Miradas sobre las pasiones
A veces las sabemos manejar y otras veces los resultados nos han dañado. Vigilemos para que esos impulsos naturales que tenemos en lo posible no nos nublen totalmente el razonamiento, y podamos conseguir ese balance que muchas veces es el asiento de la fe
Si bien etimológicamente el origen de la palabra pasión implica sufrimiento, dependencia, espera pasiva y hasta enfermedad, el término evolucionó para significar ahora un estado afectivo que se manifiesta por un apego exacerbado a una persona u objeto, que se mantiene en el tiempo y define una conducta o comportamiento. Esa palabra implica intensidad y movimiento, fogosidad y emoción. Por eso su estudio siempre ha fascinado a los filósofos. René Descartes, Pascal, David Hume, Emmanuel Kant, Schopenhauer y muchos más se dedicaron con empeño a examinar ese impulso tan humano, que contrasta con la razón y mantiene con ella en un forcejeo indisoluble. El griego Epicteto afirmaba que querer una cosa que no se puede lograr es la fuente de las pasiones. Platón consideraba que para ser feliz había que cultivar algunas pasiones. ¿Dónde estará la justa medida?
Descartes en el año 1649 escribió un tratado sobre las “pasiones del alma”, distinguiéndolas de las pasiones del cuerpo y estableciendo sus relaciones de convivencia. Reflexionó sobre cómo el alma y la mecánica del cuerpo luchan uno contra el otro por medio de la voluntad, las percepciones y la imaginación. Afirmaba que la sede corporal del alma no está en el corazón, sino en una pequeña glándula en el medio del cerebro. Para él, no hay ninguna pasión que alguna acción particular de los ojos no delate. Además examinó las causas y efectos de las pasiones, y las clasificó metodológicamente; la admiración, la estima, el desprecio, generosidad, orgullo, el amor y el odio, el deseo, la esperanza, los celos, el coraje, los remordimientos, la alegría, la tristeza, la envidia, la piedad y muchas más, con la salvedad de que solo hay seis pasiones primitivas. Termina Descartes su obra con un remedio general para las pasiones, evitando los malos usos o excesos y contestándose cómo de algunas de ellas depende lo bueno y lo malo de la vida. Descartes pensaba que había que separar los movimientos de “sangre y espíritu” o sea cuerpo y alma, en los pensamientos que acostumbran a ir juntos, para poder dominar a las pasiones. El alma, concluía el filósofo, puede tener placeres propios; pero esos que son comunes al cuerpo dependen totalmente de las pasiones.
Haciendo un recorrido por las diferentes miradas sobre las pasiones que nos dejaron pensadores muy acuciosos, podemos mencionar a Balise Pascal, quien aseguraba que la guerra de la pasión contra la razón nunca podría terminar porque el hombre no era ni Dios ni bestia, por tanto debíamos asumir nuestra condición humana y resignarnos a luchar por siempre. David Hume pensaba diferente; afirmaba que la razón era esclava de la pasión y que ambas responden a dos ordenes muy distintas. Erasmo de Rotterdam por su parte llegó a la conclusión de que la razón es siempre una fuerza reguladora, jamás creadora. Por tanto para crear se necesita de la pasión. Emmanuel Kant consideraba a la pasión como una enfermedad incurable pero manejable, diferenciándola del instinto, de la propensión, de la tendencia y hasta de la emoción. Arthur Schopenhauer escribió sobre la pasión amorosa, postulando que el hombre sacrifica su felicidad imaginándose que la adquiere. Escogiendo al ser amado, decía el filósofo alemán, no hace otra cosa que seguir las leyes de la supervivencia humana. Sigmund Freud más bien enfoca el asunto desde el ángulo de la idealización del otro. “Cristalización” del amor lo llamaba Stendhal.
Apoyándose en Descartes de una forma práctica, Jean – Jacques Rousseau afirmaba que todas las pasiones son buenas cuando uno es dueño de ellas; y todas son malas cuando ellas son dueñas de nosotros. Decía que los sentimientos que dominamos son legítimos, y aquellos que nos dominan son criminales. Sus meditaciones al respecto concluían con “No esperes de mí largos preceptos morales; solo tengo uno para darte, y este incluye a todos los demás. Sé un hombre; mantén tu corazón dentro de los límites de tu condición”.
