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Los fulanos influencers

La autorregulación de las redes sociales es fundamental a la hora de hacer de ellas instrumentos maravillosos de esa genial trama de seres humanos, que a la distancia se entrecruzan...

  • RICARDO GIL OTAIZA

23/02/2020 05:00 am

Hasta no hace mucho tiempo, y en el ámbito de la gerencia organizacional, el anglicismo influencer se utilizaba para aquellas personas que por su formación y competencias, ejercían una influencia notable en una corporación o en una determinada marca. Por decir algo, un gran atleta era usualmente contratado por las empresas fabricantes de calzado y de ropa deportivas y, su sola presencia en la promoción de la marca, era garantía para atraer a los potenciales compradores. Un científico con elevadísimas credenciales (premios internacionales, descubrimientos y patentes) es un influencer a la hora de la promoción de un evento académico, en el que su sola presencia es garantía de éxito para los organizadores o para la universidad anfitriona.

Como suele suceder con los procesos sociales, la noción de ser un influencer dio un salto (y no precisamente cualitativo) a las redes sociales, para denotar personas (no siempre personalidades) que por múltiples circunstancias (formación profesional, talento artístico, lenguaje desenfadado, destape, buen físico, astucia argumentativa, ingenio, liberalidad sexual o religiosa, etcétera) logran hacerse de una elevada masa de seguidores y ejercen influencia notable en ella. Muchos de estos influencers echan mano de esta poderosa herramienta que son las redes sociales para fines “honorables”, como hacer causa común en alguna tragedia, con algún enfermo que requiera de una ayuda o como benefactores de alguna organización con fines humanitarios. 

Sin embargo, hay quienes sabiéndose “poderosos” por contar con cientos de miles de seguidores (muchas veces cogidos en su buena fe u obnubilados por su halo y supuesta credibilidad), usan su “varita mágica” para cometer fechorías, caerle en cayapa a sus competidores, apabullar a otros y hacerle bullying a quienes se atreven a poner en duda su idoneidad, ocasionándoles daño psicológico y moral, amén del económico y familiar. Llegados a este punto no importa si el fulano influencer tiene o no razón en sus argumentos, porque sus seguidores se compartan como masa (y como tal, es acéfala), y le hacen el juego para que alcance sus muchas veces retorcidos objetivos. Destruir una vida, una reputación, una carrera, o una empresa, no importa; lo inaudito de este inmoral y pervertido proceso es el daño per se: hacer sentir a los otros su poder, lo que se traduce en más fama y en más seguidores. Un verdadero círculo vicioso; un bucle recursivo diría el francés Edgar Morin, padre del Pensamiento Complejo.

En este sentido, las redes sociales tienen la obligación de autorregularse. La denuncia y el cierre de cuentas responde muchas veces a falsos positivos y no resuelve el problema. Se requiere entonces de una nueva noción de lo ético, que permita a cada usuario de este portento tecnológico, asumir su responsabilidad personal y social y el reencausar el sistema sin mayores distorsiones ni daños colaterales a terceros. La autorregulación de las redes sociales es fundamental a la hora de hacer de ellas instrumentos maravillosos de esa genial trama de seres humanos, que a la distancia se entrecruzan, interaccionan, actúan y retro actúan y asumen un papel protagónico como emisores y receptores a la vez de información, que puede develar o no una verdad. De allí su importancia civilizatoria, pero al mismo tiempo su potencialidad como instrumento para la destrucción y para la guerra en sus distintas acepciones.

@GilOtaiza

rigilo99@hotmail.com

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