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Rodrigo Blanco Calderón: “Nuestra desgracia estaba anticipada”

El autor venezolano, quien actualmente vive en Francia, publicó recientemente con la editorial española Páginas de Espuma su nuevo libro de relatos “Los terneros”

  • DULCE MARÍA RAMOS

29/07/2018 01:00 am

Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) ha publicado los libros de cuentos Una larga fila de hombres (2005), Los invencibles (2007) y Las rayas (2011). En 2007 fue seleccionado para formar parte del grupo Bogotá 39, que reunió a los mejores narradores latinoamericanos menores de treinta y nueve años. Su primera novela The night (2016) ha sido traducida a varios idiomas y obtuvo el premio Rive Gauche à Paris como la Mejor Novela Extranjera en Francia. 

El autor venezolano regresa de nuevo al cuento con el libro Los terneros, conformado por siete piezas narrativas donde sus personajes conviven en medio de la zozobra venezolana; otros con el terrorismo acechante en Francia, o en el México simbólico de los balazos de la revolución.

-“Recuerda que ya no vives en el Caribe. En este país, el sol y el mar significan otra cosa”. En sus cuentos está muy marcada la presencia del inmigrante. ¿Cómo ha sentido el proceso de la diáspora venezolana y su propio proceso de inmigración? 
-En mis libros anteriores había incorporado ya historias, escenarios y personajes foráneos. Pero lo había hecho como turista o como aquel que está de paso por un lugar distinto. Los terneros recoge mis primeros textos escritos desde una experiencia que para mí es nueva: la del inmigrante. De esto me di cuenta cuando el libro ya estaba publicado. En cuentos como Biarritz y sobre todo Los locos de París, la voz que habla también está de paso, pero ya no proviene de ninguna parte. O proviene de un lugar, un país, que ya no existe. Quizás esa sea la diferencia.

 -Apenas llegó a París sucedió el atentado de Bataclan. ¿Cómo es su París?, ¿en qué se diferencia a esa Francia idílica que nos vendieron con Cortázar y otros tantos escritores?
-Hay muy pocos escritores latinoamericanos viviendo actualmente en París. Como me dijo el peruano Diego Tréllez: “Nosotros llegamos cuando la fiesta se acabó”. Esa fiesta, claro, es o era París. Y llegamos, además, cuando la fiesta se había acabado hacía rato. Y no solo para nosotros sino también para varios de esos escritores que vivieron el idilio de París y que contribuyeron a su mitificación. El umbral, para mí, lo marca un libro como Guía triste de París (1999), de Alfredo Bryce Echenique, que debe leerse en paralelo con la segunda parte de su primer tomo de Antimemorias, Permiso para vivir (1993), donde previamente Bryce narró el crepúsculo del otro gran esplendor latinoamericano de los años sesenta: La Habana. Otro ejemplo de esto puede ser la librería Cienfuegos, ubicada en el número 4 de la rue de La Forge Royale, cuyo rótulo hoy día lo dice de forma expresa, no sin cierto orgullo: “La última librería latinoamericana de París”.  

“Esto no quiere decir que París no siga siendo una de las ciudades más hermosas del mundo. Solo quiere decir que ya no es el faro cultural que fue durante mucho tiempo. Quizás el último ardor de París fue el Mayo Francés. Este año se cumplió el cincuenta aniversario de esos acontecimientos y fue una fecha que pasó, en Francia y en el resto del mundo, por debajo de la mesa. Y puede que sea justo que haya sido así. Lo que de verdad es doloroso es el ambiente de amenaza y desconfianza que pende en estos tiempos”, prosigue. 

-En este libro se puede sentir cierta influencia del escritor Juan Carlos Méndez Guédez.  
 -No me lo habían dicho, pero no lo descarto, pues Méndez Guédez es uno de mis narradores venezolanos dilectos. Sin embargo, la mitad de los cuentos que conforman Los terneros fue escrita estando todavía en Caracas. Algunos cuando aún no me había planteado el viaje a Francia ni el proyecto de investigación sobre la obra de Méndez Guédez. Medir la influencia de su obra, o la de cualquier escritor contemporáneo, es difícil en razón de la misma contemporaneidad. Las verdaderas influencias en un escritor suelen ser inconscientes y el inconsciente toma su tiempo para emerger de maneras reconocibles. Y en el caso específico de Méndez Guédez es aún más complejo, porque él emigra a España en 1996; es decir, antes de la llegada de Chávez al poder. Esto implicó que la mayor parte de su obra haya sido escrita en España, publicada allá y distribuida allá. Tengo la impresión que fue a partir de la publicación que Luis Yslas y yo hicimos de sus novelas, cuando teníamos la editorial Lugar Común, que la obra de Méndez Guédez, que acumulaba un número selecto de lectores fieles, alcanzó al fin un público mucho mayor en su propio país. Ese es uno de mis grandes orgullos en mi accidentada carrera como editor. De lo que sí puedo dar fe, ahora que me he dedicado por mi tesis doctoral a investigar a fondo su obra, es que Méndez Guédez es uno de los narradores venezolanos más leídos y estudiados fuera de Venezuela.

