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Entre grandeza y desventura

En esa encerrona, los días y sus noches se hacen cansinos, y solamente algún reportaje en Discovery Channel y libros aún no leídos, nos ayudan en las horas monásticas con su campanilleo conventual...

  • RAFAEL DEL NARANCO

29/03/2020 05:00 am

En la mediterránea urbe de Valencia en la que transita nuestra existencia y sus días, consumimos la segunda semana en cuarentena revestida de resquicios medievales debido al azote despiadado del Coronavirus. En esa encerrona, los días y sus noches se hacen cansinos, y solamente algún reportaje en Discovery Channel y libros aún no leídos, nos ayudan en las horas monásticas con su campanilleo conventual. 

Salir a la calle está vedado bajo unas sanciones que van de lo económicas a días en prisión. 
 
A balance de esa situación, y no sabiendo jugar a las cartas españolas ni leer el tarot con las flores que están en el balcón, hacemos el esfuerzo de recordar ensoñaciones cinematográficas. Siguiendo esas medidas nos viene al recuerdo un filme de nombre “Si Versalles hablara”.

Debido al sacudir del encierro, y recordando quizás la metamorfosis de Gregor Samsa, cambié el titulo mentalmente por “Las piedras de Versalles conversan”, libro que tenía sobre la mesa haciendo que surgiera la historia bien tallada que durante más de un siglo, a partir del primer palacete o coto de caza de Luis XIII, hasta el momento de colocar Luis XVI su cabeza en la guillotina, marcaron el acontecer de un sangriento tiempo en el país galo.

Del absolutismo a la comuna, sabido es que Francia es el país de las piedras eternas. Si partimos de la arquitectura gótica haciendo un corto recorrido por la abadía de Saint-Martin-des-Champs, y bajando hacia el Sena al encuentro de Notre-Dame, sin dejar a un lado Saint-Germain-des-Prés, todo lo que verán nuestros ojos en aquel París tras la muerte de Carlos V, serán altos muros, impresionantes rosetones, dolientes gárgolas, donde las formas románicas y góticas se contraponen entre la bóvedas aristas con los ábsides que intentan abrazarse de forma extraña, y hasta fea en algunos aspectos, con el contorno ojival. 

En un país en que los cardenales eran nombrados por los reyes, no por los papas, era casi fuerza de la naturaleza divina la presencia de hombres como Richelieu y Mazarino, cuyos palacios están a un paso del Boulevard Raspail.

Allí, frente al Louvre, más que en ninguna otra parte de Francia, esas piedras saben que tarde o temprano (dependerá del viento mistral bajando de Normandía), el miedo a la Fronda agitando París y a las permanentes epidemias de hambre, cólera, peste y contiendas, empujarán a los Borbones a abandonar, casi traumatizados, la capital del reino galo.

El “Rey Sol”, Luis XIV, en hondos arrebatos de grandeza, también acumuladas torpezas entre guerras y aventuras que casi dejan las arcas del trono vacías, tomó la decisión de construir un primer palacete a unos pasos de la ciudad, en un paisaje boscoso rodeado de tierra pantanosa con abundante caza: Versalles.

Durante la última visita que hicimos allí, el día nos fue propicio. La primavera se había adelantado y aunque la frondosa arboleda estaban algo desnuda, un sol pálido, apacible, nos acompañó toda la jornada, permitiendo recorrer a pie los acogedores bosquecillos y los agradable senderos, para encontrarnos en cada recodo con deidades de piedra que, recubiertas con lonas verdes para protegerlas -algo extraño- del frío de la noche, sus formas hablaban de una fuerza vivaz apretada a la naturaleza.

Si esas estatuas hablaran –y alguna noche de plenilunio lo hacen– sabríamos la otra historia de Francia y, a cuenta de ella, los melancólicos amores de la hermosa Adelaida, la hija predilecta de Luis XV, a la que nadie llamaba princesa, sino Madame.

Las amantes fueron considerables y no todas casquivanas, ya que la favorita de Luis XIV, llevó al monarca a construir el GranTrianon, todo revestido de porcelana de Delf, ya que así, un poco apartado de los aposentos de Versalles, el rey pudiera dar rienda suelta a su fogosa pasión que no parecía encontrar final.

Toda persona conocedora de la mayólica sabe de su fragilidad. En muy poco tiempo, las paredes del Trianon se fueron deterioraron con la misma rapidez que la favorita caía en desgracia. Otras llegaron y partieron igual a las hojas del otoño entre los aposentos del ya anciano monarca cuyo cuerpo comenzaba a padecer los síntomas de la sífilis, y aún así, el palacete fue revestido de más jaspe para mantenerlo erguido y hermoso aún por encima de la tumba del hombre que pudo haber sido muchas cosas, menos vulgar. 

Si no es cierta esta historia revivida en nuestro tiempo de obligada clausura, que nos desmienta el busto de Bernini.

rnaranco@hotmail.com




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