El poder (político) de las creencias
Las ciencias de la conducta muestran cómo al perder la esperanza en las posibilidades de cambiar el curso de los acontecimientos, muchas personas tienden a sumirse en la desesperanza
Las creencias sociales tienen un fuerte impacto en la vida social y personal. Por ejemplo, si los ahorristas creen que un banco corre riesgo de quebrar lo más seguro es su ocurrencia por efecto de la conocida profecía autocumplida, tal como ya ha pasado. Decía Henry Ford que si nos pensábamos incapaces de lograr una meta teníamos razón y si nos pensábamos capaces también la teníamos. Tan importante como la confianza en las propias capacidades lo es nuestra creencia sobre quién tiene el control decisivo sobre los resultados. Si los atribuimos principalmente a lo que hagamos o dejemos de hacer actuaremos de modo distinto a cómo lo haríamos de estar dirigidos por la convicción de ser los demás quienes tienen ese poder decisorio. Ghandi logró doblegar al imperio inglés por la conjunción de su confianza en sí mismo, potenciada por la fe de sus compatriotas en él.
En Venezuela se observa un muy extendido desapego, cuando no abierto rechazo, a la dirigencia política. Considerando los resultados a la vista muchos perciben a la política, además de ineficaz para solucionar nuestra crisis, como la principal fuente de nuestros males. Las reacciones de incredulidad en los políticos, así como de rechazo y desinterés en la política son más frecuentes entre los más jóvenes que entre los de mayor edad. Numerosos connacionales, alejados o no de los partidos, ante el fracaso de nuestra dirigencia en lograr la transición creen imposible una salida política y optan por solventar individualmente su situación personal independientemente de lo que pase en el país. Estadísticamente hablando habrá quienes logren hacerlo pero las probabilidades juegan en contra de la mayoría de ellos pues solo muy pocos logran sobrevivir cuando el naufragio es general. Por esa percepción de incompetencia otros proyectan en agentes externos al país la solución definitiva.
Las ciencias de la conducta muestran cómo al perder la esperanza en las posibilidades de cambiar el curso de los acontecimientos, muchas personas tienden a sumirse en la desesperanza y no son pocos quienes sucumben en la dejadez total o la tristeza paralizante. Políticamente significa el abandono colectivo de tentativas de lucha por cambiar la realidad, en adaptación resignada al estado de cosas o en la huida hacia otros espacios físicos o sicológicos como cuando se escoge emigrar o concentrarse en el trabajo, la familia o despegarse de la realidad. A veces la conversión consiste en un cambio de bando y se pasa a formar parte de lo antes combatido. Su forma más perversa es la de quienes se transforman en persecutores implacables de sus antiguos copartidarios. Dentro de este inventario de formas disfuncionales de reacción frente a la adversidad social y política no podemos dejar de mencionar el suicidio. Hasta hace pocos años nuestra tasa de suicidios era un tercio de la tasa promedio mundial, hoy ambas corren parejo. La creencia en la imposibilidad del cambio solo beneficia al régimen.
Este juego de creencias no es algo accidental. Es consecuencia directa de eventos concurrentes, siendo de obligatoria mención en primer lugar la dispersión comunicacional de la dirigencia opositora, muy pocas veces sincronizan sus voces, como sí lo hace el gobierno. En segundo lugar la habitual desconexión de la agenda social y la política ¿cómo es posible que en tiempos del Covid-19 la voz de la dirigencia opositora haya estado tan ausente respecto a qué hacer frente a esta situación tan general como dramática? La hegemonía comunicacional gubernamental cuenta, pero mucho más el deficiente aprovechamiento por los voceros opositores de las nuevas posibilidades tecnológicas y de las ventanas de oportunidad que el gobierno a su pesar abre. No debemos olvidar el terco empeño en descalificarse mutuamente. También cuenta la obstinada persistencia de los dirigentes en no predicar con el ejemplo: se dicen luchadores por la democracia pero la niegan internamente en sus organizaciones, todos sin excepción. A lo anterior se añade el apego a formas caducas de organización y su vinculación solo discursiva con un pueblo abstracto, amorfo, disperso y atomizado en lugar de hacerlo con los ciudadanos reales, especialmente los ya organizados. En Venezuela aún en tiempos de pandemia se registran miles de protestas vecinales o laborales, desconectadas unas de otras y sin dirección política, esas protestas no son el signo de una sociedad adormecida pero hoy es la pérdida de una energía colectiva creyente en la protesta.
