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El militarismo como forma de gobierno

La disidencia no tiene cabida en el mundo militar y es tomada como desobediencia. En el mundo civil la disidencia es una parte integrante de la sociedad...

  • ÁLVARO MONTENEGRO FORTIQUE

20/01/2020 05:00 am

Uno de los símbolos más dignos del poder, de la violencia legítima como la llamó el filósofo alemán Max Weber o de la violencia necesaria como la llaman popularmente, es el uniforme militar. Los llamativos trajes castrenses están, en casi todos los países del mundo, más allá del debate político partidista y evoca decoro, orgullo y sobriedad. La marcialidad trae consigo gallardía, garbo y valentía. Recuerdo con afecto a un querido tío, el general Homero Leal Torres, diciendo hace muchos años que él no iba a reuniones con ministros en casas de cortesanas porque portaba su uniforme y no lo quería deshonrar. Al pasar al retiro no aceptó ocupar un alto cargo que le ofrecieron en el gobierno, porque ya no portaría su uniforme y no representaría a la institución. También recuerdo a su hijo, Homero Leal Fortique, llevando su uniforme de gala como cadete para misa los domingos, con una nobleza única que lo destacaba entre los civiles y atraía magnéticamente a las jóvenes casaderas. 

Por otro lado el militarismo es una visión de que lo militar es la fuente de toda seguridad. Para lograr la paz hay que demostrar fuerza. Esa mirada es discutible pero encuentra su argumentación en la disuación, en la anticipación. Si quieres la paz prepárate para la guerra. Pensamiento diametralmente opuesto a las visiones pacifístas de las relaciones humanas. La concepción militarista se utilizó mucho durante la guerra fría y trajo consigo escaldas armamentistas impresionantes. Hoy parece haber un retorno al militarismo como fuerza regulatoria de la tensión entre los países. Mientras más armas tengo, mejor puedo negociar en el escenario de la diplomacia mundial. 

Cuando se une el militarismo con la forma de gobernar las cosas se tornan diferentes. Esa visión ubica al poder civil sujeto al poder de la fuerza, sometimiento que choca contra el concepto de libertad de pensamiento. A ver, la marcialidad necesita una férrea y necesaria disciplina para poder ganar batallas. El superior da las órdenes y esas instrucciones no se deben discutir, porque al hacerlo se genera el caos y se pierde la guerra. La disidencia no tiene cabida en el mundo militar y es tomada como desobediencia. En el mundo civil la disidencia es una parte integrante de la sociedad. Los civiles tenemos derecho a pensar diferente, y no debemos ser castigados por ello. 

Adicionalmente el militar ha sido educado y entrenado para recibir órdenes de un superior, nunca de un inferior. En el gobierno civil el jefe, o sea el electo por el pueblo, debe recibir órdenes del inferior, o sea del pueblo que lo eligió. Son los votantes que le piden al alcalde si quieren que les reparen las aceras o les doten el hospital. Son los ciudadanos quienes le solicitan al presidente un sistema de pensiones funcional, y que no apruebe un aumento del combustible o del transporte público. El gobierno civil y el militarismo como forma de gobierno responden a otros razonamientos.

Un brillante coronel de la Guardia Nacional, profesor nuestro en el doctorado de Ciencias Políticas de la UCV, nos comentaba que lo peor que le había pasado a la institución armada era pretender convertirla en un partido político. Ha dado la vuelta al mundo la forma chocante con la cual uniformados militares han sido utilizados como árbitros de entrada a la Asamblea Nacional. No es un militar quien debe decidir cuál diputado entra y cuál no al Palacio Federal Legislativo. Eso ya lo decidieron los votantes en su momento. Los militares se ven mucho más dignos trabajando en sus cuarteles que arbitrando por medio de la fuerza, con una mirada teñida por la polarización, las disputas partidistas que sólo corresponden a los civiles.

alvaromont@gmail.com
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