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Las pupilas de los oprimidos

Cada uno de nosotros, lector o lectora de estas líneas, deberíamos comprometernos a leer, aún si fuera una sola vez, los poemas de Nazim Hikmet y si en ese instante, cerráramos las pupilas, veríamos el paso de un cortejo de jenízaros camino de guarnecerse

  • RAFAEL DEL NARANCO

24/01/2021 05:03 am

Cada uno de nosotros, lector o lectora de estas líneas, deberíamos comprometernos a leer, aún si fuera una sola vez, los poemas de Nazim Hikmet y, si en ese instante, cerráramos las pupilas, veríamos el paso de un cortejo de jenízaros camino de guarnecerse a la sombra de los seis almenares puntiagudos de la mezquita del sultán Ahmet, en el momento mismo en que el mariscal Mustafá Kemal Ataturk, primer presidente de la Turquía moderna, introduce el progreso sobre Gálata, el barrio más babélico de Estambul, descrito admirablemente por el Premio Nobel Orhan Pamuk.

Otro galardonado de Estocolmo, Pablo Neruda, abrió el pensamiento poético y social de Nazim a Occidente, para que el mundo contemplara la esencia de un hombre que primero fue un defensor a favor de los oprimidos y más tarde un trovador de luchas que pasó la mayor parte de su vida en penales y, aun así, pudo exclamar estas palabras imperecederas para los que aún creen en la esperanza y el apego hacia la raza humana:
“Has de saber morir por los hombres, / y además por hombres que quizá nunca viste, / y además sin que nadie te obligue a hacerlo”.

En el permanente descanso que nos aleja de murallones, fronteras y anhelos inalcanzables de libertad, la mayoría de los humanos nos vamos acostumbrando a sobrellevar los gatuperios levantados en los caminos. No obstante, o quizás debido a ello, muchos se enfrentan a la disyuntiva que les lanzan los caminos bifurcados y, aún con ese desasosiego, amanecen a la luz de cada madrugada en pos de la libertad que ampara los derechos humanos, tan vilipendiados en diversos países, incluidos varios en América Latina, y que, sin duda alguna, cada lector de esta columna asume sus nombres impresos en la memoria. 

Narrar la historia de Nazim sería describir la naturaleza innata de un brioso poeta torrencial en los completos 41 años de su perentoria presencia humana, mientras llevaba sobre sus hombros los incisivos desconsuelos de todos los desterrados del planeta. 
 
Había nacido en Salónica en 1902, ciudad hoy griega, entonces turca. Apenas con 18 años se marchó a Moscú a estudiar Ciencias Políticas, pero antes que absorber el contenido de los libros y las asignaturas, confrontó los vapores con sabor a pólvora de los primeros gritos revolucionarios que culminarían con el domingo sangriento de San Petersburgo, y la unión telúrica con el motín del acorazado “Potemkin”, mecha que terminó con el imperio zarista y acarreó la pavura comunista.

Rusia siempre fue en Nazim el cobijo de su permanente exilio, allí encontraría la muerte en 1931 tras haber pasado casi toda su vida en la cárcel.

Una antología de la colección Visor de 1981, cuya selección, traducción y prologo corrió a cargo de Soliman Salom, y, como ninguna otra, nos abrió un Nazim Hikmet cuyo coraje y sangre, acoplada a la herencia de la tradición poética otomana - tanto para el hombre de hoy como en los antiguos poemas del “Divan” - tuvieron una forma mística de expiración: La muerte por la vida. 
 
Fuera de Turquía, habríamos de arroparnos en Mayakovski a fin de conseguir tanta compresión hacia la desolada multitud humana.

Bien se pudiera decir que Nazim, sus huesos, piel y carne, formaron una prisión consumada desde el mismo día en que llegó a la tierra para convertirse en un portentoso vendaval, estigmatizador y defensor de los adoloridos, aquellos con hambre de hogaza y justicia. 

El que haya leído alguna vez las estrofas “Las pupilas de los hambrientos”, se habrá estremecido hasta volverse la saliva gangrena:
“No son unos pocos / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los nuestros”.

Y tenía juicio: los pordioseros, cada solitario –los tuyos y los míos– los de todos, son más gotas de mar que las aguas de los océanos fundidos.
“¡Es inmenso nuestro dolor! ¡Inmenso, inmenso!”, gritaba a las aguas del Bósforo mientras veía llorar a los derviches una tarde acanalada en la puerta de Adrianópolis. 

Siendo así, insisto en que cada uno de nosotros deberíamos de leer, aún si fuera una sola vez, los poemas arañados sobre escupitajos de sangre saliendo de la boca de Nazim:

“Quince llamas ardieron en mis quince heridas. / Quince puñales de mango negro se rompieron en mi pecho. / Como una bandera ensangrentada mi corazón sigue latiendo”.

La poesía, en el mismo sendero de la libertad, es patrimonio de la grandeza humana, un valor sublime, único, invalorable. No incumbe el terruño donde pastorea.

Walt Whitman, el telúrico poeta norteamericano, autor de “Hojas de hierba”, idéntico Nazim. Surcó el sendero de la fraternidad universal, ya que su hálito arrebatador libertario no podía dar la espalda a los desheredados de la tierra. Y él tampoco lo hizo.
 
Y si hoy algunas naciones están en medio de un progreso de valores sostenidos, es porque hombres y mujeres imbuidos de coraje han abierto rendijas con sus propias manos para enseñarnos la luz de la libertad

Lo lanzó al viento de la supervivencia Jean- Jacques Rousseff para que la marcáramos sobre nuestros ardores: “Prefiero la libertad con peligro que la paz con esclavitud".

rnaranco@hotmail.com

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