Berlín: 30 años
El murallón que dividía Berlín se derrumbó en noviembre de 1989 y con él, el férreo bloque comunista... Se impone a cada demócrata europeo el deber de mirar hacia esa frontera para no olvidar...
El murallón implacable que dividía la ciudad de Berlín se derrumbó en noviembre de 1989 y con él, el férreo bloque comunista. La actual capital de Alemania, levantada sobre una llanura enorme que finaliza en los Urales, recibe el feroz viento de la estepa, y el mismo hace que sus habitantes estén fraguados por la inclemencia de esas persistes borrascas.
Ahora la metrópoli de cepas teutónicas es un correveidile surgiendo entre sus arterias, las enormes avenidas, los amplios parques, los reconstruidos palacios, las dos Galerías Nacionales, esa Plaza de Potsdamer donde el cristal se hace cemento y sus edificios trasparentes; la torre de la televisión rozando el cielo con su altura y ese emblemático Europa-Center desde cuya azotea, como un faro, se alza el emblema de la Mercedes-Benz, el símbolo de la poderosa industria alemana.
Treinta años atrás el murallón era una larga hilera de aislamiento, terror, y se debía contemplar de lejos a modo algo punzante y vedado. A uno de sus lados otro símbolo: la sede del Parlamento del Reich, destruido en los bombardeos rusos y su imparable Ejército, que una vez penetró en la ciudad en 1945, levantó sobre él la bandera roja con la hoz y el martillo como demostración humillante sobre la ciudad que vio nacer a Marlene Dietrich, Willy Brandt, Bertolt Brecht y Leni Riefenstahl, la directora de cine más admirada por Adolf Hitler.
Contigua se alza la columnata de La Victoria – “Goldelse” la llaman los berlineses – con una dulcificada anécdota. Su escultor, Friedrich Drake, hizo posar desnuda a su casta hija Margarete para colocarla como figura matizada de oro a una altura de 70 metros.
Allí, en días específicos, desde la Puerta de Brandeburgo jovencitas siguiendo el ejemplo de Margarete, van dejando sus pechos al aire para que los árboles del cercano Parque Zoológico se tambaleen en remolinos de ternura. Recuerdo haber visto –la primera vez que presencié el sensual festival- senos dulcificados como limones, ciruelas, melones, sandías, aceitunas, y todos ellos envueltos en suspiros de regocijo.
Y algo inolvidable en aquel Berlín de la parte Occidental que aún se recuerda con efusión encendida: las palabras pronunciadas por el presidente John Fitzgerald Kennedy en un día de junio de 1963.
Allí, frente al ayuntamiento de Schöndeberg y en presencia de 400.000 personas, pronunció su frase perdurable colmada de esperanza en aquellos tiempo difíciles de la guerra fría: “Ich bin ein berliner” (yo también soy berlinés).
Lo demás es historia insondable que, cuando se volvió realidad, fue cambiando aquel continente de la posguerra hasta llegar a la Unión Europea de hoy que, aún con sus dificultades, asume su base en una fecha fija: el 9 de mayo de l950. El aquel día el ministro francés Obert Schuman planteó a Alemania “poner el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y acero bajo una alta autoridad común”. Tras ese paso, se comenzó a instituir el Tratado de Roma para crear la Europa liberal.
El derrumbe del muro -símbolo telúrico de la opresión- tuvo un punto crucial: el 9 de noviembre de 1989. Sucedió a las 11 y 15 minutos de la noche. En ese momento, centenares de personas acuden a los pasos fronterizos soviéticos, y en tropel, igual a una migración de aves en busca del calor del sur, miles de hombres, mujeres y niños, avanzan desde Berlín oriental hacia el occidental y abren la frontera tan herméticamente cerrada. Era el prodigio.
Ese día, en Potsdamer Platz, se derribó el primer trozo de Muro para surgir una especie de nuevo Manhattan prusiano con rascacielos, museos, teatros, un enorme y moderno cine Imax en tres dimensiones, más veinte cines normales, hoteles, centros comerciales construidos por las firmas Sony y Mercedes Benz.
El fragmento mantenido en pie representa una remembranza que no debería ser olvidada, ya que recuerda el totalitarismo que tiraniza al ser humano. El mismo –dividido en dos trozos- posee unos siete kilómetros, dando comienzo en el “nuevo Berlín moderno”, un kilómetro sobre la avenida Mühlenstrasse, siendo protegido como una reliquia.
Con ese motivo, en 1990, artistas de las artes plásticas llegados de 21 países, expresaron el profundo valor de la libertad sobre ese murallón dramático, plasmando sobre él los colores perennes de la libertad.
Como acaba de exponer en un artículo sobre la caída de aquel cerrojo Marc Bassets, el corresponsal del diario español “El País” en Francia: “La caída del muro certificó la victoria de las democracias liberales, pero a su vez también es el prólogo de su actual crisis de 30 años”.
Y eso impone a cada demócrata europeo el deber de mirar hacia aquella frontera para no olvidar lo que representó: sangre, dictadura y muerte.
Y la palabra sempiterna: por la libertad la vida.
rnaranco@hotmail.com
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