Alfredo Morles en la Academia de Mérida
RICARDO GIL OTAIZA. A lo largo de mi vida he podido comprobar que muchas de las disquisiciones de carácter filosófico terminan por convertirse en portento y en verdad. No en vano se afirma desde hace siglos, que la filosofía es la madre de todas las ciencias, ya que les confiere sólidas bases y cuyos preceptos las enrumba hacia disímiles derroteros que traen consigo cambios.
RICARDO GIL OTAIZA
A lo largo de mi vida he podido comprobar que muchas de las disquisiciones de carácter filosófico terminan por convertirse en portento y en verdad. No en vano se afirma desde hace siglos, que la filosofía es la madre de todas las ciencias, ya que les confiere sólidas bases y cuyos preceptos las enrumba hacia disímiles derroteros que traen consigo cambios, enseñanzas y progreso; aunque cabe también la posibilidad de retrotraernos a estadios ya superados. Si la memoria no me falla, fueron los estoicos los primeros en postular la idea del denominado “eterno retorno”, cuya imagen trae consigo la ardiente pesadilla de un mundo en el que el tiempo regresa una y otra vez (visión circular del tiempo) y, por lo tanto, los acontecimientos obedecen a la causalidad. No obstante, fue Federico Nietzsche quien la convirtió en un postulado cuando en su La gaya ciencia (luego en Así habló Zaratustra) plantea con firmeza que “no sólo son los acontecimientos los que se repiten, sino también los pensamientos, sentimientos e ideas, vez tras vez, en una repetición infinita e incansable.”
Traigo todo esto a colación, porque al reflexionar en torno a la incorporación del doctor Alfredo Morles Hernández como Miembro Correspondiente Nacional de la Academia de Mérida, recuerdo que hace ya muchos años (tal vez 15), siendo yo el decano de la Facultad de Farmacia y Bioanálisis, una alegre tarde el entonces rector de la ULA, Genry Vargas Contreras me presentó a nuestro personaje y a su esposa Delia Picón de Morles (hija única del eximio escritor Mariano Picón-Salas, cuya memoria y obra tengo muy en alto). El retorno a aquél tiempo ido lo asocio de manera quizá azarosa con el retruécano del acto de hoy, porque compartimos honores académicos en el presídium de nuestra Aula Magna, con motivo de una nueva edición de la Bienal de Literatura que lleva (o llevaba) como nombre el del insigne escritor merideño. Desde entonces se selló, por decirlo de alguna manera, una admiración hacia el doctor Morles, que el tiempo en sus eternos “ir y venir”, en su isócrono andar, no ha logrado desdibujar. De entrada aprendí a conocer a un hombre docto, pero sencillo, quien con voz pausada y perfecta dicción logra siempre expresar sus ideas con el brillo propio de una inteligencia superior. Jamás busca nuestro personaje imponer su criterio, o avasallar a sus contertulios, o el pontificar desde su sólida formación y experiencia en el complejo ámbito del Derecho, porque sus herramientas son la disuasión, la dialógica de los opuestos, el equilibrado intercambio intelectual con sus pares, el fino humor, una prodigiosa memoria, el ganar-ganar (muy propio de los ejecutivos), así como la retórica y la metáfora que son manifestaciones del “yo” de un espíritu cultivado; ergo, de un humanista.
Ingresa el doctor Morles a la Academia de Mérida en medio de grandes expectativas, ya que trae consigo un vasto recorrido en los caminos de las instituciones académicas, pero también en otros quehaceres no menos relevantes en su fructífera trayectoria vital. Su sindéresis y su claridad de criterios serán baluartes en esta hora menguada de la nación, que intenta con fuerza y acritud resquebrajar nuestra fe y confianza en el porvenir. Su talento jurídico así como su denso bagaje cultural, serán fundamentales en los predios de una corporación multidisciplinaria como ésta, que conjunta semana a semana el más diverso espectro de materias y de expertos en todos los órdenes del acontecer regional, nacional y mundial, en la búsqueda de salidas y de soluciones a las intrincadas problemáticas de estos apartados rincones del planeta.
@GilOtaiza
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