-En uno de los relatos hace mención al ensayo Comprensión de Venezuela de Mariano Picón Salas. ¿Quizás la deuda de los intelectuales con esta generación es no saber leer a tiempo el fenómeno de Chávez?
-Creo que sí. Es una deuda compartida entre los intelectuales y la clase política que, salvo muy contadas excepciones, no supieron ver lo que se nos venía encima. Ni siquiera estando ya Chávez en el poder, vieron lo que se nos venía. Cuando uno lee las actas de diversos coloquios internacionales sobre literatura venezolana que hubo en los años 90, impacta mucho ver el balance que los escritores hacen del país en ese momento. Hablan de un escenario desolador que, sin embargo, luce idílico en comparación con la debacle que han sido estas dos primeras décadas del siglo XXI. Hay un fatalismo en el discurso intelectual de los años 90 que alimentó el desprestigio del sistema democrático y del país que teníamos. Esos escritores, en su función de intérpretes de nuestra sociedad, no fueron ni oráculo ni memoria. Solo fueron queja. Y no es algo atribuible a una que otra individualidad. Es una perspectiva que impregna los discursos de la época. 

“Ahora bien, en el caso de Picón Salas, cuando uno revisa su libro Comprender Venezuela, encuentra allí una serie de ensayos, de corte histórico, sobre la cultura y las artes en Venezuela. Es un ejercicio de memoria crítica, pero no de prospección del futuro. Ni siquiera de análisis del presente. Y quizás esto sea un índice de la transformación del intelectual en el siglo XX, que dejó de ser un faro que guiaba a la sociedad en el campo de las ideas y se convirtió más bien en el último soldado de la retaguardia, recogiendo los despojos de la guerra o del tiempo. El escritor se convirtió en un guardián del hielo, como en el bello poema de José Watanabe.

-Gran parte de los cuentos de Los terneros están marcados por la historia política del país, asunto que también ocurría en su primera novela The night. ¿Hasta qué punto escribir sobre Venezuela es, como decía Picón Salas, un ejercicio de nostalgia o una manera de exponer otra cara de la historia del país?
-No tengo la impresión de que en mi novela o en mis cuentos haya espacio para la nostalgia. Son textos, si se quiere, apocalípticos donde se narran la destrucción de un mundo y el surgimiento de otro. Sí hay una versión alterna de la historia del país que a veces es simplemente una versión real, pero que no circula por los discursos oficiales, y que en otras ocasiones es un discurso propiamente alternativo, ficticio, con respecto a los referentes reales que maneja. Pero esto me parece un elemento fundamental de toda obra literaria.

-En el relato Los hijos de la niebla destaca la siguiente frase: “Las librerías son invisibles para estas bestias”. ¿Considera que parte de la crisis del país empezó con el lenguaje y el alejamiento del panorama literario tanto latinoamericano como del resto del mundo?
-Sin duda. Toda nuestra desgracia estaba anticipada en unas cuantas palabras que, como buenos personajes trágicos que somos, no supimos interpretar. Tardamos demasiado en comprender que todo lo que decía Chávez lo decía en serio. Cuando Chávez declara “moribunda” a la constitución del 61, estaba declarando la muerte del país. Cuando Chávez le agregó el nombre de “bolivariana” a la república, estaba invocando al más funesto de nuestros fantasmas, que es Simón Bolívar. Chávez perpetró primero en el lenguaje y en su desprecio de las formas, los crímenes que cometería después en el cuerpo de toda una nación.

“De forma paralela –continúa–, uno puede ver en el progresivo aislamiento editorial de Venezuela la remontada de la crisis económica y del agobio de del régimen a las empresas privadas. La partida de las trasnacionales como Alfaguara o Random House fue una señal inequívoca de que el cerco se estrechaba. Luego, al interior del país, fue el ahogo de la producción editorial venezolana por la falta de insumos para hacer los libros o por la hiperinflación que ha llevado a que la producción de libros haya bajado prácticamente hasta unos niveles de inanición. 

-Su cuento Los terneros es un homenaje al pintor Miguel von Dangel y como un artista, al igual que Goya y Picasso, él supo ver antes el apocalipsis de una nación y de una sociedad. 
-Sí. El descubrimiento de la obra de Miguel von Dangel me puso en el camino de esta visión apocalíptica del arte con respecto a la vida. También fue fundamental el modo en que Von Dangel, al igual que René Girard, rescata la noción de sacrificio, que en estos tiempos ha sido tan dejada de lado.

-Y finalmente, ¿qué palabra eliminaría de su diccionario?
-“Empoderamiento”. Forma parte de ese discurso voluntarioso y titánico tan en boga hoy en día, que confunde la justicia con la venganza y las ansias de poder.
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