Esta afirmación no pasaba de ser una prueba de la humildad de mi interlocutor: nadie, por muy boyante que estuviera, se habría arriesgado a financiar proyectos descabellados. Si nuestro amigo cosechó apoyo fue porque sus ideas eran, efectivamente, brillantes. Pero su observación ponía en luz un hecho, cristalizado en la criollísima expresión de “pónganme donde haiga”: ejecutar proyectos requiere de una plataforma que provea los recursos necesarios, de todo tipo: humanos, económicos, materiales…. 

Traigo esto a colación, porque la cifra de venezolanos en España ronda ya las 325 mil almas, cada una de las cuales atraviesa por un conjunto de penas inherentes al desarraigo. A más de lo evidente, que es la ausencia de los seres queridos, hay un conjunto de situaciones que afectan a los emigrados: la necesidad de construir redes, ese proceso de saber a quién recurrir para cada cosa; la creación de un núcleo de referencia, afectivamente hablando, la necesidad de pertenencia. Y, en particular, lo que se desprende del área laboral, un asunto que reviste muchas facetas. 

Se trata, más allá de lo económico, de la necesidad de mantenerse activo, como una especie de “terapia ocupacional” que facilite además la creación de lazos con otras personas, contribuyendo a la adaptación. Y se trata, también, de la dramática subutilización de conocimientos y del cambio de status que produce el traslado. En España, por ejemplo, hay importantes médicos cuyos estudios de postgrado no son reconocidos. De ese modo, se ven confinados a tareas menores, con el consiguiente desperdicio de su experiencia. Pero, sobre todo, se trata de la crisis de identidad que esta situación conlleva. Las personas tendemos a confundir lo que somos con lo que hacemos. Nos definimos por nuestra actividad, a través de nuestras relaciones con otros y de la posición que ocupamos en el sistema, lo que en términos más caducos podría describirse como “lo que aportamos a la sociedad” (en realidad, aportamos mucho más de lo que hacemos). 

Y quiero subrayar el peso que la asociación y el voluntariado pueden tener para paliar los efectos de esa crisis de identidad. En Madrid hemos descubierto, sobre la marcha, la importancia de crear un nicho en el que cada quien pueda desenvolverse en su propio campo profesional. Entonces, al menos durante un ratito, el creador vuelve a ser creador, y no profesor de inglés, la recepcionista de spa vuelve a ser periodista, y el mesonero, fotógrafo. Es mediante el contacto con la propia formación y vocación como se alivia la herida que produce el amputar algunos rasgos identificativos fundamentales: la persona siente que puede aportar algo de valor y tiene ocasión de desplegar sus talentos, poniéndolos en luz, lo que, de paso, facilita que se reinserte en su campo profesional, si alguien lo “descubre”. 

Volviendo a la anécdota con que emprendía este texto, es fundamental crear condiciones favorables para que cada quien, más allá de lo que haga para ganarse la vida, pueda desarrollar lo que es su pasión, mejorando, de paso, la calidad de vida de los otros. 

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