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Del buen sentido

Ante el dilema práctico lo deseable será contar con sensibilidades capaces de sacar provecho al ojo, al oído, al tacto, al olfato aguzado por el peligro que nos pone entre la espada y la pared. Un don “perfectamente corriente, empírico y casi estético”...

  • MIBELIS ACEVEDO DONÍS

10/04/2021 05:04 am

“A López se le conoce por el lema “Calma y Cordura”, decía en entrevista reciente la doctora Mercedes López de Blanco, hija del presidente Eleazar López Contreras. “Pero yo lo recuerdo por su frase favorita: no hay talento que sustituya al sentido común”. En tiempos como los que corren, tan marcados por el apego al error, la perplejidad, el miedo de toda índole, los ecos de aquella frase resultan especialmente relevantes. Esa capacidad natural para juzgar de modo razonable lo que ocurre y aplicar métodos que funcionan; eso que, inmerecidamente, algunos reducen (lo denunció un polemista Voltaire) a “razón tosca, sin pulir, primera noción de las cosas ordinarias”, ha terminado siendo un bien esquivo, casi exótico entre venezolanos. El sentido común del cual deberíamos valernos -según sugería el piloto de la transición postgomecista- para no cometer disparates, se subestima como brújula a la hora de elegir ciertas rutas y descartar otras.

No poco se ha disertado sobre la utilidad de tal brújula, sin embargo. A pesar de la tensión que a menudo interpuso el propio pensamiento filosófico, a pesar del prejuicio que malea en buena medida la percepción de lo político, no en balde el sentido común ha bailado a lo largo de la historia junto a cualidades como la “phronesis”, el “bon sens”, la “prudentia”, el “comnon sense”, el “Urteilskraft”. Discernimiento, buen juicio, talento discursivo, comprensión imaginativa, sabiduría práctica, para más señas. Atributos que, vigorizados por el mundo de la experiencia, se oponen al descarrío de la sensatez.

Sobre el “Koine aisthesis” dice Aristóteles que es el primero de los “sentidos internos”: una función del conocimiento sensible que al asociar la información que aporta el resto de los sentidos, permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo cauto de lo absurdo. Del Sensus Communis hablaron también los romanos, aludiendo con ello a la humildad, la sensibilidad, la disposición para captar lo justo y sublime. Un valor social que, anudado a las costumbres, habilitaría eficazmente la convivencia.

Tomás de Aquino, por su parte, distingue allí una verdad intuitiva a la que se inclinaría la naturaleza racional de todo hombre. Vico, a su vez, propone una visión de la Historia llevada por un criterio universal de validez, esa “sabiduría vulgar de los pueblos" que regula la necesaria “concordancia de las mismas cosas humanas”; un sentido que funda la comunidad. La perspectiva de Henri-Louis Bergson apunta a una consciencia inmediata, a noción de la materia, una “facultad para orientarse en la vida práctica”. Todo ello borda, en fin, provechosa pista para entender el impacto del sentido común en la esfera pública.

¿Y a qué remite el sentido común en la política? El enfoque de Arendt, su concepto sobre mentalidad extendida, es pródigo al respecto. A este se vincula la capacidad de imaginarse en el lugar del otro, aceptar la diferencia, gestionar la ruptura que existe entre el “yo” y los otros, trascender el interés privado para zambullirse en el nosotros. Esa base de realidad compartida destinada a generar cierta lógica fundada en vivencias comunes, funge de referente para la auto-interpelación implícita en la deliberación, lo que a su vez “nos permite juzgar como espectadores” comprometidos desde nuestra experiencia. Arendt tilda de “locura” prescindir del sentido común, ese producto de la intersubjetividad que, al aportar elementos de comparación, sirve de base para que los ciudadanos juzguen, deliberen, decidan correctamente y actúen. Su pérdida, advierte, conduciría a la banalidad que abre puertas a la invalidación de la conciencia, al aislamiento, a la imposibilidad de generar lazos políticos.

Entonces, avivar ese “buen sentido” que, según Descartes, es la facultad mejor repartida en el mundo, supone también luchar contra el solipsismo que impide percibir a los demás, que no sabe sino licuar la diferencia en una uniformidad caníbal. Dicha perspectiva gana peso si se considera que la pandemia amenaza con acentuar la desintegración con la que la sociedad venezolana lidia desde hace rato. Invocar esa base de conocimiento y valores tendiente a construir espacios de comunidad humana, es más que una simple rogativa para un país sumido en la incertidumbre, abandonado a su suerte. En medio de este tenaz no-saber, cultivar nexos se vuelve forzoso. Rehabilitar el carácter “commonsensical” de la política -y que hoy lleva, por ejemplo, a promover acuerdos para la concreción de planes de vacunación masiva- es apremio para atender armados no de furia, sino de prudencia.

Sí: ante el dilema práctico, lo deseable será contar con sensibilidades capaces de sacar provecho al ojo, al oído, al tacto, al olfato aguzado por el peligro que nos pone entre la espada y la pared. Un don “perfectamente corriente, empírico y casi estético” que Isaiah Berlin asocia al juicio político, y cuya virtuosa emergencia antes ha permitido que la humanidad salga más o menos entera de sus tremebundos atascos.

@Mibelis 
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