La sociedad que produjo estas creencias también puede cambiarlas, de hecho día a día ellas evolucionan. Si quienes se autoproclaman dirigentes no logran hacerlo, alguien en su lugar lo hará porque todavía queda en Venezuela mucha sociedad civil organizada y mucho vecindario levantisco a quien no acalla la represión. Las voces suenan, no faltará quien las escuche y en lugar de hablar sobre la gente, lo haga junto a ella mediante una nueva narrativa para el rescate de la acción colectiva.
@signosysenales
dh.asuaje@gmai.com
En Venezuela se observa un muy extendido desapego, cuando no abierto rechazo, a la dirigencia política. Considerando los resultados a la vista muchos perciben a la política, además de ineficaz para solucionar nuestra crisis, como la principal fuente de nuestros males. Las reacciones de incredulidad en los políticos, así como de rechazo y desinterés en la política son más frecuentes entre los más jóvenes que entre los de mayor edad. Numerosos connacionales, alejados o no de los partidos, ante el fracaso de nuestra dirigencia en lograr la transición creen imposible una salida política y optan por solventar individualmente su situación personal independientemente de lo que pase en el país. Estadísticamente hablando habrá quienes logren hacerlo pero las probabilidades juegan en contra de la mayoría de ellos pues solo muy pocos logran sobrevivir cuando el naufragio es general. Por esa percepción de incompetencia otros proyectan en agentes externos al país la solución definitiva.
Las ciencias de la conducta muestran cómo al perder la esperanza en las posibilidades de cambiar el curso de los acontecimientos, muchas personas tienden a sumirse en la desesperanza y no son pocos quienes sucumben en la dejadez total o la tristeza paralizante. Políticamente significa el abandono colectivo de tentativas de lucha por cambiar la realidad, en adaptación resignada al estado de cosas o en la huida hacia otros espacios físicos o sicológicos como cuando se escoge emigrar o concentrarse en el trabajo, la familia o despegarse de la realidad. A veces la conversión consiste en un cambio de bando y se pasa a formar parte de lo antes combatido. Su forma más perversa es la de quienes se transforman en persecutores implacables de sus antiguos copartidarios. Dentro de este inventario de formas disfuncionales de reacción frente a la adversidad social y política no podemos dejar de mencionar el suicidio. Hasta hace pocos años nuestra tasa de suicidios era un tercio de la tasa promedio mundial, hoy ambas corren parejo. La creencia en la imposibilidad del cambio solo beneficia al régimen.
Este juego de creencias no es algo accidental. Es consecuencia directa de eventos concurrentes, siendo de obligatoria mención en primer lugar la dispersión comunicacional de la dirigencia opositora, muy pocas veces sincronizan sus voces, como sí lo hace el gobierno. En segundo lugar la habitual desconexión de la agenda social y la política ¿cómo es posible que en tiempos del Covid-19 la voz de la dirigencia opositora haya estado tan ausente respecto a qué hacer frente a esta situación tan general como dramática? La hegemonía comunicacional gubernamental cuenta, pero mucho más el deficiente aprovechamiento por los voceros opositores de las nuevas posibilidades tecnológicas y de las ventanas de oportunidad que el gobierno a su pesar abre. No debemos olvidar el terco empeño en descalificarse mutuamente. También cuenta la obstinada persistencia de los dirigentes en no predicar con el ejemplo: se dicen luchadores por la democracia pero la niegan internamente en sus organizaciones, todos sin excepción. A lo anterior se añade el apego a formas caducas de organización y su vinculación solo discursiva con un pueblo abstracto, amorfo, disperso y atomizado en lugar de hacerlo con los ciudadanos reales, especialmente los ya organizados. En Venezuela aún en tiempos de pandemia se registran miles de protestas vecinales o laborales, desconectadas unas de otras y sin dirección política, esas protestas no son el signo de una sociedad adormecida pero hoy es la pérdida de una energía colectiva creyente en la protesta.
La sociedad que produjo estas creencias también puede cambiarlas, de hecho día a día ellas evolucionan. Si quienes se autoproclaman dirigentes no logran hacerlo, alguien en su lugar lo hará porque todavía queda en Venezuela mucha sociedad civil organizada y mucho vecindario levantisco a quien no acalla la represión. Las voces suenan, no faltará quien las escuche y en lugar de hablar sobre la gente, lo haga junto a ella mediante una nueva narrativa para el rescate de la acción colectiva.
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