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Borges

Borges es idolatrado, pero además odiado... sobre todo porque su obra es un techo muy alto, es una cima imponderable en medio de espacios mediocres y mezquinos; y todo eso tiene su precio

  • RICARDO GIL OTAIZA

18/07/2019 05:00 am

La figura y la obra de Jorge Luis Borges me han acompañado durante toda mi carrera literaria. Es como si su certera palabra y su presencia bastasen para que en mí se encienda día a día esa llama vocacional por las letras que llevo en lo más hondo de mi ser desde la más tierna edad. Pero no hablo tan solo del Borges narrador, ensayista y poeta, cuyo halo de grandeza sobrepasa el tiempo y el espacio, sino de esa especie de figura redentora, que desde el pensamiento más original que se tenga razón en esta última centuria, ilumina el camino de quienes en América Latina intentamos emular su don y su ejemplo generación tras generación. En Borges se concentran muchos talentos, pero el que me empuja a seguirle con una disciplina rayana en religión, es su hondura metafísica; es decir, ese querer articular desde la palabra escrita los sutiles hilos de una inmanencia que se hace portento en su obra, y que nos golpea una y otra vez hasta hacerse obsesión y belleza. 

En nuestro autor no hay medias tintas ni senderos truncados, ya que su palabra es de hecho autarquía literaria, que se solaza en su esencia para convertirse en luz en medio de sus propios claroscuros. Su complejidad va más allá de la ambivalencia de sus posturas y de sus ideas (tildadas por muchos detractores como conservadoras), para internarse con holgura en una densa trama de aristas que buscan con afán explicarse a sí mismas en medio de la oscuridad civilizatoria. Esa “antinomia” presente a lo largo de su obra, que lo lleva a convertirse en un escritor clásico y de vanguardias a la vez, es un elemento clave que nos posibilita comprender su impronta de autor que permanece en medio del cambio (o gracias a él), que pulsa lo atávico (la nostalgia y el fervor por lo nacional, entre otros), sin perder de vista la universalidad de una mirada transformada en punta de lanza de nuevos horizontes y de nuevas estéticas. Su vida controvertida, sus grandes obsesiones personales e intelectuales, y su desdichada vida amorosa, son sin duda caldo de cultivo de una obra que busca con empeño contar lo incontable y que su resultado sean textos breves, variopintos, impregnados de una hondura que duele en nuestra desazón, que tocan poderosas fibras, que interpelan a cada instante nuestro espíritu, y también la razón. 

Lo borgeano es una marca, es un sello distintivo, es una metáfora cuando deseamos explicar desde la teoría literaria sus andanzas febriles en medio de la palabra, su desparpajo y displicencia frente a la praxis pacata de muchos de sus contemporáneos, su ir y venir en medio de la nada y obtener en lugar de vacío, perennidad. Borges es su claro talento para la contradicción, su recorrido silente y afortunado en géneros literarios que renovó hasta lo imposible, su palabra despiadada frente a la estupidez humana, su humor y su ironía transformados en latiguillos verbales, que hieren con sutileza (pero lo hacen) la inconsistencia de algunos de sus pares, hasta hacerse verdad y contundencia de la palabra. Ergo, pasión y rencor. 

Borges es idolatrado, pero además odiado, y no porque dejara esparcidos a lo largo de su vida solo desafectos y enemigos (que los tuvo gracias a sus opiniones políticas), sino sobre todo porque su obra es un techo muy alto, es una cima imponderable en medio de espacios mediocres y mezquinos; y todo eso tiene su precio. A veces alto, a veces no tanto, pero él pagó a una tasa muy elevada: la no concesión del Nobel, premio al que fuera postulado varias veces por sus elevadas dotes literarias; premio al que su nombre reivindicaría luego de tantas pifias. Pero se interpuso Pinochet en su sendero y Borges es Borges: se dejó invitar por el dictador, y así quedó esculpido para la eternidad. 

@GilOtaiza 

rigilo99@hotmail.com
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