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Haití no existe… o eso parece

  • RAFAEL DEL NARANCO

25/10/2020 05:03 am

Una realidad es cohabitar con dificultades, y otra sobre condiciones paupérrimas.

Cuando faltan recursos en una nación, ella misma se vuelve indigente de solemnidad, siendo esa la adversidad que ahonda hoy en Haití.
El turismo, y algo la bauxita, que hace unos años era primer sostén de la nación, prácticamente ya no existen, y esa causa ha dejado un desempleo brutal y, en pie, apenas algún hotel poco presentable. 

Más que un pedazo de isla unido a un corredor de profundos desasosiegos, barrancos infecundos y lomas hendidas con la República Dominicana -la otra parte de Isla La Española, así bautizada por Colón en un arrebato ensimismado-, Haití es el patio trasero del olvido.
Pocos saben que ese terruño, el más desheredado de América, intenta malamente existir.

En terrón haitiano posee, a espuertas, sufrimiento y vudú, dos lacras que, mezcladas, establecen la expiración famélica que camina por los pastizales y los ríos que solamente son débiles chorros de agua negruzca.

Tuvo un presidente –gordo, ojos saltones, más bruno que el betún y la noche lóbrega– de nombre “Papa Doc” que convirtió Haití en un erial, penuria para exportar, ignominia medioambiental, inestabilidad y frío de expiración cuando la brisa helada anunciaba la llegada de su guardia pretoriana: los temibles Tonton Macoute.

Nicolás Guillen, el poeta cubano de la negritud, a partir la otra isla que se muerde la cola, Cuba, expresó con estrofas quebrantadas:
“Cáñido numeroso en Haití bajo la Era Cuadrúpeda. / Ejemplar hallado en el corral presidencial junta a las ruinas silvestres de palacio”.

Se comenta, que en el mismo instante en que los Toton Macoute rugían cual gorilas sanguinarios, la isla medianera se congelaba aún estando la temperatura superando los cuarenta grados de un ardor asfixiante. Era la angustia pavorosa envuelta en machetes, pistolas, saliva emponzoñada para esparcir sobre los vientres de parturientas desmembradas.

Si caminaban por las calles –de dos en fondo, igual a los guardias civiles y los gitanos de García Lorca en la España del pan duro en la guerra civil- el mismo polvo fuliginoso quedaba suspendido en el aire, mientras el agua se revestía de barro viendo a hombres y ganado famélicos tajados en rebanadas.

Morir en ese entonces era una liberación. Vivir, un infierno. Más tarde, cuando el señor de los avernos llamó a Papa Duvalier, su hijo Baby Doc, una falcada de carne lasciva, más gordo que luna llena o una llanta de Pirelli, ascendió al poder supremo.

Las inmolaciones se hicieron entonces más refinadas. Los cuchillos de plata refulgente importados de Suiza, penetraban en los cuerpos de los condenados, con esa maestría que ni los mejores matarifes franceses hubieran podido descollar.

Unos años después, una ráfaga de viento rugiente se llevó a Baby Doc al exilio. Subió a un avión con sus riquezas, esposa, amantes, hijos y cabrones de turno, para sosegarse cual blanca paloma sobre París. 

Francia, entonces como ahora, alcahueta de su revendida política, lo arropó con un orondo manto de impunidad que cubría su estómago ahuecado de hiel.

La isla rota y maltratada, quedó entre Pinto y Valdemoro, es decir, a los aires de una fiesta pagana, donde volvieron los pechos brillantes de la negritud femenina más hermosa, los penes erectos y la sonrisa enjabonada sobre dientes de puro nácar.

Todo duró un santiamén fuliginoso, el tiempo que tarda un renegado en colgar la sotana. Llegaron presidentes títeres, lelos unos, con charreteras otros, hasta que un buen día, flaco como espiga de trigo, se presentó con un soplo de esperanza bajo las axilas, Jean-Bertrand Aristide, ex sacerdote católico. Lo idolatraron igual a un dios de barro, y le gustó. Se volvió irascible, y todo volvió a empezar hasta que lo sacaron en parihuela. 

El presidente Carlos Andrés Pérez lo escondió en el Círculo Militar de Caracas, esperando tiempos propicios para devolverlo envuelto en paja seca a Puerto Príncipe.

Aúna sí, la arandela del hambre famélica no cesó en la isla, y es que el retornó a Haití, ahora y siempre, posee un sabor a padecimiento acuoso, desventura, miseria a granel, miedos, soledad y tierra requemada despedazada. 
 
¿Alguien ahora, en esta América Latina, recordará ese pedazo de desgracia acumulada? Sí, tal vez sus bardos. Un día se expresó Marie-Thérèse Colimon-Hall con amor tierno:

Si tuviera que presentar mi país al mundo
Diría su belleza, dulzura y gracia
De sus mañanas cantarinas y sus ocasos de gloria
Diría su cielo puro, diría su aire dulce
.

Uno siente por ese segmento de isla conmiseración. Más que una mediana isla, actualmente es la nación más paupérrima del continente En ella ya no hay ojos para derramar lágrimas. Los sollozos fueron bebidos por el propio salitre.

En esa heredad perennemente se dice que, de tanto uso, se volvió palmaria y carne exprimida, al representar, en medio de sus adversidades, una isla de arena y conchas marinas encuadrada en un cascarón abandonado a un costado del Caribe, adosada, igual a pariente pobre, a un promontorio elevado sobre un latifundio baldío en la isla de la Española de las mil aventuras.

rnaranco@hotmail.com

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