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Una joya literaria

Deliciosas las páginas de Memoria, en ellas recorremos los clásicos latinoamericanos de la mano de un testigo de excepción. En sus laberintos se pasean hombres como Rulfo, Reyes, Cortázar...

  • RICARDO GIL OTAIZA

08/12/2019 05:00 am

El género memorialístico ejerce sobre mí una especial atracción, porque muestra el lado humano del artista, y deja como legado un fragmento de vida que de otra forma sería imposible conocer. Ahora bien, esto no quiere decir que cuando hacemos memoria y contamos nuestro devenir no estemos haciendo un ejercicio literario, y la resultante sea un texto en el que los límites entre realidad y ficción sean difusos. Muchos autores así lo han reconocido, y los lectores recorremos sus páginas agradecidos a la espera de hallar las claves que nos permitan distinguir entre una y otra dimensión; entre una y otra “verdad”. Aunque, déjenme decirles, lo más autobiográfico de los narradores está precisamente en sus “ficciones”. 

El género autobiográfico está en boga, es apetecido por el gran público y por las editoriales, ya que en él los lectores nos vemos reflejados en nuestra propia realidad. Las páginas autobiográficas nos hablan directamente a nosotros, se refieren a nuestra vida, dibujan de manera precisa nuestros sentimientos y emociones, de allí el éxito que han alcanzado en Europa y también en América Latina. Ahora bien, no es fácil escribir sobre nosotros mismos; tal vez un atávico prurito nos impele a colocarnos los disfraces para ocultarnos mediante subterfugios. Lo autobiográfico nos desnuda ante el lector, nos deja inermes e indefensos en la página, de allí que los lectores sientan predilección por aquellos libros que saben que hablan del propio autor, de sus debilidades y defectos, de sus angustias y sufrimientos, porque eso precisamente los humaniza y los baja del altar en el que suelen ser colocados los autores y artistas en general. 

En este sentido, cayó en mis manos una pequeña joya del autor mexicano Sergio Pitol (1933), titulada Memoria 1933–1966 (Ediciones Era, 2011), cuya primera edición, bajo el título de Autobiografía precoz, aparecería por allá en 1967. Nos sorprende constatar que el entonces joven escritor se dé a la tarea del santo oficio de la memoria para contarnos con austeridad los sinuosos inicios de su carrera de escritor, y de fijar el canon que regirá su obra por venir. Riesgosa y osada tarea, sin duda. 

Leemos con disfrute estas breves páginas, que no se detienen en detalles intrascendentes, para corroborar que la escritura siempre será un oficio autobiográfico. Nos dice Pitol: “Estoy presente en todo lo que escribo, a pesar de a veces buscar una forma de desaparición”. De inmediato se interna en sus raíces italianas, en sus correrías de infancia, en ese preguntarse acerca de la naturaleza de lo que escribe, para terminar reconociendo que la autobiografía de un artista deberá partir siempre en el momento cuando decide dedicarse al oficio. Si bien el texto que leemos nace como respuesta a un encargo, se pregunta Pitol: “¿no obedecía a una especie de triste grafomanía el hecho de escribir una autobiografía a los treinta años sin haber realizado nada memorable, sin ser el escritor que lograra trascender a la minoría de sus amigos?”.

Deliciosas las páginas de Memoria, en ellas recorremos los clásicos latinoamericanos de la mano de un testigo de excepción. En sus laberintos se pasean hombres como Rulfo, Reyes, Cortázar, Picón Salas, Fuentes, Paz, Trejo, Garmendia y Borges. Acompañamos a Pitol en sus viajes por el mundo, en su pasión por el arte pictórico, en su estancia en Venezuela, así como también en su eterna -y tal vez utópica- búsqueda de la libertad como signo de rebeldía.
 
@GilOtaiza

rigilo99@hotmail.com
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