Espacio publicitario

Acoso sexual, o el “yo también”

Los españoles de hoy que acechan cada palabra que los ingleses sacuden, nos han dejado k.o. con ese “MeToo” embadurnado de exuberantes acaecimientos carnales...

  • RAFAEL DEL NARANCO

17/08/2019 05:00 am

Nos sentimos ahogados en un pozo séptico. El mundo ha cambiado a trompicones una barbaridad, con saltos de rana y sin pizca de sentido común. Los españoles de hoy que acechan cada palabra que los ingleses sacuden, nos han dejado k.o. con ese “MeToo” embadurnado de exuberantes acaecimientos carnales y aluviones de ficciones, ya que de todo hay en esa simiente entre la mujer y el hombre a partir de tiempos de Adán y Eva. 

La reseña de que el tenor Plácido Domingo es acusado de acosos sexuales acaecidos hace 30 años, nos trae a la evocación que hace un tiempo inmemorial, uno desmenuzó algunos de esos actos gustativos de poca monta que, viendo como está el percal del “Yo también”, hoy nos pudieran haber expuesto al escarnio y al despellejo. 

Relataré el acontecimiento tal como lo recuerdo. 

El cobertizo se alzaba en la parte trasera de la casa cubierto de una higuera, cardos, trastos viejos y un pasadizo para entrar en el destartalado recinto donde se apiñaban desordenadamente tejas, madera seca, azulejos y fajos de papel de periódico quebradizos. 

Ella, muy jovencita, actuaba como si recordara algo visto con anterioridad y deseara plagiarlo, mientras uno hacia cabriolas realizando extraños movimientos.

-No es así –dijo ella–. 

-Papá lo hace de esa manera y “La Tuerta” grita. ¿Tú por qué no? 

-Me duele el cuerpo, me estás haciendo daño. 

-Bueno, te daré un beso. Cierra los ojos. Un empujón brusco nos lanzó al suelo. 

-¡Cochino, sucio! ¿Qué porquería está haciendo? 

Una sombra se alargaba y lazó una riestra de palabras. Era la madre de María. 

-Mamá estamos jugando, dijo la pequeña. 

-Cállate, sinvergonzona. En casa te arreglo las cuentas. 

Nos tomó de los brazos y salimos del cobertizo. Vociferó a gritos: “Isabel, Julia, Ernestina. Venir, ver lo que le hacía este renacuajo a mi hija. ¡Dios nos proteja! La perdición y la deshonra llegó a las puertas de mi casa”. La Engracia gimoteaba como una desconsolada el asedio a su hija. Sus ojos se habían vuelto rojos y pujaban por salir. 

Mi abuela Segunda que colgaba a secar un mono azul y unas camisas, fue la primera en levantar la mirada. Se asustó al escuchar aquellos alaridos lastimosos. Vio venir a la Engracia con su nieto y María como si llevara dos peleles colgados. Ella intentó preguntar algo, pero no le dio tiempo, ya que un huracán de voces hizo mella en su rostro. 

El alboroto acercó a mujeres y niños. Enseguida se hizo un corro y escuchaban a la Engracia vuelta un cirio de zozobra. Bramaba, pero ningunas lágrimas caían por su rostro irritado. Si recuerdo el sudor de sus manos. 

-Me la ha desgraciado. Deshonró a mi hija, esta mala pécora me ha salido peor que las gallinas. ¿Quién me repara esta desgracia caída del cielo?

Alguien del corro salió en apoyo de la desconsolada madre. Era Julia, la carbonera, vendedora de la hulla que su esposo recibía cada semana en la mina profunda cercana al cementerio. 

“Ese demonio es la peste de la calle, pura basura”, respingó la Julia. 

Yo miraba al suelo. Sentía deseos de llorar y algo lo impedía. Era como si los ojos se hubieran cerrado a cal y canto. Lo que sí hacía era bufar hacia dentro por la nariz para que no le vinieran las mucosidades. Siempre, ante un problema, mis fosas nasales se volvían papilla, era como si el agua de las pupilas, al no encontrar su salida natural, bajaran por esos vericuetos para ir a perderse a la tierra. “Sucio” seguía gritando la Engracia. 

-Esto no se quedará así. Mañana mismo voy a la comisaría para que lo lleven al hospicio, el único lugar donde esta bestia puede recibir su merecido.
 
-¡Dejarme pasar, puñeteras mentecatas! Conocía el sonido. Esa voz venía a salvarme y me sentí más sereno. La abuela, encorvada, toda de negro, penetró en el corro y me arrancó de la mano de Engracia. 

“Te prohíbo que lo manosees. Es solo un pequeño con miedo”. 

“¿Sí? ¿Y las porquerías sobre mi hija?” 

“Mi nieto tiene siete años y tu hija once. Esa suciedad que tanto pregonas está en tu misma casa. Si contamos los hombres que por ella cruzan cada semana, la vivienda de citas de la Chata sería un conventillo. Así que es mejor que te calles. La honra, si existe, se lava puertas adentro”. Segunda era de armas tomar. Me tomó de la mano y salimos del corrillo. Le habían dejado un pasadizo y nadie dijo nada. 

El niño que era y la anciana de mi abuela nos perdimos hacia el chamizo de tablas, hojas de zinc y latón levantadas casi a la mitad de la calle. Comenzó a llover. La tarde se había vuelto gris y hacia los campos del inclinado cementerio una densa capa de niebla comenzaba cubrir la ciudad de los muertos. 

Plácido Domingo ha dicho “que antes había otras reglas” sobre los recovecos del ardor carnal. Quizás nuestro relato poco tenga que ver con el “Me Too” actual o quizás sí, no obstante, a la galanura del deseo le han colocado trinquetes y venganzas enmohecidas. 

rnaranco@hotmail.com
Siguenos en Telegram, Instagram, Facebook y Twitter para recibir en directo todas nuestras actualizaciones
-

Espacio publicitario

Espacio publicitario

Espacio publicitario

DESDE TWITTER

EDICIÓN DEL DÍA

Espacio publicitario

Espacio publicitario