Hay autores contemporáneos como el profesor y escritor francés Frederic Rognon, que califican las pasiones en “mediocres” asimilándolas a las obsesiones, como las que sienten un pervertido o un alcohólico, y pasiones “nobles” que subliman a los impulsos naturales. Rognon también nos recuerda el efecto político de las pasiones citando a Platón que aseguraba que “La intemperancia moral conduce a la tiranía”, o a Spinoza “Las pasiones dividen a los hombres; la razón los une” y a Hegel al afirmar que “La pasión es el motor de la historia”. ¿Puede la pasión por el poder considerarse una enfermedad? ¿Puede la pasión que sienten algunos hombres políticos por lograr o conservar el poder, convertirse en obsesión que les devore? Seguramente a la mente de nosotros vienen en estos momentos muchos ejemplos históricos y actuales, de hombres que convirtieron su pasión por el poder en una enfermedad incurable que los acompaña hasta la muerte. Lo cierto es que todos hemos sentido pasiones en nuestras vidas. A veces las sabemos manejar y otras veces los resultados nos han dañado. Vigilemos para que esos impulsos naturales que tenemos en lo posible no nos nublen totalmente el razonamiento, y podamos conseguir ese balance que muchas veces es el asiento de la felicidad.
alvaromont@gmail.com
Descartes en el año 1649 escribió un tratado sobre las “pasiones del alma”, distinguiéndolas de las pasiones del cuerpo y estableciendo sus relaciones de convivencia. Reflexionó sobre cómo el alma y la mecánica del cuerpo luchan uno contra el otro por medio de la voluntad, las percepciones y la imaginación. Afirmaba que la sede corporal del alma no está en el corazón, sino en una pequeña glándula en el medio del cerebro. Para él, no hay ninguna pasión que alguna acción particular de los ojos no delate. Además examinó las causas y efectos de las pasiones, y las clasificó metodológicamente; la admiración, la estima, el desprecio, generosidad, orgullo, el amor y el odio, el deseo, la esperanza, los celos, el coraje, los remordimientos, la alegría, la tristeza, la envidia, la piedad y muchas más, con la salvedad de que solo hay seis pasiones primitivas. Termina Descartes su obra con un remedio general para las pasiones, evitando los malos usos o excesos y contestándose cómo de algunas de ellas depende lo bueno y lo malo de la vida. Descartes pensaba que había que separar los movimientos de “sangre y espíritu” o sea cuerpo y alma, en los pensamientos que acostumbran a ir juntos, para poder dominar a las pasiones. El alma, concluía el filósofo, puede tener placeres propios; pero esos que son comunes al cuerpo dependen totalmente de las pasiones.
Haciendo un recorrido por las diferentes miradas sobre las pasiones que nos dejaron pensadores muy acuciosos, podemos mencionar a Balise Pascal, quien aseguraba que la guerra de la pasión contra la razón nunca podría terminar porque el hombre no era ni Dios ni bestia, por tanto debíamos asumir nuestra condición humana y resignarnos a luchar por siempre. David Hume pensaba diferente; afirmaba que la razón era esclava de la pasión y que ambas responden a dos ordenes muy distintas. Erasmo de Rotterdam por su parte llegó a la conclusión de que la razón es siempre una fuerza reguladora, jamás creadora. Por tanto para crear se necesita de la pasión. Emmanuel Kant consideraba a la pasión como una enfermedad incurable pero manejable, diferenciándola del instinto, de la propensión, de la tendencia y hasta de la emoción. Arthur Schopenhauer escribió sobre la pasión amorosa, postulando que el hombre sacrifica su felicidad imaginándose que la adquiere. Escogiendo al ser amado, decía el filósofo alemán, no hace otra cosa que seguir las leyes de la supervivencia humana. Sigmund Freud más bien enfoca el asunto desde el ángulo de la idealización del otro. “Cristalización” del amor lo llamaba Stendhal.
Apoyándose en Descartes de una forma práctica, Jean – Jacques Rousseau afirmaba que todas las pasiones son buenas cuando uno es dueño de ellas; y todas son malas cuando ellas son dueñas de nosotros. Decía que los sentimientos que dominamos son legítimos, y aquellos que nos dominan son criminales. Sus meditaciones al respecto concluían con “No esperes de mí largos preceptos morales; solo tengo uno para darte, y este incluye a todos los demás. Sé un hombre; mantén tu corazón dentro de los límites de tu condición”.
Hay autores contemporáneos como el profesor y escritor francés Frederic Rognon, que califican las pasiones en “mediocres” asimilándolas a las obsesiones, como las que sienten un pervertido o un alcohólico, y pasiones “nobles” que subliman a los impulsos naturales. Rognon también nos recuerda el efecto político de las pasiones citando a Platón que aseguraba que “La intemperancia moral conduce a la tiranía”, o a Spinoza “Las pasiones dividen a los hombres; la razón los une” y a Hegel al afirmar que “La pasión es el motor de la historia”. ¿Puede la pasión por el poder considerarse una enfermedad? ¿Puede la pasión que sienten algunos hombres políticos por lograr o conservar el poder, convertirse en obsesión que les devore? Seguramente a la mente de nosotros vienen en estos momentos muchos ejemplos históricos y actuales, de hombres que convirtieron su pasión por el poder en una enfermedad incurable que los acompaña hasta la muerte. Lo cierto es que todos hemos sentido pasiones en nuestras vidas. A veces las sabemos manejar y otras veces los resultados nos han dañado. Vigilemos para que esos impulsos naturales que tenemos en lo posible no nos nublen totalmente el razonamiento, y podamos conseguir ese balance que muchas veces es el asiento de la felicidad.
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