Así escribo y hablo
RAFAEL DEL NARANCO. Nuestros escritos transformados en ensayos o croniquillas, serán exuberantes quizás, estarán abarrotados de sesudas y grandilocuentes ideas, pero si unido a todo eso no hubiera el sensitivo espacio interior donde se hace factible que una columna sea leída con satisfacción, el artículo estaría mocho, desolado y herido
RAFAEL DEL NARANCO
Al momento de comenzar a escribir una cuartilla intento expresarme de la mejor forma posible para que mis palabras puedan sentirse enardecidas en las arterias de la sangre. No haría falta expresarlo y aún así conviene hacerlo: soy hispano de la diáspora y produzco con la lengua de mis ancestros acrisolados dejes y manías.
Este idioma soportó mi estructura anímica y cada uno de lo afanes y quimeras de las que estoy cimentado.
A cuenta de esa conversa, he podido comunicarme con los seres más estimados, entoné armonías, expresé congojas y escribí los primeros balbuceantes vocablos en la niñez.
Ese germen ha servido de rompeolas ante las primeras marejadas, y a razón de sus vientos tropicales recalé en Venezuela cuando el cuerpo era lozano, la mirada acuciosa, los deseos henchido, el corazón bombeaba desbordante ímpetu, y la mirada más espaciosa que la alborada al marcar las primeras singladuras en aquella Caracas de entonces.
Nuestro idioma castellano está construido sobre infinidad de armazones, siendo aquí, en América Latina, el sembradío donde pudo consolidarse al convertirse en plenamar entre las páginas de incontables escritores, siendo Pablo Neruda el malecón que amarró la barcaza con una malla de grandiosas palabras que expresaban más de lo enunciado al instante de articularlas.
El poeta -rostro triangular, mirada inflamada- poseía la fuerza de los campesinos escalando la cordillera de Los Andes con voz de trueno bajo rayos inflamados. Cada grito suyo agrietaba la América cobriza, y el viento amilanado del Sur acudía a celarse a las cavernas y en ellas tejía papiros atestados de sus versos.
Pablo recorrió ceñido en mortaja azulada aquellos acantilados cara a la furia del Pacífico, que nunca fue calmoso, toda la gama de la lírica ibérica.
En su primera etapa juvenil cruzó volando el húmedo sendero vaporoso del romanticismo, y así, en “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” nos legó el libro que casi hunde toda la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV, pasando por los resquemores apasionados de Jorge Manrique, Juan de Encina, Baltasar del Alcázar, Lope de Vega, hasta varar en las faldas de aquella casada infiel de Lorca que todos en algún momento nos hemos llevado entre los cañaverales a la orilla del río Darro.
Y hasta aquí toda una larga ronda de frases entrelazadas para poder decirle al lector de estas letras sabatinas que, garrapatear unas palabras, ir uniendo ideas, sedimentos, fluctuaciones, algunos recelos y espacios largos e interminables, es el único andamiaje tal vez posible para hacer una columna en un periódico o, por lo menos, las que yo borroneo.
El que uno posea alguna experiencia del cotidiano vivir, no significa en su conjunto conocimiento, tampoco suficiente valía para hacer un ar- tículo de prensa, ese andamiaje construido con palabras en el espacio concreto de cuartilla y media. Creo haberlo dicho en momentos anteriores: Somos una especie de sabuesos callejeros escarbando en los acontecimientos diarios, sin llegar a poseer el título pomposo y grandilocuente de periodista a la vieja y rimbombante usanza.
Los columnistas son narradores tenaces de los sucesos cotidianos, unos cronistas subidos a las ideas más dispares, donde saber escribir, para conjugar las ideas y que éstas se amolden a un objetivo preciso y muy concreto - el espacio tiránico marcado por el editor del medio- es la madre coraje de ese trabajo creativo.
Cuenta Paul Johnson que en tiempos de Shakespeare había caballeros que escribían de forma regular sobre la vida de la capital y con ello se informaba periódicamente a la nobleza rural lo que sucedía en Londres. Con todo y así, se debió esperar al siglo dieciocho para ver llegar en todo su esplendor la columna periodística tal como hoy la conocemos.
Hay algo dicho por el autor inglés que sería bueno de tener en cuenta al momento de hablar de esas factorías que son en la actualidad los medios de comunicación. Atestigua el autor de “Tiempos Modernos”: “Ningún columnista sobrevivirá sin ser plenamente un hombre o una mujer del mundo en que vive”. Incuestionable.
Y ahí se halla el quid de la cuestión. Se pueden poseer sobrados conocimientos de las más diversas materias; ser un erudito de marca mayor, un ratón de biblioteca como vulgarmente se dice y, aún así, si faltara el tacto, un cariño hacia el idioma con el que hemos sido favorecidos, y con ello un sólido conocimiento de la heredad que transitamos cada día con sus grandes y pequeñas malaventuras, nuestros escritos transformados en ensayos o croniquillas, serán exuberantes quizás, estarán abarrotados de sesudas y grandilocuentes ideas, pero si unido a todo eso no hubiera el sensitivo espacio interior donde se hace factible que una columna sea leída con satisfacción, el artículo estaría mocho, desolado y herido.
rnaranco@hotmail.com