“La creencia que la capacidad de la persona para hablar excluye la posibilidad de asfixia, no es verdadera y puede tener consecuencias fatales. Aunque la comunidad médica pueda sospechar que la vocalización no garantiza una adecuada respiración, es posible que no todos estén suficientemente familiarizados con la fisiología respiratoria para que puedan opinar con autoridad”. (Ann Intern Med. doi:10.7326/M20-4186).

Son muchas las realidades que la trágica muerte de George Floyd ha sacado a la luz pública. Una muy básica pero significativa, es el hecho de que hablar no implica respirar. Sin embargo, lo que impacta la conciencia individual, es la violencia social que se puede generar. Posiblemente la anarquía, la discriminación, la intolerancia y el orgullo son formas de un mismo fenómeno: la falta de reconocimiento del otro.

Va mal
No se necesita ser especialmente espabilado, para darse cuenta de que en la sociedad en general las cosas van mal. Algo tiene que ver el mundo con sus traiciones, tiranías y desigualdades. La relación entre sacrificio y una civilización estable no existe. A la realidad de que el ser humano es capaz de crecer, hay que sumar la inexplicable evidencia de que también puede degenerar. No tendría que ser necesario recurrir a nociones básicas del funcionamiento orgánico, para afirmar que hay situaciones que nunca deberían presentarse.

Difícil reconocer la tramoya de resentimiento e injusticia, que esconden las violaciones sistemáticas de los derechos más fundamentales. Entre ellos respirar y hablar. No deja de ser llamativa la situación alterna a la ocurrida con los asfixiados por la autoridad de forma química, con gas del bueno, o mecánica. Nos referimos a la cada vez más extendida praxis, de que al que habla se le niegue respirar. Por lo menos el aire que le corresponde como persona, ciudadano o profesional. Al tiempo que se asfixia el pensamiento, la conciencia y muy especialmente la libertad. El que habla no siempre respira y el que no habla tampoco.