenamiento per se, un contenido. Fue la experimentación orgánica del gesto danzado y la profundización en su naturaleza política y estética la que conquistó mi pasión, mi compromiso sensorial y expresivo pleno por la composición coreográfica de autor, como ya les he dejado saber.

En Nueva York seguí otra referencia inaplazable de la producción dancística mundial del siglo XX: la compañía Pina Bausch Tanztheater Wuppertal, agrupación alemana que se mostraba por primera vez en los Estados Unidos en el evento Next Wave Festival del Brooklyn Academy of Music (BAM), en 1984, finalmente degusté algunas de sus obras: Cafe Müller, Rite of Spring (Consagración de la primavera), 1980 y Bluebeard (Barbazul). Todas ellas verdaderas revelaciones con las que confronté el asombro con la necesidad el estudio. Un año más tarde, en la temporada realizada entre el 1° y el 22 de octubre de 1985 en el mismo centro cultural, nos impactó una segunda entrega de su repertorio. Obras como: Arien, Auf Dem Gebirge Hat Man Ein Geschrei Gehort (Un grito fue escuchado en la montaña), The Seven Deadly Sins (Los siete pecados capitales) y Fürchtet euch nicht (un collage nombrado como No temas, que incluía reconocidas piezas musicales de Kurt Weill: Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, Happy End y La ópera de los tres centavos), integraban el ambicioso programa. Debo confesar que ni la posmodernidad, ni los planteamientos formalistas de las técnicas norteamericanas dejaron una huella tan profunda en mi formación creativa como el encuentro con el trabajo coreográfico de Pina Bausch en los años 80.

Lo descrito anteriormente reúne las particularidades del oficio de crear con y para el cuerpo desde la impronta del sujeto(s)-autor(es) de la creación; una verdad gestual hecha testimonio estético de lo íntimo. Pero, ¿qué significa hilar la propia vida como discurso coreográfico? ¿Qué significa danzarnos a nosotros mismos como un relato inacabado? Al someterse al trance de la danza se sella un cumplimiento, el entre-tenimiento, el tenerse mutuamente con el artista y la obra que éste enviste, si es que se le puede encimar al arte alguna función.





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